La compra de una vieja libreta de apuntes es el disparador
de la reflexión de Sergio Chejfec sobre la escritura manuscrita, mecánica y
digital y de la relación de escritores y artistas plásticos con la letra
escrita.
miércoles, septiembre 30, 2015
Últimas noticias de la escritura
Por Juan Alberto Crasci para Artezeta
Escribir es el acto de marcar una superficie. Ya sea de
forma manuscrita, con lápiz, bolígrafo, pluma; o de forma mecánica, con
máquinas de escribir, de uso tan extendido en el siglo XX ChejfecTrenhasta
fines de los años ’80. ¿Pero qué queda de esa marca para la escritura
inmaterial, en la que el medio utilizado para escribir es un procesador de
texto? ¿Cómo trabajar allí la idea de marca y de original? Y en la escritura
material (manuscrita/mecánica) ¿son las hojas marcadas por la tinta un
original? ¿Cómo se inscriben, dentro de esa idea de original, las marcas y correcciones
que se realizan sobre un texto mecanografiado o impreso? ¿Cómo se modifica el
acto mismo de escritura –y de pensamiento– dependiendo de la tecnología
utilizada para escribir? ¿Por qué pareciera que algunos escritores nacieron
escribiendo libros –pone el ejemplo de Borges– y otros tienen una relación más
tensa con su propia producción y con su caligrafía –cita el caso de Mario
Levrero–? Estas son algunas de las cuestiones analizadas por Chejfec en Últimas
noticias de la escritura, su reciente ensayo publicado por Editorial Entropía.
El análisis está enmarcado por la anécdota de la compra de
una vieja libreta verde, en una tienda de una ciudad desconocida, sin
atributos, que acompañará a Chejfec a lo largo de muchos años. No podrá
despegarse de ella. La libreta, que fue comprada para llevar a todos lados y
tomar notas, se volverá al mismo tiempo una especie de fracaso o maldición. La
voluminosa libreta verde, de más de 300 páginas, será difícil de llenar y se
transformará así en un acompañante fantasma del escritor, que seguirá
escribiendo en pantalla, o transcribiendo algunas de las notas tomadas en ella
a una computadora.
La compañía de esa libreta a medio llenar será la
disparadora de las reflexiones de Chefjec enchejfec torno a la materialidad de la
escritura, al acto de marcar una superficie, a las tensiones entre original y
copia, el lugar del manuscrito –y del original– en la escritura digital y al
trabajo de artistas plásticos –que escriben, pero no son escritores– con
respecto a la letra, la caligrafía y la corporalidad de la palabra escrita,
sumado el tiempo y la dedicación empleada en la escritura manuscrita.
De una manera sutil, por medio de un ensayo con pasajes de
fluida narración, sin partir de argumentaciones teóricas generales sino de inquietudes
personales y sin llegar a conclusiones grandilocuentes, Sergio Chejfec abre el
camino y analiza la experiencia escrituraria a partir de sus propias
experiencias de escritura. Y los interrogantes planteados por Chejfec resonarán
también en la cabeza de los lectores, que quizás lleguen a cuestionar estas
situaciones internalizadas y naturalizadas, en apariencia tan simples, pero que
merecen ser cuestionadas y revisitadas.
sábado, septiembre 19, 2015
El día que Maiakovski descubrió América
Por Juan Rapacioli para Télam
Mi descubrimiento de América, las crónicas que Vladimir
Maiakovski escribió luego de recorrer Cuba, México y Estados Unidos entre 1925
y 1926, se publican ahora en una nueva edición que revela la sorprendente
mirada anticipatoria sobre la realidad económica, social y cultural de un
continente nuevo para el gran escritor ruso.
Publicado por Entropía y traducido por Olga Korobenko, el
libro presenta la profunda visión de Maiakovski (1893-1930), iniciador del
futurismo ruso, sobre su experiencia en distintos puntos de América: una visita
fugaz a Cuba, un paso por México y una intensa estadía de seis meses en Nueva
York, Detroit y Chicago.
"Necesito viajar. Para mí, el contacto con todo aquello
que respira vida casi constituye la lectura de libros. El viaje emociona al
lector de hoy. En lugar de historias ficticias, supuestamente curiosas, sobre
imágenes, metáforas y temas aburridos, surgen experiencias interesantes en sí
mismas", sostiene el poeta.
