viernes, septiembre 30, 2016

Contar la vida

Valeria Tentoni entrevistó a Romina Paula para el blog de Eterna Cadencia



Una década (y 60 libros en el catálogo de Entropía) después de su primera novela, ¿Vos me querés a mí?, Romina Paula publica Acá todavía. El deseo, el amor, la vida y todas las escenas explícitas –sexuales, mortales– que reflejan ese triángulo.

"Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada": las líneas magistrales con las que Tólstoi abre su Anna Karenina. "Todo lo que se pudre forma una familia", escribió Fabián Casas, más acá en el tiempo y en el espacio.
"Se parecen mucho lo bueno y lo malo a veces”, aparece en uno de los diálogo de Acá todavía, el último libro de Romina Paula (Buenos Aires, 1979). Igual que sus novelas anteriores –Agosto y ¿Vos me querés a mí?– salió por Entropía, ese sello que la editó por primera vez en 2005. Unos 10 años y 60 libros después, el tomo fucsia es el resultado de un proceso de lucha entre la tercera y la primera persona. Ganó la primera, aunque Paula lo explique por la contraria: “Fracasé con la tercera”, dirá en esta entrevista. “Quizás alguna vez tenga una historia que necesite ser contada en tercera, pero acá me imponía la tercera, escribía y se me aparecía la primera”.

Podría pensarse que las preguntas que se aceleran en los tres libros se continúan, aun cuando la disposición no sea lineal; como si las cosas pudieran continuarse superponiéndose. “La perfección no es posible más que en el instante”, sabe –porque lo escribe– Paula, y la espiral que recorre la altura sobre un mismo punto se eleva. Para un lector que las atraviese de corrido, las novelas podrían conformar un tríptico. Uno que se ocupa del deseo, de la sexualidad, de la atracción, de las relaciones de pareja, del amor propio, de la familia y de la soledad. La muerte y la enfermedad, que son también manifestaciones de la vida, funcionan como escenografías, terreno propiciatorio.
También actriz y dramaturga, Paula en estos días se encuentra preparando las funciones de Cimarrón, obra que viene después de Fauna, El tiempo todo entero y Algo de ruido hace. Ahí trabajó con textos de Luciano Lamberti y de Rilke, entre otros.

–Acá todavía se puede leer en juego con tu primera novela, no solo porque comparte escenarios como el Hospital Alemán sino también por las preguntas que se hacen las protagonistas de cada una. ¿La pensaste así?
–No, no la armé así, en función de la primera. Para nada. En todo caso son mis temas recurrentes. Pero probablemente sí vuelven cosas, espero que no de la misma manera. Sí pienso, en ese sentido, que comparten el mismo mundo de preguntas. Que ¿Vos me querés a mí? trabaja mucho sobre la sexualidad y ésta también, bastante. En toda la primera parte de Acá todavía hay una especie de voluntad de reconstrucción del devenir sexual. Anécdotas que son de distintos estadios de la sexualización. En ese sentido quizás sí, es como si ampliara ciertas preguntas de la primera, pero desde la evidencia.

–Esa primera novela había sido apenas la tercera del catálogo de Entropía, sello en el que seguís saliendo. ¿Cómo fue el proceso de producción ahora?
–La última novela, Agosto, la había publicado en 2009. Esta fue mutando. Lo primero que tengo escrito es de fines de 2010, a mano, en un cuaderno. Ahora me doy cuenta de que es un poco de las dos cosas, pero en realidad tenía ganas de escribir la historia de la protagonista, de Rosa y del padre, la historia con la enfermera, tenían un lugar más central en esa versión. De hecho, mi primera idea era: la misma situación, pero invertida. Y, al mismo tiempo, tenía la fantasía de escribir una novela familiar. No sé ni qué significa, pero quería escribir sobre una familia. Y al final, es un poco de las dos cosas, pero ninguna de esas dos a fondo. Por otra parte también vuelvo muy a lo mío con la primera persona, que no le puedo escapar. Creo que la fantasía de esa novela familiar era en tercera, también; una cosa más decimonónica de mirar desde afuera y no, no... Fracasé en eso. Volví a la primera. Me daba cuenta de que arrancaba en tercera y me encontraba escribiendo al rato en primera; mi cabeza me dictaba en primera. Entonces era un poco forzado ir hacia otro lado. Quizás alguna vez tenga una historia que necesite ser contada en tercera, pero acá me imponía la tercera, escribía y me aparecía la primera.

–Se marca, de tu escritura, el paso de lo íntimo a lo universal. ¿Cómo lo ves?
–Es como si no pudiera zafar de ahí. Creo que son cosas que, al ponerlas en palabras, me las termino de figurar; me las pregunto, y es como si al ponerlas en palabras tratara de entenderlas. Ni siquiera puedo decir que escribo lo que me gusta que sea escrito, sino que es lo que puedo escribir. Lo que me dicto. La cadencia, sumado a los temas y a esa primera persona, pero por supuesto que hay partes de acá que se pueden sacar de un diario íntimo y a mí se me borroneó ya también la medida de “esto es lo que escribo en mi diario / esto es lo que escribo en ficción”. Es una especie de malla, entonces lo consciente aparece en la mentira y en la ficción, entrelazado con lo confesional. Eso está creo que en todas, quizás un poco menos en Agosto. Pero tampoco, porque hay algo de esa primera que está tan pegado a mí... Me pasa mucho que me dicen: “Voy por la parte esa que estás en el bar”, como si se tratase de mí y no de la narradora. Pero lo cierto es que, por lo general, las cosas anecdóticas son inventadas.

