Nicolás Maidana lee Cuaderno de Pripyat y Manigua, de Carlos Ríos, y escribe su reseña para la Revista Mancilla.
«En los bordes de la literatura argentina reciente sobreviven, sigilosas, ciertas obras que se animan a erigir su pequeño gran proyecto secreto. Pero aunque parezcan microscópicas, solapadas bajo el flujo inabarcable de publicaciones, aquello que osan murmurar desde afuera consigue filtrarse en el interior de esa coraza autosuficiente que simula ser la literatura argentina. Es el caso de los libros de ficción de Carlos Ríos -tres “novelitas” hasta la fecha: Manigua, Cuaderno de Pripyat y el inconseguible A la sombra de Chaki Chan-, los cuales interpelan a la literatura desde una suerte de exilio artificial, un medioambiente alejado de las obsesiones recurrentes con que nos vino acostumbrado la ficción argentina reciente: las variadas formas de neorrealismo suburbano o las poéticas epigonales de los herederos de César Aira (dos ejemplos más o menos reconocibles). A diferencia de aquellos excedentes contemporáneos, la novelística de Ríos irrumpe en el horizonte para oxigenar un poco el panorama a través de otra clase de topografías, otras marginalidades; muy lejos del exotismo aireano (cuyos libros, uno sobre otro, a través de las décadas, se impusieron con la soberbia del que reclamaba para sí un lugar central en el canon, Olimpo del que parece inamovible). Por el contrario, la literatura de Ríos hace existir cuidadosos objetos experimentales. Tal vez sólo con la intención de circunscribir pequeñas zonas, mínimos habitáculos en el interior del cual eso que todavía llamamos ficción pudiera malearse con docilidad.
En el caso concreto de Manigua, asistimos a la travesía de Apolon en busca de una vaca sagrada con el fin de honrar el nacimiento de su hermano, escenificada en un África fantasmagórica, primitiva y apocalíptica al mismo tiempo -trayecto que nos es referido a través de una voz que va alternando entre la primera y la tercera persona-. Una topografía delirante plagada de leyendas, de éxodos tribales, de formas de vida antropológicamente localizadas (kikuyus, kambas, hombres-hormiga, etc.), de fragmentos de ficción que de repente asumen unprotagonismo absoluto (como un primer plano que amenazara con impregnarlo todo: aquella cabeza de roedor gigante que desentierran los ocupantes del autobús en el medio del desierto) sólo para esfumarse tiempo después (la misma cabeza de roedor gigante, esta vez atada al techo de un autobús que se va hundiendo poco a poco en el pantano), son parte de una maquinaria narrativa que evoluciona a través de destellos, como intensidades puras propagándose por el mismo espacio literario que las propicia.
Los ojos van recorriendo esas superficies compuestas por diferentes temporalidades y voces al tiempo que absorben esa escritura lacónica, exacta, que a diferencia del estilo “científico” de Mario Bellatin (con el que, indefectiblemente, se lo ha comparado), no disimula su matriz poética. Por el contrario, la ficción en Ríos se permite hacer evolucionar la frase siempre un poco más allá, hasta que va diluyéndose, como si se deshidratara en mojones episódicos. La arquitectura fragmentaria con que está organizado el libro (una serie de bloques numerados, elípticos), propicia, creo, esa tensión necesaria entre la pulsión atemporal, mítica, de la frase y el carácter autosuficiente de los párrafos, cuya concisión permite circunscribir la lengua y activar esa suerte de chamanismo desmesurado con que la ficción, en algunos momentos privilegiados, no cesa de aparentar que poetiza:
“Mi hermano es una especie de lente a través de la cual se filtra la vida en el desierto, allí donde la magia se ha retirado por ausencia de bosques. Sin su vida, sin sus arrebatos orgiásticos, sería imposible descifrar el mundo y penetrar en el aceite de su gran ilusión.”»
viernes, mayo 24, 2013
Atractor extraño
La reseña completa, acá.
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