Reseña de la novela de Alejandro García Schnetzer, por Pablo
Potenza para Marcha
Quiroga, la última novela de Alejandro García Schnetzer, parece
completar una trilogía iniciada con Requena (2008) y Andrade (2012). La
decisión de titular con el apellido de los personajes principales y la elección
de los años treinta como marco para las historias ya dan un principio de
sentido conjunto. A esa unidad hay que sumar una sintaxis particular y un
estilo atiborrado de palabras y frases propias de una época reconocible en la
lengua rioplatense. Para “progresar en el arte de la novela” –se recomendaba en
Andrade–, habría que tener “capacidad para distinguir los detalles principales”
y “lucidez para notar lo que carece de importancia”. Esta teoría de la
escritura que, en su afán selectivo, limpia y borra sucesos y elementos,
permite explicar por qué las tres novelas de García Schnetzer son precisas hasta
llegar a comprimirse sin superar ninguna las noventa páginas.
La opción filológica, entonces, tanto apunta al registro de
la variedad lingüística como al contexto en el que los personajes se mueven.
Juan Quiroga –opuesto a ese otro que resuena en el nombre que le falta:
Facundo– es un ave solitaria que escribe cartas a una amada perdida (¿un nuevo
Adán Buenosayres?) y pensamientos ensayísticos (Contribución a las Odas de don
Leopoldo Lugones), hundido en los fondos del archivo de una biblioteca. Su
anacrónico decadentismo es tal que su propio jefe le recomienda trocar el mundo
de las letras por la circulación del contrabando: de bibliotecario a “mula”, se
dedica a cruzar el Río de la Plata ida y vuelta entre Buenos Aires y
Montevideo, en épocas donde los artículos importados eran rarezas de colección
y el viaje en barco nunca menor a seis horas.
Novela en tres movimientos –el primero en Buenos Aires, el
segundo sobre el río, el último en Montevideo–, es la parte central la que
concentra los sentidos. Treinta veces ya unió ambos puertos Quiroga cuando
volvemos a encontrarlo sobre el barco, sufriendo su existencia de hombre en
tránsito; ni desterrado, ni afincado, sino víctima anfibia en estado de
lamento: “De nuevo la amansadora de aquel leviatán de lata, la misma anodina
existencia fluvial, de regusto atávico. Qué vida”. El río es la frontera entre
las dos ciudades. Inmóvil en su incapacidad para hacer pasar el tiempo,
despierta el “esplín” que conecta a Quiroga con la cofradía de los veteranos
Fonseca, Maure y Suárez. Los cuatro “bagayeros” no solo comparten el código de
los que están del otro lado de la ley, también se dedican a observar y evaluar
el resto del pasaje, mientras sus propias miserias los empujan a extremos tales
como un intento de suicidio.
Pero la verdadera hermandad está en la lengua. Es allí donde
el hombre desterritorializado puede encontrar una posible identidad. Estos
eruditos de café recrean y asisten a varios registros en distintos niveles,
desde los espacios codificados –el relato de una carrera de caballos, el
anuncio de una película en el cine– hasta la alternancia entre tonos clásicos y
canyengues (“debemos digerir nuestro pasado, cargar con el error monumental que
levantamos, llevarlo a pulso hasta el día que reventemos”), mientras descartan
el voseo, mantienen la distancia formal en el trato y, como francos
coleccionistas, reponen en escena las exactas palabras que necesitan (“Me
explica por qué dio la nota como un desinserto”).
Novela hecha de fragmentos, el ritmo que los combina es lo
que sostiene su estructura. Los concisos párrafos que, en su mayoría, no
superan la mitad de una página, permiten que las cesuras que los separan vayan
armando constelaciones de anécdotas, sentimientos, ideas, encuentros y
desencuentros, rutinas, costumbres, diálogos, consejos, pequeños dramas, breves
heroísmos y amores latentes.
¿Desde dónde se hace la reconstrucción filológica? ¿Dónde
queda el registro, el archivo de una lengua? Seguramente en los medios de
comunicación –en este caso, periódicos, programas radiales, el cine– y, por
supuesto, en la literatura. Quiroga se debate entre dos sustratos: el
preciosismo que inunda al narrador y el habla popular que circunda a los
personajes. El primero se expresa con estilo lugoniano, de acuerdo con la referencia
literaria del protagonista; el resto, como en las películas de los años treinta
y cuarenta. Ambos registros son rígidos, estrictos y perfectos en su
artificialidad: las palabras necesarias son esas y no otras. “Qué son las
palabras sin nuestro asombro”, reza una sentencia que parece aplicarse al
propio autor: Schnetzer busca palabras, las encuentra, las toma, se asombra,
las toca, las saborea y las deposita sobre el texto como mariposas en
exhibición. Solo resta leer, escuchar, evocar, reconocer y admirar.
Quiroga, perdido entre círculos de gente de los que se
apropia para luego separarse, encuentra en Montevideo el final del viaje. La
fiesta popular en la que desemboca, como un carnaval a la vera del río, entre
pseudo-filósofos y aludidos círculos del infierno, completa su paisaje de
soledad hasta ofrecerle la posibilidad de elegir su destino, el único que le
puede hacer honor a su linaje literario.
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