–Hay otra cosa que vuelve y es el tema de la muerte, que está en las anteriores. La enfermedad, el deterioro. Y el deseo que se activa en esos contextos.
–La muerte siempre está, no sé cómo eludirla, no se puede. Es cierto que hay algo morboso, de alguna manera. Ahora que lo pienso, tal vez está vinculado; sin embargo creo que cualquiera que haya vivido una situación hospitalaria sabe que es un poco así. 

–La pregunta por el deseo reaparece, por cómo se configura.
–Creo que con esta novela ya terminé de preguntarme eso. No solo por la novela sino también por mi edad, por mi momento en la vida; supongo que evolucionaré hacia otras preguntas.

–En el epígrafe, Mekas dice: “La realidad mensurable termina en la punta de nuestros dedos: más allá está el abismo”, ¿cómo juega eso con la estructura del libro en dos partes?
–Las partes se llaman “Todavía” y “Acá”, y lo pensé por algo tan básico como que el “todavía” es alguien que está a punto de morir, que todavía está vivo, y el “acá” es como el presente puro de la segunda parte. La primera parte está escrita como si fuera hacia atrás, retrospectivamente, y la otra es como si fuera: hay algo que empieza, y no tengo idea de qué es esto que empieza. Va en el presente, presente, presente. La primera parte se encarga de cómo es la concepción de la sexualidad con momentos, hitos en la vida de alguien. Con recortes súper arbitrarios de las anécdotas, donde ahí sí hay mucho real, pero en la segunda parte es todo inventado, cosas que no sucedieron. Mientras la iba escribiendo no sabía hasta dónde iba a llegar. Por eso, para mí también la segunda parte tiene algo medio new age.

–Hay una atmósfera lisérgica, pero quizás sea porque está embarazada. Hay una novela, también por Entropía, en la que se puede pensar; El animal sobre la piedra, de Daniela Tarazona.  
–Está buenísima esa novela. Es que sí, es lisérgico tener algo creciendo adentro tuyo. Y los primeros meses no lo percibís; o sea, sí lo percibís por sus síntomas, pero después está toda la construcción de voy-a-tener-un-hijo. Pero, en realidad, lo que está sucediendo son unas células ahí alterando todo. Puede ser parecido al cáncer, de hecho, solo que generando otra cosa. Son también células fuera de control. Y la segunda parte de la novela es un poco ese estado para mí, el de embarazo y a la vez cuando todavía no es nada que puedas observar, cuando es del orden de la fantasía. Cuando empecé a escribir esa segunda parte no estaba embarazada, pero quedé embarazada poco después. Terminé de escribirlo en ese estado. Pero esta novela, a diferencia de Agosto, que sí escribí en orden cronológico, fue escrita en partes que fueron cambiando de lugar.

–¿Cómo fue el proceso de edición?
–Gonzalo [Castro], uno de los editores de Entropía, también es mi amigo y leyó esta novela hace bastante y sobre eso trabajé. Y después, cuando tuve lo que yo pensé era la última versión se las pasé y ahí la leyeron todos; Gonzalo otra vez, Valeria [Castro], Sebastián [Martínez Daniell] y Juan Manuel [Nadalini]. La leen todos. Y ahí cada uno hace sus marcas. Son muy minuciosos y trabajamos mucho, tenemos discusiones alrededor de una frase, atención en todos los niveles de escritura, cambiamos cosas de lugar... Me encanta, me parece fundamental trabajar así.

–Cuando escribís narrativa, ¿en qué se distingue tu manera de trabajar guiones?
–Lo que pasa es que las obras nunca las escribo si no las voy a hacer, no tengo ahí guardadas obras que nunca hice. Al teatro lo escribo para hacerlo. Las últimas tres obras que escribí las hice para los mismos actores, entonces ya tenía esa restricción, la de escribir para ellos, más o menos con los mismos niveles de producción, más o menos con las mismas limitaciones. En el teatro la restricción me ayuda a organizarme. Y ahora la última, la que estoy ensayando, Cimarrón, esa es con otros actores, aunque uno se repite, y esa tiene muchas citas literarias. Ya venía con la familia de las citas, en Fauna sobre todo, pero esta arranca desde la primera escena con un monólogo que es de un cuento de Luciano Lamberti, de El loro que podía adivinar el futuro. También tomé cosas de Carta a un joven poeta de Rilke, o sea que hay mucha intertextualidad. Y es más de ideas esta ultima, pero lo que me preguntabas era narrativa versus teatro: en realidad es un tiempo más acotado el de la escritura de teatro, y es para la escena. Es raro, pero como que la literatura me viene más para el teatro, va a parar más al teatro, y en la narrativa me aparece más algo así como la vida, la necesidad de contar la vida. Lo literario siempre va a parar más al teatro.

–¿Te acordas de la primera vez que fuiste al teatro?
–Seguramente no sea la primera, pero es la primera que recuerdo; me llevaron los papás de unos amiguitos al Colón, era un espectáculo de Pro Música de Rosario. Un grupo de música para niños con instrumentos medievales. Se ve que me impresionó, el lugar también. De chica no iba mucho al teatro, mis papás no eran de llevarme. Lo más vinculado a lo escénico era la comedia musical, en la secundaria, que me encantaba hacerla y me gustaba verla también, me lo tomaba muy en serio. En esa época fui a ver las de Pepe Cibrián, El Jorobado de Notre Dame y Drácula. Salí fascinada.

