viernes, mayo 17, 2013

Ciencia y arte, cabeza a cabeza

Martín Cristal lee La comemadre, de Roque Larraquy, y escribe su reseña para El pez volador.


















Si todo cerebro es un díptico en el que una mitad se ocupa del raciocinio y la otra de la creatividad, y si sus interconexiones producen elpensamiento —eso que para Descartes señala la propia existencia—, entonces se puede decir que La comemadre de Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975) existe como un cerebro: un órgano dividido en dos partes, una ligada a la investigación científica, y la otra, a la búsqueda artística. Puede objetarse que los científicos también deben ser creativos y que los artistas también son (quien más, quien menos) racionales. Es así, pero incluso con esa contaminación el símil persiste y hasta se fortalece, ya que esos cruces también unen los dos hemisferios que integran la novela de Larraquy.

La primera parte transcurre en un sanatorio bonaerense, en 1907: un grupo de médicos, positivistas desaforados, se propone un experimento macabro que supone mentiras a los pacientes y —horror— decapitaciones. La segunda parte, en 2009, releva la vida de un artista contemporáneo que —horror— materializa sus obras con partes de cuerpos humanos. Incluido el suyo.

No es una mera yuxtaposición de dos relatos independientes (es decir, no estamos ante un ser de dos cabezas, aunque en la novela aparezca uno), ni dos variaciones del mismo relato (es decir, no son dos hermanos con un mismo nombre, aunque en la novela los haya, ni dos hombres sin parentesco pero casi idénticos, aunque en la novela, etcétera), sino un sólido e inteligente relato con un concienzudo trabajo de interrelaciones entre dos partes que componen un mismo ser.

Pero analizar es separar. Así que separemos —aquí sin guillotinas— las cabezas de los cuerpos: a fin de cuentas, en ambas partes de La comemadre, los cuerpos resultan descartables. Se piden (incluso abiertamente, si son para la Ciencia; si son para el Arte, los pedidos deberán disfrazarse de científicos) para después usarse y finalmente ser entregados a fosos o a extrañas larvas que equiparan ciencia o arte con mafia.

Quedan sólo las cabezas: en ellas, Larraquy sospecha el reservorio último de la identidad. Por eso un personaje se pregunta: “¿Una cabeza cercenada, sigue siendo Juan o Luis Pérez, por decir algún nombre, o es la cabeza de Juan o Luis Pérez?”. Por eso otro está obsesionado con la frenología. Por eso toda alteración quirúrgica facial es en el fondo una alteración de la persona en sí (esa máscaraindicada en la etimología del término persona).

Podrá señalarse que la prosa de La comemadre a veces está demasiado pendiente de sorprender en cada frase, o que en alguna aparezca la sombra de un Borges procesado pero distinguible. Preferibles esos riesgos a aquellas prosas que, por miedo a meter la pata, nunca se atreven a variar nada. Es cierto también que las voces de ambas partes, necesariamente distintas, no llegan a separarse del todo; sin embargo, la diferente óptica —científica pretérita o artística contemporánea— con la que se encara el mismo uso desapasionado de los cuerpos logra particularizarlas con suficiencia (amén de que el narrador de la segunda parte deja ver que leyó el texto de la primera; lo conoce, por lo que no sería casual ni mágico que él conforme su propio relato con palabras muy significativamente tomadas del otro. Todo cabe dentro del arte).

La comemadre de Roque Larraquy es una de esas primeras novelas que llevan a apuntar mentalmente el (sonoro) nombre de su autor, para estar atentos a la publicación de sus siguientes obras.

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