Y luego arroja una reflexión sobre los dieciocho días de
océano que lo alejaron de la Unión Soviética, donde ya era un escritor
consagrado: "El océano es fruto de la imaginación. Estando en el mar, no
puedes ver las costas, las olas son más grandes de lo que sería necesario para
disfrutar de ellas, y tampoco sabes qué es lo que tienes bajo tus pies".
"Pero lo que cuenta es la imaginación: saber que ni a derecha
ni a izquierda hay tierra firme hasta el polo, que adelante hay un mundo
completamente nuevo, un segundo mundo, y que debajo tal vez de encuentre la
Atlántida", reflexiona uno de los autores del manifiesto "La bofetada
al gusto del público", de 1912.
En la primera parte del libro, dedicada a Cuba y México, el
autor de Poesía y revolución anota su experiencia en el vapor Espagne:
"Las clases son auténticas. En la primera viajan comerciantes, fabricantes
de sombreros y cuellos, primeras figuras del arte y monjas".
"Gente extraña: tienen nacionalidad turca, sólo hablan
inglés, viven en México y representan a empresas francesas con pasaportes
paraguayos y argentinos", observa en medio del mar.
"Son los colonizadores de hoy, lo peor de la sociedad
mexicana. Siguiendo la tradición de los acompañantes y los herederos de Colón,
que expoliaban a los indios, obligan a las personas de piel roja a deslomarse
en las plantaciones habaneras a cambio de unas corbatas rojas que hacen a los
negros comulgar con la civilización europea", apunta el autor de obras
teatrales como La chinche (1929) y Hablando a plena voz (1930).
Maiakovski, quien junto al artista Aleksandr Ródchenko fundó
la agencia de publicidad Mayakovski-Ródchenko Advertising-Constructor, llegando
a crear más de 150 piezas publicitarias, va más allá de la mera descripción:
reflexiona sobre política, habla de la desigualdad, piensa las relaciones de
poder, se detiene en los objetos, las calles, las construcciones, los modos de
producción, los medios de transporte y de comunicación.
Recorriendo Ciudad de México, el escritor sostiene que
"la excentricidad de la política mexicana y sus rasgos insólitos a primera
vista se explican por el hecho de que sus raíces se encuentran no sólo en la
economía de México, sino también, y principalmente, en las expectativas y los
anhelos de los Estados Unidos".
Con Estados Unidos, país que lo fascina y lo incomoda, es
claro cuando dice que "ni siquiera ocupan toda América del Norte y, sin
embargo -fíjense- se han quedado, apropiado y absorbido los nombres de todas
las Américas".
"Los Estados Unidos se apoderaron del derecho a
llamarse América por la fuerza, con sus acorazados dreadnought y sus dólares,
infundiendo terror en las repúblicas y las colonias vecinas", afirma
Maiakovski, considerado "el poeta de octubre".
Y, con un asombroso sentido anticipatorio, anota que
"cuando la gente ingenua quiere ver la capital de los Estados Unidos se
dirige a Washington. La gente avispada va a una minúscula calle de Nueva York,
Wall Street, la calle de los bancos, la calle que de hecho dirige el
país".
Maiakovski, que se suicidó de un disparo en el corazón el 14
de abril de 1930, configura un libro que refleja una mirada lúcida, sarcástica,
con tanto vuelo poético como rigurosidad histórica, y que parece registrar
todos los aspectos del complejo mundo que vendría, con una potente voz que
llega hasta nuestros días.
martes, septiembre 15, 2015
Érase una vez en América
Alan Pauls lee Mi descubrimiento de América de Vladimir Maiakovski para Radar Libros
Padre del futurismo ruso, hombre de la revolución
bolchevique hasta su caída en desgracia con Stalin, en 1925 Vladimir Maiakovski
viajó a América, si se entiende por tal un breve paso por Cuba y México para
recalar en Estados Unidos. Su objetivo era conocer a fondo el territorio con el
que alguna vez se entablaría una lucha de fondo y sin cuartel, que mucho
después se llamaría Guerra Fría. Entre el espionaje, la bohemia y la
observación admirada, Mi descubrimiento de América es una extraordinaria
crónica de los tiempos que aún estaban por venir.