–¿Tus papás a qué se dedicaban?
–Mi mamá es ama de casa. Estudió educación física primero y cuando nos tuvo, desde ahí, es felizmente ama de casa, muy productiva, ama de casa como las de antes. Y mi viejo era ingeniero. Trabajaba en una empresa, primero, y después solo, vendiendo maquinaria para cementeras, representando a empresas alemanas. De chica me costaba muchísimo entender qué hacia. Si me preguntaban decía: “Vende máquinas”.

–¿Y en tu casa había biblioteca?
–Había una biblioteca pero muy rándom. Pero mi mamá sí nos fomentó la lectura. Todas las noches leíamos, mi mamá nos hablaba, de chicos, en alemán. Nació acá pero su familia es de allá. Todas las noches leíamos libritos, después cuando ya sabíamos cómo leíamos solos. La noche era leer. La televisión no estaba tan bien vista en mi casa, igual se miraba mucha menos televisión por entonces. Ahora que lo pienso, mi mamá probablemente lo haría más por el alemán que por la literatura. Siempre me gustó mucho leer, en la primera adolescencia leía muy desprejuiciadamente, no tenía una bajada de línea de lo que estaba bien y lo que no, así que leía cualquier cosa, lo que llegaba a mis manos. Después empecé a estudiar Letras y me puse careta de lo que está bueno y lo que no. Y ahora, recordándolo, pienso que estaba buena esa cosa de “se puede leer todo”. Mi mamá me compraba libros en el supermercado, por ejemplo, no estaba el prejuicio de “eso no está bueno”.

–¿Y a escribir te acordás cuándo empezaste?
–Escribía de chica, pero casi todas las nenas tienen, creo, ¿no? un diario. Era inconstante.

–¿Ahora mantenés un diario?
–Sí, tengo diario pero no es diario, es más bien que cuando quiero, escribo. Un diario donde van a parar cosas que no tienen voluntad de ficción. Siempre tengo uno de esos cuadernos conmigo, ya son muchos. Hace veinte años que tengo esos cuadernos. Antes usaba los Rivadavia tapa dura, primero con rayas, después blancos, y después me fueron regalando otros. Pero siempre de hoja blanca, porque soy medio obsesiva y ocupo toda la hoja.

–Decías que Acá todavía lo escribiste a mano, ¿no?
–Empezó a mano, sí, a lápiz en un cuaderno. Después lo pasé, que también es un momento de primera corrección. En esa instancia fue cuando se me iban muchas cosas de la tercera a la primera persona.

–Además de escribir, actuás, ¿qué disfrutás más?
–La pregunta por el disfrute es más delicada. No sé si diría que disfruto ninguna de las cosas. Actúo tan poquito que, cuando lo hago, lo disfruto mucho, pero sobre todo que la responsabilidad total sea de otro. Cuando actúo con palabras de otra persona, dirigida por otra persona, es como un alivio. Pero actuar no es algo que podría hacer todo el tiempo.

–¿Disfrutás escribir?
–Por momentos sí, por momentos no. Creo que escribir en sí mismo sí, siempre se disfruta, pero está toda esa cosa alrededor de cuando no podés escribir que te llena de angustia. Está casi equilibrado el no poder con el poder, así que no sé cuál gana.

–¿Te imaginás sin hacerlo?

–No tanto, y creo que casi no estuve sin escribir. También ahora, a esta altura de mi vida, puedo mirar hacia atrás y decir: parece que escribo siempre. No todos los días, por supuesto, pero es algo que a través de los años seguí necesitando hacer.

jueves, septiembre 29, 2016

Falta menos que antes

Tamara Tenembaum escribe sobre Acá todavía, de Romina Paula para La Agenda BA



“Todo el mundo tiene mi edad ahora”, me dijo hace poco una amiga escritora que tiene 37 y escribió, hace poco, sobre tener esa edad. Obviamente es un chiste, pero hay algo de verdad. Muchos de los autores que hace 10 años fascinaban a los que recién descubríamos la literatura argentina contemporánea, a los que empezábamos a pensar en un escritor como un ser de jean y zapatillas que te podés cruzar por la calle o en un bar de Almagro, dejaron de ser jóvenes angustiados de casi treinta para tener, bueno, 10 años más. Algunos de mis escritores favoritos están entre ellos. Pienso en Pedro Mairal y Fabián Casas, por ejemplo, cuyas novelas “adultas” leímos en el último tiempo, y también en Romina Paula (aunque sea más joven que los otros dos), que acaba de sacar novela nueva después de varios años de silencio. Silencio ante todo novelístico: su obra de teatro Fauna, aunque ya parezca un clásico absoluto, es de 2013 nomás. A mí, que los leía a todos ellos de adolescente y recién ahora reconozco los universos y las frustraciones de las que ellos se ocuparon siempre, me resulta muy emocionante leerlos a todos tan sabios, como una luz que espera al final del túnel de los veintilargos. Más allá de la edad que elijan para sus protagonistas, que es un detalle, es evidente (y Romina Paula no es la excepción) que de la literatura y de la vida han tomado lecciones. Lecciones ni lineales ni demasiado claras, pero aprendizajes al fin. Así me senté a leer Acá todavía, y no me decepcionó; ni cerca.

