No vi Horror Express y no tenía idea de su existencia ni de
quién es su director, Eugenio Martín; es más: creo que no la veré siquiera
después de haber leído este hermoso texto de Marcos Vieytes que forma parte de
su primer libro. El "subproducto del cine de terror europeo" queda
definitivamente fuera de mi radar; lo digo sin culpa y sin orgullo. Apartada
esta cuestión de deseos y deberes, debo decir que el texto de Vieytes
justificaría la existencia de la película que no veré. Hay ahí una metáfora del
cine señalada como al pasar, en una intuición genial, en medio de una cadena de
instantáneas sobre la mirada (la mirada de Romy Schneider, la mirada de un
conejo muerto (ver acá)), cada una de las cuales que valen por un tratado de mil
páginas sobre la ontología de la imagen cinematográfica. Una serie de
asociaciones, lícitas o ilícitas, autorizadas por la vida de la escritura.
Vieytes no hace un libro de crítica cinematográfica; tampoco
creo que sea muy precisa la etiqueta del subtítulo: Fragmentos de un diario
crítico. Al menos yo no encuentro un diario. Hay sí una apuesta por la
contingencia de la escritura, un escrutar la mirada, por el rebote
aparentemente caprichoso de una memoria cinéfila capaz de lograr una
iluminación a partir de la secuencia de un subproducto del terror europeo. La
cinefilia que Marcos escribe no es la de un culto esotérico que se erige en
contra del mundo, así como su crítica tampoco es el Tribunal de la Razón
Cinematográfica ante el cual hace comparecer a cada película. No hay Juez ni
Sistema, pero tampoco se trata de un mero montón de ocurrencias. Hay una trama
urdida desde la inquietud de la pasión por el cine como parte de la experiencia
vital: un cine que ayuda a ver el mundo escribiendo la mirada. No ideas, diría
el Godard de Adiós al lenguaje, sino metáforas. Por eso creo que el libro
Subjetiva de nadie, con su apariencia de ensayo acerca de la experiencia
cinéfila interferido por poemas y relatos autobiográficos, es más una novela
que otra cosa.
Un texto notable que atestigua que hay vida para la
escritura cinematográfica, más allá de la liturgia vaciada de las reseñas y del
gesto pendenciero de las camarillas. No está solo: lo acompañan textos tan
distintos y tan productivos como los de Nicolás Prividera (El país del cine),
los de Roger Koza en Ojos Abiertos, los de Emilio Bernini en Kilómetro 111 o
los de José Miccio acá nomás. Un momento extraño y promisorio de eso que alguna
vez se llamó "crítica cinematográfica" y hoy ya no sé cómo.
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