Christian Kupchik lee para Bazar Americano la poesía reunida de Alberto Szpunberg, Como sólo la muerte es pasajera
El palestino
Edward Said transcribió la transcripción que de un monje sajón ya había hecho
el alemán Erich Auerbach. “El hombre que siente que su patria es dulce, todavía
es un tierno principiante; el que piensa que toda tierra es como la suya, ya es
fuerte; pero perfecto es quien siente que todo el mundo es una tierra extraña.”
Hugo de San Víctor escribió esto en el siglo XII, quizá bajo la fuerte
impresión de que esa virtud es impracticable, muy posiblemente con el
convencimiento ideal de que la perfección tendrá finalmente un lugar, o mejor
dicho, un tiempo.
Atravesar
las páginas de Como sólo la muerte es pasajera (Entropía, 2013), volumen que
reúne la poesía completa de Alberto Szpunberg (Buenos Aires, 1940) implica un
viaje que se da en muy raras ocasiones y que confirma aquella perfección que el
monje sajón anunciaba.
El texto
que sirve de prólogo –y que con justicia poética pero a la vez con sutil
clarividencia el poeta titula Seré el que seré arranca con unos versos en
yiddish que su padre cantaba marcando el ritmo con la mano. Su madre, en
cambio, preparaba en la cocina del viejo conventillo una ensalada que incluía a
Chopin, Angelito Vargas, el jazán Pinchik y el coro del Ejército Soviético. El
mismo texto se cierra con un verso exiliado de cualquier poema y que sirve de
mercurio para comprender el derrotero de Szpunberg: “Como quien nace, la última
trinchera es uno mismo”.
La nota completa, acá.
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