viernes, mayo 31, 2013

En busca del espacio perdido

Mariano Dubin lee Cuaderno de Pripyat, de Carlos Ríos, y escribe su reseña para Bazar Americano:



Apuntes previos a una reseña o eso que arrasó con nosotros

Carlos Ríos tiene conciencia barroca; leer su obra es el pulso de la finitud; la estrechez de sentir que uno corre, irremediablemente, hacia el mismo lugar. Como en algunos sonetos de Quevedo (“y no hallé cosa en qué poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte”) o en La lección de anatomía de Rembrandt la muerte aparece en toda su materialidad: ahí está, no lo olviden. Decir esto, sin embargo, es decir poco.

Por otro lado, se ha relacionado insistentemente sus recursos literarios a modos antropológicos; el mismo escritor consideró su primera novela como una “antropología del desastre” (Página/12, 25 de marzo de 2009), lo que, contrariamente, nos permite leer un más allá de ese tipo de lectura. Decir que las novelas de Carlos Ríos son antropológicas es, también, decir poco. Obviemos que un etnógrafo es un investigador que estudia una comunidad ajena ingresando y conviviendo con ella, y que las tribus africanas de Manigua (2009) o el pueblo ucraniano de Cuaderno de Pripyat (2012) son para el escritor solamente puntos remotos del mapa. En Ríos no hay mirada etnográfica porque desaparece el elemento primario de la etnografía: la descripción. En Ríos hay, en cambio, una mirada política que no se preocupa por restablecer un estado de la cuestión. Por el contrario, hay un gesto político, anterior a cualquier deseo descriptivo, que es la conciencia del desastre.

En su poemario Nosotros no (2011) el autor se pregunta: “¿Qué fue eso que arrasó con lo poco que teníamos?” (“Eso que fuimos”). No hay mirada etnográfica, repitamos, porque Carlos Ríos no va en búsqueda de una descripción; hay una mirada política que irá desglosando los extraños y perversos armados del poder, donde los etnógrafos, como sucede en Manigua, pueden ser parte: la complicidad de los espectadores. Citemos, otra vez, Nosotros no:

“La fuente nunca dice todo lo que sabe (1) La fuente es siempre más débil de lo que aparenta (2) La fuente construye desde sus palabras el rostro del que pregunta (3) La fuente, mientras mira el rostro del que pregunta, hace votos para no doblegarse (4) En ocasiones la fuente es amistosa con el que pregunta y permite el avance del interrogatorio (5) Sin embargo, esta táctica puede ser un engaño (6) La fuente, por más cooperadora que se muestre, nunca deja de ser el enemigo del que pregunta (7) Ellos, todos, sus epígonos establecen un parámetro donde lo que se dice es mas importante que lo que no se dice (8) Nosotros (9) No” (“Work camp”)

Carlos Ríos indaga los mecanismos de la perversidad más allá de “lo que se dice”: las mentiras de los epígonos en Nosotros no; la guerra y el hambre en Manigua; el destierro en Cuaderno de Pripyat. Los analiza desde el sentimiento de los derrotados, de los desterrados, de los que perdieron su mundo y ahora se preguntan cómo volver a eso perdido, cómo encontrar a las personas que uno amó y han desaparecido. El autor hace preguntas modernas (no se resigna al vacío): “¿Qué fue eso que arrasó con lo poco que teníamos?”.

Las peripecias de las novelas de Ríos son infructuosas pero obligatorias. En todo caso, tanto Apolon, protagonista de Manigua, como Malofienko, protagonista de Cuaderno de Pripyat, deben realizar su viaje: es un mandato anterior al sujeto. La peripecia es la que permite lamirada política: el descubrimiento del desastre. Ese movimiento, como en todo fenómeno literario, es sentimental. Las imágenes irán estrechando el ánimo del lector: proliferará el caos del hambre, de la carne trozada, de los animales salvajes, de la desorientación. A no confundirse: toda muerte es política. Como el hermano de Apolon siempre aceptamos “dejar este mundo en un espacio público”.

“Nadie te enseña a ser vaca / Nadie te enseña a volar en el espanto” escribe Juan Gelman en “Allí” (Valer la pena, 2001). Un poema que Carlos Ríos decidió colocar como “cita preferida” en su perfil público de facebook. Es una síntesis de lo político en su obra: nadie puede ser enseñado a vivir el fin de un mundo. Nadie puede “romper la memoria para que se vacíe”. Si Gelman se pregunta: “Mataron y mataron compañeros y / nadie te enseña a hacerlos de nuevo. ¿Hay / que romper la memoria para / que se vacíe?...”, Carlos Ríos escribe en Cuaderno de Pripyat: “En las paredes de la ciudadela se escriben los apellidos de los jóvenes disueltos por la garra radioactiva: Hodiemchuk, Kordyk, Yuszczuk y Telyatnikov. Todos en Ucrania los conocen, saben cada detalle de sus vidas, a pesar de los mármoles sustraídos de plazuelas y mercados (…) Que estén fuera de los manuales de historia no significa la clausura de su ejemplo”. Cita que se complementa bien con la advertencia de Apolon en Manigua: “No voy solo. Los hermanos desaparecidos animan mis pasos”.