Promediado Mi descubrimiento de América, después de darse el
lujo de cuerear a Nueva York, cuya burguesía “posee toda la electricidad y come
con velas, como un mago que ha conjurado espíritus que no sabe controlar”,
Vladimir Maiakovski pone el grito en el cielo y denuncia el golpe de
apropiación supremo por el que la palabra “América” pasó a ser sinónimo
“natural” de los Estados Unidos de Norteamérica, ninguneando a sus colegas
hemisféricos y a las otras dos Américas que la razón geográfica recomendaba
incluir. “Los Estados Unidos se apoderaron del derecho a llamarse América por
la fuerza, con sus acorazados dreadnought y sus dólares, infundiendo terror en
las repúblicas y las colonias vecinas”, escribe el poeta futuro-bolchevique,
para quien las palabras son tan un campo de batalla como las calles, la tierra,
los medios de producción o las fronteras. No es casual, pues, que decida
prologar su entrada al territorio norteamericano honrando con su visita a dos
de los vecinos perjudicados por el abuso semántico. En La Habana come coco
verde y una parodia de banana y presta su oreja a las efusiones nostálgicas de
una mecanógrafa de Odessa; en la ciudad de México se pone en manos de Diego
Rivera, asiste a tabernas donde las botellas se descorchan a balazos y calibra
la extravagancia de una historia política que en treinta años acumula treinta y
siete presidentes, treinta de ellos generales.
Sin embargo, no es sólo la solidaridad frente al anexionismo
imperialista lo que explica ese rodeo latinoamericano. En rigor, Maiakovski
pasa por Cuba y México por necesidad, porque su visa para entrar a Estados
Unidos (originalmente de “artista comercial”, gestionada por un amigo ruso, el
pintor y poeta futurista David Burliuk, que vivía en EE.UU. desde principios de
los 20) tarda en llegarle, un contratiempo que ratificaba su ominoso prestigio
de emisario de la revolución pero desaconsejaba todo intento directo de acceder
al país. (Entrará por tierra, por Laredo, y con visa de turista por seis meses,
previo depósito de 500 dólares.) Tal como las describe en la primera mitad de
su crónica, esas paradas, por lo demás, parecen menos un tributo a la América
excluida de América que los aperitivos sabrosos con los que hace boca el
poeta-etnógrafo a medida que se acerca el plato verdaderamente fuerte de la
comida: Estados Unidos, blanco último de toda su curiosidad y, naturalmente, de
sus más aviesas intenciones.
La nota completa, acá
miércoles, septiembre 09, 2015
Alberto Szpunberg, el hechicero del asombro
Christian Kupchik lee para Bazar Americano la poesía reunida de Alberto Szpunberg, Como sólo la muerte es pasajera
El palestino
Edward Said transcribió la transcripción que de un monje sajón ya había hecho
el alemán Erich Auerbach. “El hombre que siente que su patria es dulce, todavía
es un tierno principiante; el que piensa que toda tierra es como la suya, ya es
fuerte; pero perfecto es quien siente que todo el mundo es una tierra extraña.”
Hugo de San Víctor escribió esto en el siglo XII, quizá bajo la fuerte
impresión de que esa virtud es impracticable, muy posiblemente con el
convencimiento ideal de que la perfección tendrá finalmente un lugar, o mejor
dicho, un tiempo.
Atravesar
las páginas de Como sólo la muerte es pasajera (Entropía, 2013), volumen que
reúne la poesía completa de Alberto Szpunberg (Buenos Aires, 1940) implica un
viaje que se da en muy raras ocasiones y que confirma aquella perfección que el
monje sajón anunciaba.
El texto
que sirve de prólogo –y que con justicia poética pero a la vez con sutil
clarividencia el poeta titula Seré el que seré arranca con unos versos en
yiddish que su padre cantaba marcando el ritmo con la mano. Su madre, en
cambio, preparaba en la cocina del viejo conventillo una ensalada que incluía a
Chopin, Angelito Vargas, el jazán Pinchik y el coro del Ejército Soviético. El
mismo texto se cierra con un verso exiliado de cualquier poema y que sirve de
mercurio para comprender el derrotero de Szpunberg: “Como quien nace, la última
trinchera es uno mismo”.
La nota completa, acá.
