Reseña de Josefina Sartora para Claroscuro
El odio hacia París y hacia Francia toda fluye en cada línea
de esta asombrosa novela de Matías Alinovi, quien se revela como un gran nuevo
novelista. Odio hacia la celebridad instituida de esa ciudad, laudada por
tantos, despreciada por el protagonista, suerte de alter ego del autor, quien
también es físico, quien también es traductor, quien vivió penurias en París,
al parecer. A diferencia de tantos que hemos hecho el peregrinaje cortazariano
por París, su personaje Eladio Marino
desmerece la experiencia de Cortázar y su literatura, pero no puede apartarse
de ellas. (Un capítulo comienza diciendo “¿Encontraría a Maude?”, parafraseando
el comienzo de Rayuela.) No sabemos si por odio genuino, frustración de quien
no puede acceder o no está a la altura del mito, o toda una simulación
pretendidamente iconoclasta, en una suerte de amor-odio muy personal y logrado.
Su nueva novela (la primera había sido La reja, de alguna
manera un homenaje a Casa tomada, justamente, y escrita en verso) atraviesa la
historia de ese traductor que involuntariamente sigue los pasos de Cortázar por
la Ciudad Universitaria y la Orilla Izquierda, hasta dar con un escritor
consagrado. Novela en clave, su personaje Héctor Bianco está basado en la
figura de Héctor Bianciotti, escritor argentino miembro de la Academia
Francesa, a quien la novela describe detalladamente: homosexual, editor de Gaulemard
(=Gallimard), autor de Los páramos plateados (=Los desiertos dorados), ganador
del premio Domina (=Femina), amigo de Topi (=Copi), hasta su hundimiento en el
Alzheimer. Y hay más claves, que no queremos denunciar.
Pero no es ese el único recorrido: hay un inevitable grupo
de amigos bohemios algo decadentes, y entre tantos escritores, todos
obsesionados con París, no faltan los robos literarios; hay un sorpresivo
descubrimiento de secretas galerías subterráneas que unen la campiña con los
túneles de París; y hay un grupo de musulmanes que sembrarán la destrucción y
desolación en todo el territorio francés, donde ya no queda ningún mito por
rescatar, en una reedición europea muy actualizada de la dupla civilización y
barbarie.
Todo esto, sí, y en una
novela breve, que ofrece una escritura maravillosa. El trabajo de Alinovi con
la lengua es formidable, similar al del poeta, y es es aspecto más alto de la
novela. Su prosa suena evocativa del verso, y no sólo el alejandrino de 14
sílabas, como se encarga de advertir la contratapa. Párrafos enteros tienen una
musicalidad, un ritmo, una cadencia que guía la lectura con una fluidez de
placer agradecido. Valga un fragmento:
“Tenía que hacer tiempo. Amanecía. Buscó el Sena en el mapa,
qué otra cosa, el Sena obligatorio. Había que tomar la rue de Bercy y bajar por
el boulevard Diderot. Lo encontró detrás de unas defensas de piedra
majestuosas, bajo puentes soberanos, brillando movedizo entre calzadas muy
amanecidas y todo era mejor que el agua igual que en cualquier parte. Caminó
mirando el río hasta Saint-Michel, bajó al metro.
Y no pensó que había una lección agazapada en el silencio
esplendoroso de la piedra: el prestigio como afán de la distancia, algo del
orden de un desdén equilibrado. Porque en principio París era el asombro sin un
signo definido.”
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