Cuaderno de Pripyat 

Lo etnográfico concentra recursos para organizar la narración. Malofienko está realizando un documental en Pripyat, pueblo donde en 1986 explotó uno de los reactores de la planta nuclear de Chernobyl. La obra parte de una narración en tercera persona que se complejiza con los distintos materiales que escribe y recolecta el protagonista: entrevistas, diarios, cartas con su pareja Fridaka, los registros de las incursiones a la zona de exclusión.

Cuaderno de Pripyat es el regreso de Malofienko a la tierra donde nació, luego de un largo exilio. Un pueblo que debió abandonar poco tiempo después de haber nacido cuando la explosión exigió la evacuación de los habitantes. El viaje es, entonces, un retorno a una lengua que no es más la suya. Metáfora de la escritura de Ríos: cómo escribir sobre uno, su vida, su mundo con otro lenguaje, con materiales que no son los inmediatos de la propia cultura. Esa traducción se presenta necesaria: para hablar de un espacio personal hay que buscar un idioma ajeno. En Manigua, ese idioma ajeno es la recreación de una “cultura africana”; en Cuaderno de Pripyat, la “cultura ucraniana”. El escritor retoma una de las obsesiones literarias del siglo XX: cómo escribir en la escisión entre experiencia y lengua.

Pripyat es (en los pequeños extrañamientos de la prosa de Carlos Ríos) un lugar fantasmagórico, asediado por bestias salvajes y saqueadores; donde los animales han mutado; y, sin embargo, algunos pobladores, indiferentes a toda prohibición gubernamental, continúan viviendo allí: “Hay un centro urbano vacío, conocido como Pripyat, y en su periferia el anillo de una ciudadela bautizada con el mismo nombre, por simple correspondencia o para refundar eso que madres y abuelos abandonaron hace décadas”.

La vida que se desarrolla es, inevitablemente, bestial. En los cuadernos de Malofienko leemos escenas de la vida cotidiana de los pobladores:

“En la plaza se juntan los hijos abandonados por las familias del barrio de Kreschatik antes de migrar a las provincias hiperbóreas. Habían prometido que regresarían por sus hijos pero la radiación los aniquiló mucho antes de intentarlo. Ahora los jóvenes armaron sus propias familias en los barrios más oscuros de la ciudadela. Después del accidente, siguen encontrándose en la explanada, donde intercambian figuras que reproducen los rostros de sus padres.”

Las imágenes post apocalípticas de Pripyat nos recuerdan el verso del Indio Solari: el futuro llegó (“Todo un palo”). No importa que sean hiperbólicas o alegóricas o grotescas. Las imágenes de Pripyat son de este mundo:

“Cada madrugada, los hijos de estos campesinos se reúnen con los perros en la puerta de la carnicería. El destazador les exige que hagan una sola hilera si quieren recibir su ración de carne. La res contaminada cuelga del gancho y brilla como un amasijo de krill puesto a secar. Es imposible poner orden. Los dos grupos se abalanzan y a dentelladas acaban con la pieza hasta rasparse las mandíbulas en los huesos infectados.”

La imagen de El Matadero de Esteban Echeverría nos propondría un entramado literario. Obviémoslo. En ese párrafo está la hambruna del mundo. Recordemos sino cuando el camión jaula volcó con ganado vacuno en el año 2002 en la autopista Buenos Aires-Rosario, y los animales fueron faenados rápidamente por habitantes de los asentamientos próximos. No dudemos, en Cuaderno de Pripyat toda muerte es política: “Cualquier muerte es buena acá, el que muere no puede ir a un lugar peor que éste”.

Escribir después de Chernobyl

Carlos Ríos escribe en una lengua mechada por sus años mexicanos, por su español rioplatense, por su barroquismo. Esa escritura mestiza es la justa para hacer ingresar los sentidos del destierro: el sentimiento migrante de haber perdido un espacio. No hay recursos festivos. No hay nada de los modos encomiásticos de las estéticas posmodernas. Le escribe Malofienko a su Fridaka:

“Y más, Fridaka, una oración cuya fuerza abre al medio el cielo de la ciudadela: ´Casi seguramente no nací aquí; no sé dónde nací; en estos sitios no hay una casa ni un pedazo de tierra ni unos huesos de los que pueda decir esto era yo antes de nacer´. Es así, Fridaka, no aprendí a hablar de otra cosa. Mi cuerpo también rechaza la idea de un regreso.”

Cuaderno de Pripyat podría parecer una peripecia trunca. Aclaremos: si en Manigua, Apolon descubre que los hermanos desaparecidos animan sus pasos, en Cuaderno de Pripyat la clave es la lengua materna. Una manera de responder, de sobrevivir o de no olvidar a “esos espíritus, víctimas de la radiación, tan tuyos como míos”. El encuentro de la palabra que permita nombrar a Pripyat. La búsqueda ya no es recuperar el espacio sino la palabra que pueda nombrarlo.

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