Viaje al corazón salvaje
Martín Jali lee Del caminar sobre hielo para Esto no es una revista
Lo único que parece importar, en Werner Herzog, es el
instinto, entendido desde su matriz animal pero también inflamado por su
peculiar falta de juicio, por cierto paganismo religioso, por un extravío
programático. Como si todos, en este mundo feroz, violento y desordenado,
acecharan. Por eso su encanto rabioso y esa propensión tan suya hacia las zonas
salvajes del corazón humano. A Herzog no solo le disgustan los estudios por su
particular mirada corporativa, sino por su adoctrinamiento sensible, por su
acartonamiento, por el artificio y el molde. Como si no hubiera maneras, o cada
uno, para convertirse en artista, escritor, músico o cineasta, debiera
encontrar las propias. Por eso la recorrida vital y el aprendizaje no se
alcanzan desde la academia, sino a través del cruce de fronteras. Para el
director alemán la clave del proceso creativo reside en las dificultades, mejor
si son mayores, más profundas y excesivas, a las que somete su cuerpo, su
visión, su sensibilidad e inteligencia a la hora de proyectar un film. Una
pregunta: ¿A Herzog le importa el dinero? A medias: lo necesita para hacer
películas, no mucho más.
Los decorados, las escenografías, la caustica comodidad de
los interiores de plástico y metal, no sirven. Herzog necesita meterse en la
selva, ponerse en peligro. El instinto de supervivencia funciona para sí mismo,
para su proyecto, pero también para la posterioridad que ansía: sus películas,
y el mito de sus películas, valen tanto por sus logros en la pantalla como
también por lo que ocurrió en el detrás de escena. Por eso los intelectuales lo
adoran, por eso siempre mencionan sus películas. Es un Aira que, en lugar de
escribir con caligrafía hermosa en pequeños cuadernos rayados, pone en riesgo
su vida. Y lo mejor: sobrevive. Así, Herzog se mete en las cavernas antiguas
donde nuestros antepasados se congelaron, sueña con camaleones, se obsesiona
con un hombre que convivía con los osos y muere destrozado por sus garras.
En Conquista de lo inútil (Entropía, 2004, con formidable
traducción de Ariel Magnus) anota sus impresiones durante la filmación de
Fitzcarraldo. Más que diario de cine, es un diario de cómo la vida en la selva
penetra el corazón de un director de cine. Pero entonces: ¿qué lugar ocupa la
literatura? Editorial Entropía acaba de editar De caminar sobre el hielo, un
diario que Herzog escribió en noviembre y diciembre de 1974 – sorprendentemente
jamás editado en español – cuando cruzó la distancia que separa Munich de Paris
en una suerte de caminata delirante y mística: Herzog creía que, de lograrlo,
salvaría la vida de LotteEisner, la guía y maestra de aquella generación de
cineastas alemanes. Lo logró: atravesó los paisajes desolados de Europa para
llegar a Francia con sus pies deshechos. LotteEisner viviría nueve años más. Su
prosa es oscura, brutal, por momentos alucinada. Casi todo parece un delirio
onírico pero, a la vez, realista.
En Conquista de lo inútil, Herzog escribe: “Cuesta acometer
este trabajo, esta enorme carga de los sueños. Sólo los libros dan algún
consuelo.” Y también ha dicho, como un consejo fatal y hermosísimo para sus
aprendices, que se multiplican cada año: "Viajen a pie, el mundo se deja
comprender para los que caminan. Esto tiene mucho más valor que pasar cuatro
años en una escuela de cine. Manténganse alejados de los Estudios. La Academia
es el enemigo. Va a matar sus instintos. En lugar de ir a la escuela trabajen
como chofer de taxi o como guardaespaldas en un club porno, hagan lo que sea
para ganar el dinero para hacer películas. Pero sobre todo lean. Tienen que
leer. Lean y lean y lean. Pero no teoría del cine: lean poesía, libros que
enseñen sobre la profundidad del mundo. Si no leen, nunca serán
cineastas".
¿Cómo no enamorarse de Herzog? ¿Cómo no querer ser él mismo,
y sufrir por no conseguirlo? ¿Cómo no sentir el embate de los sueños y querer
alcanzarlos, dejando todo en el camino para perderse en aquel universo salvaje?