Son menos de 300 páginas (apenas más de 200), pero Acá todavía es para bien o para mal una novela larga; ante todo, porque el lapso de tiempo que cubren esas páginas es bastante breve. El presente de la novela se ubica en la internación por una enfermedad terminal del padre de Andrea, la protagonista y narradora. Digo que el presente se ubica ahí porque, especialmente en la primera parte de la novela, ese punto particular en el tiempo es una especie de banco de arena en el que hacer pie mientras Andrea revive recuerdos y escenas del pasado. Esas escenas ya nos dan a entender que la identidad sexual de Andrea es una parte clave de la novela, y en la segunda parte se revela no solamente como un rasgo de personaje sino como un elemento que mueve la trama (pero esta parte es una verdadera sorpresa así que mejor no arruinarla). Hay algo particularmente interesante que Romina Paula capta en estos flashbacks respecto de la identidad queer, y es esa mezcla entre la certeza absoluta y el estado permanente de pregunta. Es más común encontrarnos, en los personajes gay de la ficción literaria, televisiva o cinematográfica, con uno de estos polos: el gay que siempre se supo gay y el hetero que duda, o el nuevo gay que no está seguro. En la Andrea de Romina Paula aparecen las dos cosas y sin que medie una contradicción, o al menos sin que se acuse recibo de la contradicción: están las escenas de la infancia, el enamoramiento de una amiguita de veraneo (una de mis partes preferidas del libro) y esa seguridad que solo te puede dar el deseo inmediato, no filtrado por las palabras y las categorías del sexo conversado o siquiera concientizado, y están también las búsquedas de la adultez, el reconocimiento de que sí, más allá de las etiquetas, todo es más complejo. Es especialmente interesante también la constelación de relaciones que Andrea arma con los varones de la familia, con su papá y con sus hermanos; Romina Paula captura con mucha honestidad lo contaminado de los vínculos, el punto en que el erotismo y el afecto se confunden de modos que no son patológicos (o al menos no están patologizados).

La voz de Andrea también es uno de los grandes logros de la novela; habría que estudiar en la literatura, y particularmente en la literatura argentina (es un buen tema para una tesis de maestría, por ejemplo, por si algún futuro magíster nos está leyendo) las marcas lingüísticas y estilísticas con la que se producen las voces lesbianas en la literatura. Hay una especie de brusquedad, un desprecio por la suavidad y los voladitos a pesar de que se trate de una prosa con mucho vuelo y para nada “naturalista”: es una prosa literaria pero no afeminada. Esta personalidad se introduce ya al nivel de la sintaxis, del orden de las palabras, de las preposiciones y los conectores que se eligen omitir. Romina Paula trabaja mucho al nivel de la oración, al nivel más micro, pero también por efecto acumulativo: se pueden introducir ejemplos como “Entonces a Dolores prefiero no decirle lo de mis planes de confirmarme en el protestantismo sino que me finjo católica de cepa y digo catequesis y padrenuestro y comunión”, en donde ya se ve esa decisión de usar poca coma, poca pausa y poco adjetivo, pero la voz se construye justamente en la suma de estas pequeñas elecciones. No es un estilo extraño al de Romina Paula pero siento que está exacerbado en Acá todavía.


A medida que avanza la novela el presente va tomando más protagonismo y potencia y las reflexiones se vuelven más accesorias, quizás, salen del centro de la novela: nos la encontramos a Andrea en el medio de una especie de comedia de enredos (aunque sin demasiada comedia) que recuerda mucho, y no solo por los escenarios charrúas, a La uruguaya de Pedro Mairal, con su puesta en escena de las complejidades de la vida contemporánea pero mostrando sentimientos y preguntas antiquísimas detrás de los vínculos posmodernos. Pero a pesar de que los acontecimientos se pongan un poquito más vertiginosos, la novela sostiene hasta el final el ritmo que le da ese título maravilloso, “Acá todavía”. Un “todavía” que refiere un poco al ritmo hospitalario del padre de Andrea, a ese tiempo chicle de las enfermedades (gran decisión la de que la novela no tenga capítulos numerados ni titulados, solamente un par de enters cada grupito de páginas: da esa sensación de “en qué día estamos” que es tan característica de las internaciones largas) pero también a ese momento justo antes de la adultez en el que uno está esperando que pase algo que cambie todo, algo que nos convierta inequívocamente en “gente grande”. Me hizo acordar un poco a “Por ahora”, el título de la serie que protagonizaban los chicos de Cualca y que aludía también a esa sensación de lo transitorio, el trabajo que tengo ahora es transitorio, la pareja que tengo ahora es transitoria, la vida que tengo ahora es transitoria. La novela termina justo cuando está por llegar, quizás, ese evento transformador en la vida de Andrea. Pero el verdadero aprendizaje (y en esto creo que la obra se emparenta con muchas otras obras maduras y sabias) es que no pasa nada: nadie te toca con la varita mágica y te convierte en una persona de verdad, y la sensación esa de que vivís en la antesala de tu vida no es más que, bueno, una neurosis adolescente. Eso que pensabas que era la sala de espera era la vida, y lo que te queda no es muy distinto. Creo que de esa pregunta es que se trata la novela de Romina Paula; y me hace pensar también en esto que escribió Cercas hace poco en El punto ciego sobre las novelas modernas, que glosan y glosan una pregunta para descubrir, al final, que no había respuesta, o que la respuesta estaba en ese desarrollo, en ese persistir sin solucionar.

