Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog en Radar
Por Mariana Enríquez
Para Werner Herzog, como para toda su generación de
cineastas, Lotte Eisner era el faro, la maestra, la mujer que les dio
legitimidad. En la laudatio que escribió en ocasión de la entrega del premio Helmut
Kaütner (y que Del caminar sobre hielo incluye como epílogo), Herzog dice que
Eisner es la conciencia del Nuevo Cine Alemán y repasa la vida de esta mujer
fascinante: pionera de la crítica de cine, firma ineludible de Cahiers du
Cinéma, autora del fundamental La pantalla demoníaca y de libros sobre F. W.
Murnau y Fritz Lang que son considerados clásicos. Eisner escapó del Tercer
Reich a Francia en 1933 pero fue atrapada durante la guerra y detenida en un
campo de concentración de Aquitania, en el que sobrevivió. Trabajó cuarenta
años en la Cinémathèque Française junto a Henri Langlois y restauró miles de
películas. Y, sobre todo, su departamento en París era lugar de reunión
constante de jóvenes, especialmente de jóvenes cineastas alemanes que la escuchaban
con devoción y disfrutaban de su calidez (Wim Wenders, por ejemplo, le dedicó
Paris, Texas). Herzog explica: su generación es una generación sin padres. Está
quebrada por el horror del nazismo. El puente histórico-cultural para conseguir
la legitimidad como cineastas se lo dio Eisner. Una vez ella le dijo:
“Escúcheme, la historia del cine no les permite a los jóvenes realizadores
alemanes como usted que se den por vencidos”.
Ese invierno de 1974, cuando Lotte Eisner se enfermó
gravemente, a Herzog se le antojó una fecha demasiado temprana para la muerte
de esta mujer que estaba ayudando a la (re) construcción de una nueva cultura
alemana. Por eso, en un impulso, decide ir a visitarla caminando: a pie desde
Munich hasta París, donde ella vive. Un exorcismo para alejar la muerte. Si uno
hace un sacrificio impresionante, un sacrificio que es como un grito, los
dioses escuchan. También si se siguen las reglas más o menos rígidas del
ritual. Así, Herzog decide visitar a Lotte Eisner como peregrino y en la línea
más recta posible. Cree que, si lo logra, Eisner vivirá. Y sucede lo que
típicamente le sucede a Herzog, un hombre que construye su mitología personal
con la ayuda de la intuición, la suerte y su enorme talento: Eisner vive, y
vivirá nueve años más. El joven peregrino invernal e intenso salva a la anciana
sabia.
Del caminar sobre hielo (Entropía, traducción de Ariel
Magnus) se escribió como diario en noviembre y diciembre de 1974 y se publicó
cuatro años después. Tiene el “tono Herzog”, casi siempre lúgubre, romántico y
salpicado de breves epifanías, destellos de luz e incluso de humor. Es un libro
hermoso y a veces onírico: por momentos, éstos podrían ser los diarios de
Rimbaud, el poeta que alguna vez también recorrió Europa a pie –aunque él lo hizo
por motivos misteriosos y con un frenesí más feroz–. Y se ubica en la obra de
Herzog a la perfección. Gran parte de la filmografía herzoguiana trata su
obsesión por el hombre contemporáneo ubicado en la naturaleza, no
necesariamente luchando contra ella sino tratando de conquistarla, y siempre la
conclusión es la misma: es imposible hacerlo. Sin embargo, persevera y se
fascina con quienes perseveran. Esta relación obsesiva con la naturaleza está
en los largos de ficción de Herzog y en sus documentales, en las condiciones de
rodaje, en las locaciones, en los temas: los cinco meses de producción de
Aguirre o la ira de Dios (1972) sobre el río Amazonas en la selva peruana: los
actores y equipo abrieron caminos a machetazos y navegaron en balsas
construidas por los aborígenes. Fitzcarraldo (1982) y su barco que hay que
hacer pasar sobre una montaña y el sueño de construir una ópera en Iquitos para
que cante Enrico Caruso. Grito de piedra (1991), sobre una expedición que
escala el Cerro Torre en Patagonia. Hasta Maldito policía en Nueva Orleans,
(2009) donde uno de los protagonistas es el Huracán Katrina: la película está
filmada con gran parte de la ciudad todavía bajo el agua. Y los documentales:
Fata Morgana de 1969, con narración justamente de Lotte Eisner, una visión
particularísima del Sahara con recitado del Popol Vuh; Diamante blanco, de
2004, sobre Graham Dorrington, un ingeniero aeronáutico que sobrevuela la selva
de Guyana tratando de capturar la fauna que vive sobre los árboles
inalcanzables; el extraordinario Grizzly Man, sobre Timothy Treadwell,
activista ecologista amateur que termina su vida comido por los osos que quería
proteger en Alaska; la maravillosa Encuentros en el fin del mundo, sobre esa
frontera de la naturaleza que es la Antártida. Siempre, en cada película,
Herzog tiene algo para decir, y siempre negativo, sobre esa naturaleza inasible
en la que se sumerge una y otra vez: “Lo que me perturba”, dice en Grizzly Man,
con su hermosa voz grave y su inconfundible acento alemán, “es que en las caras
de todos los osos que Treadwell filmó no encontré parentesco, ni entendimiento,
ni piedad. Sólo veo la apabullante indiferencia de la naturaleza. Sólo veo la
mirada ciega que muestra un interés aburrido por la comida”. Y en El peso de
los sueños (1982), el documental sobre Fitzcarraldo, después de que Klaus
Kinski habla del erotismo de la naturaleza, Herzog apunta: “Yo veo obscenidad.
La naturaleza aquí es vil y básica. Sólo veo fornicación y asfixia y
estrangulamiento y pelea por la supervivencia y crecimiento... y veo cómo todo
se pudre. Por supuesto, hay mucha desdicha. Es la misma que está alrededor de
nosotros. Los árboles aquí son desdichados, los pájaros también. No creo que
canten, gritan de dolor... No hay armonía en el universo. Tenemos que acostumbrarnos
a esa idea. Pero cuando lo digo, lo digo lleno de admiración por la jungla. No
la odio, la amo. La amo con locura. Pero la amo en contra de mi mejor juicio”.
Del caminar sobre hielo es el registro de una de las
primeras experiencias de Herzog con ese amor contra la razón, con su
intencional e invocada falta de juicio. Y también de su personal y vagamente
pagana búsqueda de trascendencia.
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