Herzog lee, escribe, argumenta que la lectura es esencial en
la formación creativa. Pero se dedica a filmar, trabaja en un arte concebido a
través de máquinas, donde todo es copia. Busca la verdad y el salvajismo, y
filma en 3D, y da conferencias que pueden seguirse vía streaming en todo el
mundo, y llega a Río de Janeiro, y, en la jungla, no sabe cómo resolver un ataque
de caimanes que ha devorado parte de sus rollos de filmación. Herzog, entonces,
apela al instinto, confiando que todo, tarde o temprano, se resolverá, y si no
es así, mejor, tomará otro rumbo.
Cuando narrar las grandes ciudades y la vida en ellas alcanza
un nivel de saturación estético que linda con lo imposible, Herzog va a la
periferia, cruza las fronteras, viaja al futuro, donde el paisaje se desgrana
de urbe para potenciarse. De nuevo: ¿Cómo no querer ser Herzog, y sufrir por no
serlo?
lunes, septiembre 07, 2015
Entrevista pública a Sergio Chejfec en Eterna Cadencia
La escritura como representación de un pensamiento.
Por Patricio Zunini
El martes pasado Sergio Chejfec participó en una entrevista
pública aquí, en Eterna Cadencia, en la que habló de su nuevo ensayo Últimas
noticias de la escritura (Entropía). Dado que sus respuestas fueron intensas,
complejas y muy luminosas de su espíritu y objetivos, creímos conveniente
quitar mis preguntas en la desgrabación, dejando sólo la voz de Chejfec. El
efecto, paradójicamente, intensifica la vocación conversacional del autor.
Aquí, la entrevista completa.
A propósito de dos visitas al Teatro Colón
Leonardo Sabatella comenta para el Blog de Eterna Cadencia la adaptación teatral del cuento "Deshacerse en la historia" de Sergio Chejfec, incluido en Modo Linterna (2013)
Si es cierto que se canta lo que ya no puede decirse (la
idea se la adjudican a Fassbinder), las recientes adaptaciones de El limonero
real y Deshacerse en la historia, de Juan José Saer y Sergio Chejfec
respectivamente, que pudieron verse hace días atrás en el Centro de
Experimentación del Teatro Colón, nos enfrentan a puntos ciegos y relecturas, a
zonas inestables, pero sobre todo a una pregunta, quizás implícita, que es por
la literatura y sus cruces, sus formas de traducción a otras disciplinas, pero
también sobre su expansión.
[...]
[...]
Las adaptaciones parecieran funcionar en oposición. Una con
libreto del autor del texto original (Chejfec se encargó de la versión de su
propio relato, que mutó al nombre Teatro Martín Fierro) enfatiza los rasgos de
identidad, la escritura como una representación posible de una deriva mental,
de la formación de un pensamiento. En el caso de El limonero… se trata, más
bien, de efectuar cierto recorte, de mostrar una lectura posible de la novela y
dejar que la ópera se hace cargo de los momentos más oscuros del libro (esos
momentos en los que se enfrenta la imposibilidad de seguir diciendo). En ambas
obras estamos frente a estrategias deliberadas sobre el material. Ninguna de
las dos reduce el libro a un ingenuo nivel verbal ni lo ciñe a la dimensión de
la historia o el motivo de su narración. Esto hace posible una exploración de
las escrituras, que sean abordadas y problematizadas por otros soportes. Casi
al modo de lo que entendía Roland Barthes por lectura crítica, aquella que
completa y expande el sentido del texto.
Las imágenes de Eduardo Stupía en Teatro Martín Fierro,
precisas y esquivas al mismo tiempo, casi todas en blanco y negro, son imágenes
que parecieran provenir de un viejo archivo de recortes personales que recuerda
a sus collages; figuras que pertenecen a una misma especie. Las proyecciones en
la que se ven los trazos que se arman y desarman del pincel de Stupía, que se
contraen o se licúan, nos hablan de la fragilidad de la representación, de su
carácter de transformación en el tiempo. Quizás no haya mejor forma de
representar el tiempo que la de ver un pintor, cómo el tiempo se expande y se transforma
en una tela. Los trazos de Stupía, similares a una grafía, parecen reescribir
en el plano pictórico la puesta dramática, en un juego de ecos y resonancias.