martes, septiembre 13, 2016

París y el odio, de Matías Alinovi

Reseña de Josefina Sartora para Claroscuro 



El odio hacia París y hacia Francia toda fluye en cada línea de esta asombrosa novela de Matías Alinovi, quien se revela como un gran nuevo novelista. Odio hacia la celebridad instituida de esa ciudad, laudada por tantos, despreciada por el protagonista, suerte de alter ego del autor, quien también es físico, quien también es traductor, quien vivió penurias en París, al parecer. A diferencia de tantos que hemos hecho el peregrinaje cortazariano por París, su personaje  Eladio Marino desmerece la experiencia de Cortázar y su literatura, pero no puede apartarse de ellas. (Un capítulo comienza diciendo “¿Encontraría a Maude?”, parafraseando el comienzo de Rayuela.) No sabemos si por odio genuino, frustración de quien no puede acceder o no está a la altura del mito, o toda una simulación pretendidamente iconoclasta, en una suerte de amor-odio muy personal y logrado.

Su nueva novela (la primera había sido La reja, de alguna manera un homenaje a Casa tomada, justamente, y escrita en verso) atraviesa la historia de ese traductor que involuntariamente sigue los pasos de Cortázar por la Ciudad Universitaria y la Orilla Izquierda, hasta dar con un escritor consagrado. Novela en clave, su personaje Héctor Bianco está basado en la figura de Héctor Bianciotti, escritor argentino miembro de la Academia Francesa, a quien la novela describe detalladamente: homosexual, editor de Gaulemard (=Gallimard), autor de Los páramos plateados (=Los desiertos dorados), ganador del premio Domina (=Femina), amigo de Topi (=Copi), hasta su hundimiento en el Alzheimer. Y hay más claves, que no queremos denunciar.

Pero no es ese el único recorrido: hay un inevitable grupo de amigos bohemios algo decadentes, y entre tantos escritores, todos obsesionados con París, no faltan los robos literarios; hay un sorpresivo descubrimiento de secretas galerías subterráneas que unen la campiña con los túneles de París; y hay un grupo de musulmanes que sembrarán la destrucción y desolación en todo el territorio francés, donde ya no queda ningún mito por rescatar, en una reedición europea muy actualizada de la dupla civilización y barbarie.

Todo esto,  sí, y en una novela breve, que ofrece una escritura maravillosa. El trabajo de Alinovi con la lengua es formidable, similar al del poeta, y es es aspecto más alto de la novela. Su prosa suena evocativa del verso, y no sólo el alejandrino de 14 sílabas, como se encarga de advertir la contratapa. Párrafos enteros tienen una musicalidad, un ritmo, una cadencia que guía la lectura con una fluidez de placer agradecido. Valga un fragmento:
“Tenía que hacer tiempo. Amanecía. Buscó el Sena en el mapa, qué otra cosa, el Sena obligatorio. Había que tomar la rue de Bercy y bajar por el boulevard Diderot. Lo encontró detrás de unas defensas de piedra majestuosas, bajo puentes soberanos, brillando movedizo entre calzadas muy amanecidas y todo era mejor que el agua igual que en cualquier parte. Caminó mirando el río hasta Saint-Michel, bajó al metro.

Y no pensó que había una lección agazapada en el silencio esplendoroso de la piedra: el prestigio como afán de la distancia, algo del orden de un desdén equilibrado. Porque en principio París era el asombro sin un signo definido.”

Damián González Bertolino: "No me siento cómodo con la etiqueta fantástica"

Entrevista a Damián González Bertolino, autor de El increíble Springer.
Por Joel Vargas para Artezeta.




En Uruguay viven 3.286.314 personas. ¿Cómo hacen para destacarse siendo tan pocos? Ganaron dos mundiales y en su tierra nacieron algunos de los escritores más importantes del siglo XX: Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti. ¿Habrá un proyecto ultra secreto de parte del gobierno para potenciar las cualidades de sus habitantes? ¿Hubo un grupo de científicos que en un bunker de La Paloma encontraron la clave del éxito? ¿O es la divina providencia? Sus últimos éxitos son Luis Suárez y Mario Levrero. Una demostración de cómo el fútbol y el arte manejan diferentes tiempos y, claro, otros presupuestos. Pero no hay que celebrar solo la obra de autores muertos, hay que estar atentos. Un ejemplo, Damián González Bertolino otro producto de esa buena tradición literaria uruguaya ¿o del grupo de científicos aislados en La Paloma?
Bertolino, oriundo de Punta de Este, lleva publicado tres libros, las novelas El fondo (2013) y Los trabajos del amor (2015) y su primera producción, la nouvelle El increíble Springer, editada recientemente en nuestro país por Entropía. A razón de eso, hablamos con él.

AZ: El increíble Springer fue editada en Uruguay en 2009,  se reeditó en 2014 y recién en Argentina se editó el pasado año. ¿Qué cosas nuevas encontrás cada vez que volvés a ella?

