Tamara Tenembaum escribe sobre Acá todavía, de Romina Paula para La Agenda BA
“Todo el mundo tiene mi edad ahora”, me dijo hace poco una
amiga escritora que tiene 37 y escribió, hace poco, sobre tener esa edad.
Obviamente es un chiste, pero hay algo de verdad. Muchos de los autores que
hace 10 años fascinaban a los que recién descubríamos la literatura argentina
contemporánea, a los que empezábamos a pensar en un escritor como un ser de
jean y zapatillas que te podés cruzar por la calle o en un bar de Almagro,
dejaron de ser jóvenes angustiados de casi treinta para tener, bueno, 10 años
más. Algunos de mis escritores favoritos están entre ellos. Pienso en Pedro
Mairal y Fabián Casas, por ejemplo, cuyas novelas “adultas” leímos en el último
tiempo, y también en Romina Paula (aunque sea más joven que los otros dos), que
acaba de sacar novela nueva después de varios años de silencio. Silencio ante
todo novelístico: su obra de teatro Fauna, aunque ya parezca un clásico
absoluto, es de 2013 nomás. A mí, que los leía a todos ellos de adolescente y
recién ahora reconozco los universos y las frustraciones de las que ellos se
ocuparon siempre, me resulta muy emocionante leerlos a todos tan sabios, como
una luz que espera al final del túnel de los veintilargos. Más allá de la edad
que elijan para sus protagonistas, que es un detalle, es evidente (y Romina
Paula no es la excepción) que de la literatura y de la vida han tomado
lecciones. Lecciones ni lineales ni demasiado claras, pero aprendizajes al fin.
Así me senté a leer Acá todavía, y no me decepcionó; ni cerca.
Son menos de 300 páginas (apenas más de 200), pero Acá
todavía es para bien o para mal una novela larga; ante todo, porque el lapso de
tiempo que cubren esas páginas es bastante breve. El presente de la novela se
ubica en la internación por una enfermedad terminal del padre de Andrea, la
protagonista y narradora. Digo que el presente se ubica ahí porque,
especialmente en la primera parte de la novela, ese punto particular en el
tiempo es una especie de banco de arena en el que hacer pie mientras Andrea
revive recuerdos y escenas del pasado. Esas escenas ya nos dan a entender que
la identidad sexual de Andrea es una parte clave de la novela, y en la segunda
parte se revela no solamente como un rasgo de personaje sino como un elemento
que mueve la trama (pero esta parte es una verdadera sorpresa así que mejor no
arruinarla). Hay algo particularmente interesante que Romina Paula capta en
estos flashbacks respecto de la identidad queer, y es esa mezcla entre la
certeza absoluta y el estado permanente de pregunta. Es más común encontrarnos,
en los personajes gay de la ficción literaria, televisiva o cinematográfica,
con uno de estos polos: el gay que siempre se supo gay y el hetero que duda, o
el nuevo gay que no está seguro. En la Andrea de Romina Paula aparecen las dos
cosas y sin que medie una contradicción, o al menos sin que se acuse recibo de
la contradicción: están las escenas de la infancia, el enamoramiento de una
amiguita de veraneo (una de mis partes preferidas del libro) y esa seguridad
que solo te puede dar el deseo inmediato, no filtrado por las palabras y las
categorías del sexo conversado o siquiera concientizado, y están también las
búsquedas de la adultez, el reconocimiento de que sí, más allá de las
etiquetas, todo es más complejo. Es especialmente interesante también la
constelación de relaciones que Andrea arma con los varones de la familia, con
su papá y con sus hermanos; Romina Paula captura con mucha honestidad lo
contaminado de los vínculos, el punto en que el erotismo y el afecto se
confunden de modos que no son patológicos (o al menos no están patologizados).
La voz de Andrea también es uno de los grandes logros de la
novela; habría que estudiar en la literatura, y particularmente en la
literatura argentina (es un buen tema para una tesis de maestría, por ejemplo,
por si algún futuro magíster nos está leyendo) las marcas lingüísticas y
estilísticas con la que se producen las voces lesbianas en la literatura. Hay
una especie de brusquedad, un desprecio por la suavidad y los voladitos a pesar
de que se trate de una prosa con mucho vuelo y para nada “naturalista”: es una
prosa literaria pero no afeminada. Esta personalidad se introduce ya al nivel
de la sintaxis, del orden de las palabras, de las preposiciones y los
conectores que se eligen omitir. Romina Paula trabaja mucho al nivel de la
oración, al nivel más micro, pero también por efecto acumulativo: se pueden
introducir ejemplos como “Entonces a Dolores prefiero no decirle lo de mis
planes de confirmarme en el protestantismo sino que me finjo católica de cepa y
digo catequesis y padrenuestro y comunión”, en donde ya se ve esa decisión de
usar poca coma, poca pausa y poco adjetivo, pero la voz se construye justamente
en la suma de estas pequeñas elecciones. No es un estilo extraño al de Romina
Paula pero siento que está exacerbado en Acá todavía.
A medida que avanza la novela el presente va tomando más
protagonismo y potencia y las reflexiones se vuelven más accesorias, quizás,
salen del centro de la novela: nos la encontramos a Andrea en el medio de una
especie de comedia de enredos (aunque sin demasiada comedia) que recuerda
mucho, y no solo por los escenarios charrúas, a La uruguaya de Pedro Mairal,
con su puesta en escena de las complejidades de la vida contemporánea pero
mostrando sentimientos y preguntas antiquísimas detrás de los vínculos
posmodernos. Pero a pesar de que los acontecimientos se pongan un poquito más
vertiginosos, la novela sostiene hasta el final el ritmo que le da ese título
maravilloso, “Acá todavía”. Un “todavía” que refiere un poco al ritmo
hospitalario del padre de Andrea, a ese tiempo chicle de las enfermedades (gran
decisión la de que la novela no tenga capítulos numerados ni titulados,
solamente un par de enters cada grupito de páginas: da esa sensación de “en qué
día estamos” que es tan característica de las internaciones largas) pero
también a ese momento justo antes de la adultez en el que uno está esperando que
pase algo que cambie todo, algo que nos convierta inequívocamente en “gente
grande”. Me hizo acordar un poco a “Por ahora”, el título de la serie que
protagonizaban los chicos de Cualca y que aludía también a esa sensación de lo
transitorio, el trabajo que tengo ahora es transitorio, la pareja que tengo
ahora es transitoria, la vida que tengo ahora es transitoria. La novela termina
justo cuando está por llegar, quizás, ese evento transformador en la vida de
Andrea. Pero el verdadero aprendizaje (y en esto creo que la obra se emparenta
con muchas otras obras maduras y sabias) es que no pasa nada: nadie te toca con
la varita mágica y te convierte en una persona de verdad, y la sensación esa de
que vivís en la antesala de tu vida no es más que, bueno, una neurosis
adolescente. Eso que pensabas que era la sala de espera era la vida, y lo que
te queda no es muy distinto. Creo que de esa pregunta es que se trata la novela
de Romina Paula; y me hace pensar también en esto que escribió Cercas hace poco
en El punto ciego sobre las novelas modernas, que glosan y glosan una pregunta
para descubrir, al final, que no había respuesta, o que la respuesta estaba en
ese desarrollo, en ese persistir sin solucionar.
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