En el caso de Teatro Martín Fierro está basado en un relato
de 20 páginas, mientras que El limonero real es una novela de más de 200 (al
menos en la edición del Centro Editor de América Latina, seguramente sus
reediciones, con mayor cuerpo de letra, superen las 300) pero ambas en el
escenario terminan contando con una duración similar. El tiempo y la extensión
de la literatura parecieran desintegrarse frente al dispositivo teatral que les
impone sus propias reglas.
[...]
Las dos puestas quizá tengan su mayor acierto en haber
acentuado su carácter de representación. Principalmente con la explicitación de
un narrador o una voz en off pero no únicamente. En el caso de Teatro Martin
Fierro también a través de cierta operación en la cual los actores-lectores dan
cuenta de su condición, desaparece la acción y es reemplazada por un testimonio
indirecto o una serie de reflexiones de y sobre otro (Martín Fierro). Asistimos
a una especie de sesión de logopeia, ese modo que Pound decía que adoptaba la
poesía cuando era “una danza del intelecto entre las palabras”.
Un efecto de ambas puestas probablemente sea un regreso al
libro, a los libros. La relectura no para poner a prueba lo que se ha visto
(esa condición de juez o inspector quizás encarne el empobrecimiento de un
lector) sino porque, como cita Chejfec a Saer, la literatura puede cambiar la
experiencia. Entonces, adaptación y relectura generan un efecto sobre lo que la
literatura ya ha transformado, un efecto secundario, contraindicado, colateral,
una onda expansiva.
El año de la peste
Por Fernando Krapp para Radar Libros
Tres relatos unidos por un clima gótico y por la peste de la
fiebre amarilla en Buenos Aires, hacen de Las esferas invisibles una propuesta
muy apropiada para explorar y discutir la frontera entre novela histórica y una
narrativa más ambigua y rica alrededor de los bordes reales de una época
pretérita.
Las tres nouvelles (o cuentos largos) que componen el nuevo
libro de Diego Muzzio son un festín para el lector cultivado. Ya desde el
corpus de citas que el autor elige, Herman Melville (de quien toma prestado el
título), Joseph Conrad, Rudyard Kipling y Wilkie Collins. Y también las
referencias que se respiran en los relatos, Daniel Defoe (en Diario del año de
la peste), los cuentos fantásticos de Iván Turgueniev y Guy de Maupassant entre
las referencias del género como Poe, Lovecraft (aunque este último no tanto, en
verdad), y otros maestros del gótico. Todo parece indicar que la propuesta de
Muzzio se ancla más bien en un homenaje a una determinada literatura (gótica,
fantástica) y que la radicalidad de su gesto se esconde en la muñeca que empuña
para enhebrar de un modo invisible su clasicismo. Dicho sea de paso, “corpus”
es una palabra que define muy bien al libro, en todo sentido.
Cuando se leen las primeras páginas resulta imposible no
preguntarse ¿cómo no se le ocurrió a nadie antes (aunque seguramente estará ya
el grito en el aire de que Evaristo Carriego y Lucio Masilla escribieron sobre
el tema)? Sin duda, la época de la peste amarilla que asoló a Buenos Aires en
las últimas décadas del siglo XIX es muy tentadora para hacer volar la
imaginación; cuerpos tirados en las esquinas de la ciudad en vías de
desarrollo, gente que huye, el Mal disuelto en el aire. Muzzio propone, sin
embargo, hablar tangencialmente de la peste como si fuese un leit motiv que le
permite unificar temáticamente las tres nouvelles, de ahí el título: tres
esferas que pivotean de un modo invisible en un momento determinado. En el primer
relato, un hombre convaleciente le narra a un cura una maldición en un fortín
al sur de la Argentina. En el segundo, dos usurpadores de ataúdes deben salir a
la captura de uno en especial. Y en el último, “La ruta de la mangosta”, el más
logrado de los tres, un fotógrafo de muertos captura con su cámara el instante
final, el aura de la muerte, el narrador lo llama “lúmina”, y que mezclado con
el opio (para su consumo personal y de una mujer que lo cautiva) le permite
vivir un estado de ensoñación y juventud mentirosa.