DGB: En realidad, cuando termino de escribir un libro, y más cuando se publica, me deshago de él tanto laboral como sentimentalmente. Es un proceso paulatino de indiferencia que me permite concentrarme en pensar y escribir algo nuevo. El hecho de que El increíble Springer se hubiera editado ya varias veces (y hasta cuento una traducción inédita al portugués que tuve que revisar en un par de ocasiones) supone leer nuevamente toda la historia, lo que en general me agobia un poco; pero con este libro existe un nivel de excepción. Como está fuertemente ligado a la relación que tengo con mi padre, no puedo dejar de emocionarme con dos o tres situaciones o detalles que, aunque no estén tan basados en lo que de verdad le ocurrió, me recuerdan a él: su infancia, sus privaciones, la lucha por vivir o por ser aceptado, en definitiva.

AZ: El Increíble… puede leerse como una historia sobre la amistad. ¿Qué es la amistad para vos?

DGB: Sin duda uno de los vínculos más importantes de la vida, solo por debajo del familiar. Tengo pocos amigos, y de hecho no los veo seguido debido a la distancia física, pero esto último me hizo entender que la amistad también es un poco lo que está en el medio de un encuentro y otro, esa forma de mantenerse la idea que uno tiene de alguien cuando no lo ve.

AZ: En una entrevista mencionaste que El Increíble… fue un homenaje a tu padre. Evocas una anécdota de tu padre para crear la nouvelle. En El fondo aparece otra vez en el foco las relaciones familiares. Me gustaría que charlemos un poco sobre el papel importante que juega la familia y la relación padre-hijo en la nouvelle y, sobretodo, en tu obra.

DGB: La familia es una sociedad en pequeño, como todos sabemos. Más allá de que haya amor o no, unos tienen cierto poder sobre otros, y eso a veces puede darse vuelta con el tiempo. Siempre me intriga saber qué es ese último elemento que mantiene unido a un grupo. Debe ser porque en un momento dado mi familia, que fue un grupo estrechamente unido, de pronto explotó. Cada uno se fue para un lugar diferente del mundo, literalmente. A partir de entonces cualquier intento de reunión fue imposible por motivos muy variados. Es significativo que haya escrito El fondo (el recuerdo de lo que fue una familia) cuando ese proceso estaba en pleno desarrollo, y El increíble Springer cuando, justamente, mi padre pasó a ser la única persona de mi familia con la que podía tener una cercanía física regular. Con la escritura de El increíble… cobré conciencia de cuán importantes pasaron a ser las pocas historias que conozco de la vida de mi padre (es alguien muy discreto). Mi padre tuvo una vida extraordinaria, o que al menos así me resulta luego de oírlo. En cierto sentido, siempre lo consideré una suerte de sobreviviente. Llegó de un mundo distinto, de una forma de concebir la vida nada condescendiente, y se negó a repetir las pautas de comportamiento que traía de esa vida. Hay que ser muy valiente y a la vez muy esforzado para hacer algo así. Comencé a darme cuenta de que si quería honrar ese esfuerzo vital, yo tendría que transformarme en la memoria de mi padre a través del trabajo con la escritura. Esa narratividad tan potente que yo percibía en sus historias debía ser salvada. Por supuesto, soy un incordio para él cuando empiezo a hacerle cierto tipo de preguntas. Le cuesta volver al pasado. Pero algunos días, como me ocurrió hace una semana, tengo suerte. Me enteré de que vivió cinco años en Villa Pueyrredón, antes de casarse con mi madre, y que pintaba interminablemente una mansión en Belgrano que pertenecía a un alto funcionario del gobierno argentino de comienzos de los setenta. Luego de superado el esfuerzo monumental de pintar toda la construcción, sus paredes, sus rejas, sus aberturas, etcétera, la señora de la casa decidió que los colores no eran tan de su agrado y mandó repintarlo todo. Si alguien le pregunta a mi padre si se molestó con la actitud de la dueña de casa, él responde: ¡Al contrario! ¿No te gusta comer?

AZ: Te asocian mucho a un realismo contaminado de lo fantástico. Leí en algunas notas que no te sentís muy cómodo con esa etiqueta y que no te interesa la literatura fantástica. ¿Es así? ¿Cómo definirías a tu escritura?

DGB: No me siento cómodo para nada con esa etiqueta. Si bien fui un gran lector de literatura fantástica y escribí hasta más o menos los veinticinco años muchos cuentos que podrían responder con facilidad al manual básico de lo que es un texto fantástico, reniego sin vergüenza ninguna de todo eso. Me resultó un tanto mecánico escribir de esa manera… En cierto modo me sirvió para observar que el misterio de la vida, eso que me intrigaba y perseguía, estaba en otra forma de comunicar las experiencias. Me interesa mucho más la construcción de personajes, algo que no es la prioridad de la literatura fantástica, creo. Pero tampoco me sirve el realismo chato. Me gusta pensar que los sueños, su lenguaje, sus figuras y su lógica, son parte constitutiva de la realidad, porque siento que sucede en mi propia vida.

AZ: Ya que estamos hablando de esa fina línea que existe entre el realismo y lo fantástico,  Felisberto Hernández  fue un explorador de esa frontera.  ¿Es una gran influencia tuya?  ¿Qué libro de él es que más te marcó?

