martes, agosto 08, 2017

La ondulante levedad de una escritura objetiva y poética

Beatriz Sarlo lee Peso estructural, de Gonzalo Castro, y escribe para la agencia Télam:


"Peso estructural" cuenta dos viajes y tiene dos protagonistas: los hermanos Ingre y Juan. Como los hermanos de "El hombre sin atributos" de Musil, están momentáneamente separados, pero han vivido pendientes uno del otro. Castro los muestra en un punto de giro. Ingre descubre, a los treinta y un años, una variación de la sexualidad que no estaba en sus planes ni podía adivinar en sus gustos. Juan aprende algo más borroso. En la superficie, el viaje de Juan a los treinta y cuatro años es puro divague de pequeño burgués que no está obligado a trabajar y elige desplazarse, como si fuera pobre (pero siempre turista) por las zonas verdaderamente pobres de la selva y los ríos del norte de Brasil.

¿Por qué estas dos historias interesan tanto? ¿Por qué interesan estos dos hermanos que se aman? La respuesta no se encontrará en las peripecias de sus aventuras, que no son espectaculares sino minimalistas. A los hermanos no les sucede nada extraordinario, nada bizarro, nada cruel. O sea que la respuesta a la pregunta remite directamente a la forma literaria.

Digamos primero que Ingre, cuyo viaje iniciático tiene lugar en Buenos Aires, no vive sumergida en un mundo acentuadamente contemporáneo. Casi no usa el celular; habla muy poco por teléfono; no se transcriben mensajes de texto; Facebook no es importante. Tecnológicamente, la historia de Ingre podría transcurrir en una era previa a la hiperconexión. Tiene un piano desafinado en su casa y, si se le da por tocarlo, elige a Shostakovich. En su auto, se escucha un casette de los Talking Heads. Y los Talking Heads no suenan retro nada. El mundo de objetos de Ingre y su actividad como bailarina y maestra de danza no son anacrónicos ni hiperactuales, sino que tienen una rara temporalidad desfasada de las ondas post y retro, como si su propia banda de sonido huyera de los tics contemporáneos. La historia transcurre en 2005, meticulosamente fechada por Castro que le hace ver a Ingre unos planos de televisión con el partido que Gaudio perdió ante Federer en el Masters de Shanghái.

Mientras Ingre vive en su mundo amical y sensible, Juan navega a bordo de un barco fluvial cuyo calado solo requiere la módica tripulación de un marinero y un capitán, a los que acompañan dos señoras bahianas, que tienen el empaque discreto de los pobres sin pretensiones, pero con estilo. El barco encalla por falta de agua. Las señoras se niegan a abandonarlo porque estiman que su seguridad y su dignidad no tolerarían ser transportadas en una hamaca hasta el lanchón de policía que llega para ayudarlos. Allí se quedan entonces. Pero la escena no languidece en la espera. Las señoras sugieren que se pesque para la comida, que se haga un fuego. La novela presenta, con interés desusado para tareas que podrían ser descriptas en una frase, los preparativos, las maniobras de la pesca, el encendido de la parrilla, la cena compartida, el humor retenido, sin desboque y sin pintoresquismo.

De nuevo: ¿por qué interesan estos pormenores poco electrizantes? Por la precisión de la escritura para narrar los detalles que no "avanzan" la narración, sino que valen por sí mismos. Por ejemplo: cómo colgar una red mediomundo de una soga, para que roce el agua donde todavía chapotean los peces; cómo disponer un cajón para convertirlo en mesa; cómo acomodarse para pasar la noche. La escritura de Castro convierte estas acciones mínimas en escenas importantes donde se mueven el capitán y sus pasajeros. Es decir: da vuelta las cosas, y nos hace avanzar e interesarnos en lo mínimo, en lo que no parece ni muy novelesco ni siquiera remotamente actual.

Juan es el personaje adecuado a esta escritura que rechaza lo cómico y también lo costumbrista. Tiene buenos modales; reconoce a sus compañeros de barcaza como iguales, no como iguales pintorescos, ni como diferentes interesantes, sino simplemente como equivalentes, cada uno de ellos, en la solidez de sus movimientos y sus palabras. Aunque nada lo subraya en la novela, este es un viaje de aprendizaje hecho posible por el azar de los encuentros con capitanes, policías de río, o señoras bahianas.

El viaje de Ingre no recorre grandes espacios: Villa Devoto, donde vive en la casa materna, un inverosímil amasijo de escaleras y desniveles, pasillos sobre el vacío, restos de vieja arquitectura; Belgrano R, donde, en un chalet de previsibles estilos mezclados, sucede una fiesta. Ingre se mueve por un mundo conocido. Lo que le sucede no requiere el tránsito por el espacio y las clases sociales, sino por un núcleo pequeño de gente como ella misma, donde verá nacer una sexualidad de la que no había sospechado.

Para llegar a esa iluminación, la línea narrativa de Ingre, aunque es más típica de capas medias porteñas, está casi a salvo de los lugares comunes sobre música y gustos. A su amiguita diez años menor (que nunca dice banalidades) le hace descubrir los ojos de David Byrne. Con su amiga Alina, habla de costura: mallas de danza y un kimono para el que Alina ha elegido no la seda sino el hilo. Esas conversaciones tienen el interés y la vivacidad de personajes que hablan la lengua porteña pero no la lengua de cliché de un sector social o de un grupito de fans. No hay freaks cansadores, ni pasados de droga.

Son dos viajes. Pero la novela de Castro es bastante más que una alternancia entre los movimientos de Juan e Ingre en ese presente narrativo que, como se dijo, sucede en 2005, hacia fin de año, cuando se juega el Masters. También está el tiempo de la infancia de los hermanos, escenas cortas y reveladoras de lo que ellos serán años más tarde. No fragmentan el relato, sino que lo prolongan hacia atrás, lo abren como se abre un libro en páginas anteriores a las que se está leyendo. No son rememoraciones explicativas, sino "vedutas", ventanas abiertas sobre otros tiempos.

Los espacios y las acciones físicas tienen una firme precisión descriptiva. La casa de Ingre, con desniveles desde los que puede deslizarse un perro atado a una soga o lavarse el pelo y al mismo tiempo regar los helechos del balcón; el salón que se alquila para las clases de danza, cuya digna plenitud de vieja arquitectura resulta tan interesante, por lo menos, como los movimientos de dos amigas que lo inspeccionan para alquilarlo. Todo tiene una rareza atenuada, que no busca el asombro sino el conocimiento de la armonía o de la contorsión del espacio. Las acciones también interesan, como los espacios, por ellas mismas, no por lo que desencadenan inevitablemente al realizarse. Ingre mueve sus músculos, con la exacta mecánica y la libertad de la bailarina; Alina, cuando corta las telas, exhibe la destreza de su oficio; las señoras bahianas gesticulan con la justeza de quien se mueve bien en el mundo.

Por eso, pese a la precisión de las descripciones o a causa de su ajuste a la acción, la novela de Castro es concreta sin acercarse al realismo. Tiene la ondulante levedad de una escritura objetiva y, a la vez, poética.

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