Muzzio no se mete en los datos pormenorizados de un
determinado hecho del pasado, como sí lo haría una novela histórica, sino que
busca bordear con un hábil manejo de los resortes narrativos los espacios
oscuros para buscar crear posibles ficciones desde ahí. Muzzio conoce sus
recursos (el hecho de que haya escrito varios relatos para chicos no es un dato
menor) y elige una claridad, por momentos barroca pero precisa, para construir
un ritmo narrativo. De ahí también la forma de la esfera; el lenguaje de Muzzio
es anacrónico, por momentos actual, por momentos literario, por momentos de
diccionario. Los personajes “copulan” o se paran en un “escaparate”, pero se
hablan entre sí de un modo coloquial, con giros bastante actuales. El dilema vuelve
a ser el mismo: la literatura como invención de una lengua que permita nombrar
un hipotético pasado, o el pasado como una clave para construir una literatura
acorde con exigencias predeterminadas (la novela histórica que todos
conocemos). Muzzio se ubica cómodamente en el medio de esas dos corrientes: por
un lado busca una lengua para trazar puentes hacia el pasado, pero no desdeña
del rigor narrativo. Sin embargo, no idealiza el pasado con momentos de
heroísmo erótico gauchesco como podría hacerlo la novela histórica del mercado
que todos conocemos sino que hecha una luz quemada, por así decirlo, a aspectos
oscuros que por alguna razón la literatura argentina contemporánea de cada
época prefirió evitar. Si bien la peste es un hecho de decadencia social,
Muzzio se mete en sus detalles. Y como toda literatura, ¿no termina enunciando
de algún modo nuestro presente? No por nada el último relato de Las esferas
invisibles termina a principios del siglo XX apoyándose así en un momento
bisagra de la Historia argentina, que deja atrás la marca oscura de la década
de los setenta (del siglo XIX), en una Buenos Aires que el narrador ya no
reconoce, pero cuyas cenizas quedan metafóricamente ocultas en la forma trunca
de unos árboles como metáfora de una genealogía por venir.
jueves, septiembre 03, 2015
Subjetiva de nadie, de Marcos Vieytes
Por Carla Leonardi para Caligari Revista Cultural
Conocí a Marcos Vieytes como docente en sus cursos de cine y
siempre me asombró su aguda capacidad para extraer de un fragmento de una
película nuevos sentidos que enriquecían mi mirada.
La sorpresa fue mayor cuando entré en las páginas de
“Subjetiva de nadie”, su primer libro. Esperaba encontrar una compilación de
reseñas o textos sobre películas o ensayos de corte académico sobre crítica de
cine. En lugar de eso encontré que la belleza poética de las imágenes copula
allí con la poesía de las palabras.
El libro se compone de cinco partes: “La hora de la
religión” (atravesada por su educación religiosa donde expone la genialidad de
que “El cine lo inventó Dios”), “Subjetiva de nadie” y “Crónica de la intermitencia”
(fragmentos de escritura que hacen eje en la mirada), “El sexo de La Cosa”
(donde la imagen se vuelve carne y goce) y “La comedia cósmica” (donde se
detiene en el cine de Herzog, Buñuel, Mizoguchi y Álvarez)
En el camino de lectura uno atraviesa múltiples referencias
a películas, que probablemente el lector
no haya visto en su totalidad; pero el particular estilo de Vieytes logra
transformar, lo que podría ser un obstáculo o experimento tedioso, en placer
estético.
El autor pone a dialogar películas o directores entre sí,
intercala anécdotas personales, micro-ficciones y pie de páginas, que más que
aclaraciones, son bellas y crípticas poesías. A esta altura uno podría
preguntarse: ¿Qué es “Subjetiva de nadie”? ¿Un libro sobre crítica de cine? ¿Un
diario biográfico? ¿Un libro de poesía?
Y poco importa la respuesta. Yo diría que “Subjetiva de
nadie” es una experiencia literaria, donde se respira el placer del juego y en
la cual la ruptura, cada vez, del género donde podría ser clasificada; se
vuelve la huella distintiva de su autor.
Uno descubre allí trozos y trazos de escritura que, al modo
de un entramado o borde; logran transmitir la pasión por el cine como un modo
de vida.
En palabras del autor: “Ya no discierno lo que escribo, sólo
líneas irregulares que llenan la hoja de izquierda a derecha. Ya no sé si
escribo con el corazón, con la cabeza,
con ambos o con ninguno. Es el cuerpo solo el que escribe ahora y soy
feliz como nunca, y aunque feliz es una de las palabras más traicioneras que
existen, no me arrepiento de haberla escrito.”
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