DGB: No lo reconozco como una gran influencia. Lo que ha sucedido es que acá en Uruguay leyeron mi primer libro y creo que hubo como un apuro en ubicarme en algún sitio. Otra vez lo de las etiquetas… Y me pusieron en Literatura Fantástica esquina Felisberto Hernández. Por supuesto que soy el primer agradecido ante cualquier comentario que hagan sobre lo que escribo. Pero no me siento un continuador de su estética ni pienso serlo. Felisberto es un genio de una originalidad suprema. Realmente es único. Su trabajo con el concepto de memoria es estupendo, y sus asociaciones simbólicas son únicas en su género. De lo que escribió, me gusta lo que le gusta a todo el mundo: Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido, Las Hortensias, etc. También me producen una particular fascinación las cartas a su familia de cuando se iba a tocar a pueblos del interior de Uruguay o de la provincia de Buenos Aires.

AZ: ¿Cuáles son tus obsesiones recurrentes?

DGB: No creo tener obsesiones. En cualquier plano de la vida intento rehuirle a todo lo que me pueda atar, esclavizar. De hecho, le tengo pavor a los vicios, a que le sustraigan algo a mi interioridad. A nivel creativo, tampoco me gusta anclarme en lo mismo. Me interesa pasar de un registro o tema a otro. La inseguridad creativa me parece fértil.

AZ: ¿Cómo definís el panorama actual de la literatura uruguaya?  ¿A qué autores recomendás?

DGB: Para los narradores de mi generación, digamos los que nos formamos sentimentalmente en la reapertura democrática y que hoy tenemos entre treinta y cuarenta años, se trata de un período muy estimulante. No sé si hubo desde la dictadura otra generación que recibiera por parte de un sector importante del público y de los medios, tanta atención. Hay un interés especial acerca de lo que estamos escribiendo y se nos lee de inmediato. Creo que eso se debe en parte a los distintos que somos. Hay algo de policromático en todo el conjunto. Y si no, basta comparar las prosas y los intereses de narradores como Manuel Soriano, Valentín Trujillo, Rodolfo Santullo, Martín Bentancor, Martín Lasalt, Fernanda Trías, Horacio Cavallo, Fernández de Palleja, Ramiro Sanchiz, Pedro Peña, Martín Arocena o Natalia Mardero, por nombrar algunos. Pertenecientes a generaciones anteriores son muy interesantes los libros de Roberto Appratto y Gustavo Espinosa, también.

AZ: ¿En qué estás trabajando?

DGB: Estoy muy próximo a terminar un libro de memorias cuya estructura o dirección está dada por la forma en que desde niño me fui aproximando al fenómeno del lenguaje. Se llama El origen de las palabras. Al principio, fue un libro en el que iba a escribir sobre unas veinte palabras, la historia íntima de esas veinte palabras, digamos. Después comenzó a transformarse en algo más amplio, es decir la historia de cómo me di cuenta de que quería ser escritor y cómo eso a su vez se vinculaba con mi familia, el modo en que mis padres habían luchado contra lo peor de la vida. Por último, me descubrí además escribiendo sobre el lugar en el que me crié, un barrio muy humilde que se formó con gente que llegó de partes muy diversas del país, tipos humanos que están desapareciendo. La escritura se transformó, página a página, en un homenaje, un rescate. Se trata de personas que se sobreponen todos los días a situaciones terribles. ¡Y uno llorando por la página en blanco!

jueves, septiembre 08, 2016

Alinovi incendia París

Una lectura de París y el odio, de Matías Alinovi. Por Guillermo Roz para Soñamos España



Hay relatos que son como un relámpago en un campo oscuro: sirven para dejar iluminados ciertos perfiles de animales, fantasmagóricos en una breve eternidad. París y el odio (Editorial Entropía, Buenos Aires, 2016) es el relámpago que inventa Matías Alinovi, quien ya había sorprendido a la literatura en castellano con su novela anterior La Reja, para eternizar y dejar a la vez en la oscuridad, un círculo de ciertos personajes de la cultura argentina que pasaron parte de su vida en la capital francesa.

Tres historias se cruzan y se tocan: un joven argentino pretendiente a escritor pero profesional de la Física, un autor glorioso y ridículo a la vez, y un proyecto arqueológico desmesurado y surrealista. Así, todos mezclados, en medio de un París por momentos elevado a la categoría de mito y por otros vulgar y embustero, las viejas glorias argentinas se dejan llevar por la prosa de Alinovi. Alinovi, que bebe de Saer y de Cortázar y de Copi y de ninguno, compone un fresco de arrabal y nostalgia, de sueños rotos y pandillas de desclasados, y de un plan que acabe con la ciudad de Eiffel. Una novela que los mata a todos para revivirlos, y que crece al ritmo de una lengua literaria, la de Matías Alinovi, que arrastra a los lectores hacia el incendio magnífico de una gran literatura.

Testigos del milagro

Una lectura de Los incapaces de Alberto Montero por Antonio Jiménez Morato para el blog de Eterna Cadencia.



¿Qué es una novela? ¿Se ha escrito en estas páginas una, o se trata de otra cosa? ¿Interesa hacerse preguntas como esas? Sobre el primer libro de Alberto Montero, publicado por Entropía, "un segundo extendido de 369 páginas, donde al final tiene lugar todo y nada".

