Leonardo Sabatella comenta para el Blog de Eterna Cadencia la adaptación teatral del cuento "Deshacerse en la historia" de Sergio Chejfec, incluido en Modo Linterna (2013)
Si es cierto que se canta lo que ya no puede decirse (la
idea se la adjudican a Fassbinder), las recientes adaptaciones de El limonero
real y Deshacerse en la historia, de Juan José Saer y Sergio Chejfec
respectivamente, que pudieron verse hace días atrás en el Centro de
Experimentación del Teatro Colón, nos enfrentan a puntos ciegos y relecturas, a
zonas inestables, pero sobre todo a una pregunta, quizás implícita, que es por
la literatura y sus cruces, sus formas de traducción a otras disciplinas, pero
también sobre su expansión.
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Las adaptaciones parecieran funcionar en oposición. Una con
libreto del autor del texto original (Chejfec se encargó de la versión de su
propio relato, que mutó al nombre Teatro Martín Fierro) enfatiza los rasgos de
identidad, la escritura como una representación posible de una deriva mental,
de la formación de un pensamiento. En el caso de El limonero… se trata, más
bien, de efectuar cierto recorte, de mostrar una lectura posible de la novela y
dejar que la ópera se hace cargo de los momentos más oscuros del libro (esos
momentos en los que se enfrenta la imposibilidad de seguir diciendo). En ambas
obras estamos frente a estrategias deliberadas sobre el material. Ninguna de
las dos reduce el libro a un ingenuo nivel verbal ni lo ciñe a la dimensión de
la historia o el motivo de su narración. Esto hace posible una exploración de
las escrituras, que sean abordadas y problematizadas por otros soportes. Casi
al modo de lo que entendía Roland Barthes por lectura crítica, aquella que
completa y expande el sentido del texto.
Las imágenes de Eduardo Stupía en Teatro Martín Fierro,
precisas y esquivas al mismo tiempo, casi todas en blanco y negro, son imágenes
que parecieran provenir de un viejo archivo de recortes personales que recuerda
a sus collages; figuras que pertenecen a una misma especie. Las proyecciones en
la que se ven los trazos que se arman y desarman del pincel de Stupía, que se
contraen o se licúan, nos hablan de la fragilidad de la representación, de su
carácter de transformación en el tiempo. Quizás no haya mejor forma de
representar el tiempo que la de ver un pintor, cómo el tiempo se expande y se transforma
en una tela. Los trazos de Stupía, similares a una grafía, parecen reescribir
en el plano pictórico la puesta dramática, en un juego de ecos y resonancias.
En el caso de Teatro Martín Fierro está basado en un relato
de 20 páginas, mientras que El limonero real es una novela de más de 200 (al
menos en la edición del Centro Editor de América Latina, seguramente sus
reediciones, con mayor cuerpo de letra, superen las 300) pero ambas en el
escenario terminan contando con una duración similar. El tiempo y la extensión
de la literatura parecieran desintegrarse frente al dispositivo teatral que les
impone sus propias reglas.
[...]
Las dos puestas quizá tengan su mayor acierto en haber
acentuado su carácter de representación. Principalmente con la explicitación de
un narrador o una voz en off pero no únicamente. En el caso de Teatro Martin
Fierro también a través de cierta operación en la cual los actores-lectores dan
cuenta de su condición, desaparece la acción y es reemplazada por un testimonio
indirecto o una serie de reflexiones de y sobre otro (Martín Fierro). Asistimos
a una especie de sesión de logopeia, ese modo que Pound decía que adoptaba la
poesía cuando era “una danza del intelecto entre las palabras”.
Un efecto de ambas puestas probablemente sea un regreso al
libro, a los libros. La relectura no para poner a prueba lo que se ha visto
(esa condición de juez o inspector quizás encarne el empobrecimiento de un
lector) sino porque, como cita Chejfec a Saer, la literatura puede cambiar la
experiencia. Entonces, adaptación y relectura generan un efecto sobre lo que la
literatura ya ha transformado, un efecto secundario, contraindicado, colateral,
una onda expansiva.
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