Hay que desconfiar de los embalajes. No sé cómo, a día de hoy, con toda la experiencia que tenemos como consumidores, seguimos cayendo en las trampas del empaquetado. Por ejemplo, hace unos meses la gente de Entropía sacó, bajo el formato novela, así lo dice en la tapa, una frase larguísima, escrita por Alberto Montero y bajo el título de Los incapaces. No, no estoy de broma, se trata de una frase de 369 páginas en la que una voz narrativa se va retorciendo una y otra vez sobre su pasado familiar, sus obsesiones personales, su voluntad de escribir una novela y su incapacidad de concluirla, y, cómo no, sobre sus referentes estéticos a la hora de lanzarse a la escritura de esos conatos de novela. Pues bien, el asunto no es, como algún malintencionado podría pensar, que las buenas gentes de la editorial Entropía nos quieran dar gato por liebre y nos coloquen como novela una cosa que no lo es. Antes de hacer una afirmación tan osada sería obligatorio preguntarse qué es una novela. Nadie lo sabe. Es por ese espíritu proteico por lo que la novela es siempre un género lozano desde que hace unos cuatro siglos la reinventasen Cervantes y quienquiera que escribiera el Lazarillo. Y precisamente por eso ha habido siempre voces, más o menos reputadas, que anuncian el fin del género, queriendo ponerle puertas al campo o encerrar definitivamente el genio en una lámpara que sólo ellos pueden frotar. O sea, Los incapaces puede ser una novela si no quiere leerla de esa manera, o cualquier otra cosa si uno pretende leerla bajo otro prisma. Lo importante, lo verdaderamente determinante, es que es una frase larguísima en la que uno se sumerge gozosamente y que no puede dejar de transitar hasta llegar a ese punto final, el único que hay en las casi cuatrocientas páginas del texto.
Acaso el gran problema, para algunos, de Los incapaces, su adscripción o no el género novelístico, pase por la narratividad de este torrente verbal. Obviamente hay un lecho narrativo que surge de la misma concepción del lenguaje, sucesivo, y del modo en que este se va vertebrando a medida que cobra existencia. De hecho, el que lea la novela, yo sí la considero novela, lo que pasa es que un tipo de novela muy singular, comprenderá que bajo otra perspectiva que no sea la de la acumulación de hechos que sí se trata de una novela plenamente canónica. Esto es, el texto, este monólogo del terapeuta que conforma el cuerpo de Los incapaces, tiene como núcleo un cambio fundamental. Hasta cierto punto podría decirse que estamos ante una novela de aprendizaje, o de logro. Es la primera novela de su autor. O, usando las categorías de Macedonio, su primera novela buena, la primera terminada, la primera en la que, atentos, sucede algo. El narrador, la voz incontinente que se va construyendo, no la que vamos escuchando o leyendo, sino la que se construye ante nosotros, puede finalmente hablar de sus traumas, de su familia, de la escritura y de sus obsesiones hasta completar una frase, hasta cerrar una idea, un pensamiento, que se vertebra en esa extensísima frase de 369 páginas. Meditación compleja, sí, y ardua, que presenciamos de modo simultáneo con su emisor. Somos, como lectores, testigos privilegiados de una epifanía, posiblemente terapéutica, posiblemente fruto del tratamiento psicológico autoimpuesto por el terapeuta a sí mismo a través de la escritura. Digo testigos porque la novela no consiente, no permite, que haya espectadores, entes pasivos que contemplan lo que sucede en la distancia, sin involucrarse en los hechos, es imposible que alguien comience a deambular por esta frase sinuosa, cambiante, sin pasar a formar parte de los hechos, como sucede con los testigos, que se introducen, muchas veces en contra de su voluntad, en el tejido de los hechos. El narrador de Los incapaces, que no es sólo una voz, sino el escenario mismo de los hechos, parte de sus referentes, explícitos, saqueados y citados hasta el delirio, pues nada hay más cercano a la salmodia reiterativa e insistente de la voz con la que se expresa que la del austriaco Thomas Bernhard, profusamente citado, nombrado, invocado en el libro, en especial su primera gran novela, Trastorno, que funde a la voz de Los incapaces como modelo y cianotipo sobre el que vertebrarse. Podría haberse llamado, también, Trastorno, esta Los incapaces, pero no habría sido la misma novela, ya que si hay algo que Montero va también construyendo a lo largo del texto es su obsesión personal, por su familia, por su tierra, por esa esquina del mundo –¿no vivimos todos esquinados, fatalmente esquinados, inevitablemente esquinados, inexplicablemente complacidos en nuestro esquinamiento cuando decidimos dedicarle tiempo  y esfuerzos a escribir y comenzar a poner en duda, tensionar, hacernos preguntas sobre los mecanismos de la escritura?–, que al final le da su tono, su voz, su novela y, lo que es más importante, el destino al que llega cuando toma conciencia de ellos y puede, al fin, escribir un punto con el que cerrar esa anhelante necesidad que lo empujó a escribir.

Porque, y ése es el fin último de la novela, y por eso aparece puesto en evidencia con los síntomas que van emergiendo durante su escritura, es registrar el delirio de la escritura, sus manías –en una computadora o en otra–, sus antojos, que a la postre sea más que una vocación una sumisión de la que no se sale indemne. Todo eso sucede en una frase, en un segundo extendido de 369 páginas, donde al final tiene lugar todo y nada, la hoguera en la que se expían los demonios particulares y también la ceremonia en la que se santifican. Acaso por eso la novela termine por honrar con su título a los que han fracaso, los incapaces de llegar a ese punto final, a lograr escribir, sobreponiéndose al delirio, la transformación, a los que han logrado concluir la terapia en la que se sumergieron tan necesitados de una solución como desconocedores del camino. Un camino que Montero ha, finalmente, encontrado y que sucede frente a los lectores, testigos que pueden dar fe del milagro.