Carlos Ríos reseña Scalabritney para Bazar Americano
Hay en esta primera novela de Martín Zícari (Buenos Aires,
1989) un efecto encantatorio que le llega al lector como el resultado de un
dislocamiento lírico y argumental, en un fraseo incesante que da cuenta de los
desplazamientos de Martu, un joven universitario, espécimen citadino o “chico
urbano” que se consagra a la amistad, al fluir del presente y al amor entre
pares. En ella importan menos los acontecimientos –sobreabundantes, sean reales
o ficticios– que las modulaciones de un archivo sensible, a medias documental,
caprichoso e irónico, a medias inventado que reproduce Martu con la sagrada
potencia de un diario que se escribe en plena exploración, subido a la bici o
en el colectivo, en la facultad o en el trabajo deplorable, junto a sus amigos
y amigas, en incursiones más o menos salvajes o artísticas, siempre con la
varita de las sensaciones en la mano.
Los hechos, menores, elevados o dramáticos según los acentos
que vaya poniendo Martu (¿Martín?) según sus humores en la clasificación de las
cosas, con una media distancia a la vez crítica, temerosa y dotada de una carga
“perspicaz” –palabra que Martu promete buscar en el diccionario– aparecen en la
nouvelle filtrados por un artefacto hipersensible –una cajita hecha de colores y de música– que
funciona como un acelerador de partículas emocionales, una cajita donde podrían
guardarse un corazón y un set de palabras luminosas que fueran adhiriéndose,
como una piel, al organismo de la novela.
El espectro sensible se derrama sobre los hechos, en
especial donde se reconoce una condición de fragilidad constitutiva a un paso
de lastimar, un lastre con el que ajustar cuentas luego del resplandor
epifánico. Ejemplo: una canción puesta para acompañar el regreso feliz y
radiante en la bici puede aportar tristeza, hacer que la gente que pasa le deje
a Martu “sus pedazos de persona que ellos no querían”. El entorno, de golpe, se
torna amenazante: “Los que pasaban en moto me suspiraban en la nuca, los que
pasaban en auto me tocaban bocina y me encerraban para matarme, los que iban en
colectivo estaban tan en la suya que no se daban cuenta de lo que sucedía
alrededor. Los que manejan están tan pendientes de sus volantes que no ven la
carne, los músculos y los ojos de los demás”.
La de Zícari es una prosa vibrante, plenipotenciaria, cuyo
avance en apariencia errático construye, para sí misma y para quien la escribe,
un sistema de esclusas que contenga y distribuya el impacto de lo real: así lo
pequeño se magnifica, los enamoramientos involucran, en su belleza, el entorno,
los peligros se redimensionan o se aplazan con el poder de la imaginación. Lo
que se sabe sobre el mundo, entonces, resulta de una construcción selectiva. Y
de una escritura poderosa. Luego eso es crecer, entrar en el mundo de otro
modo.
Mientras los amigos y amigas son cuadros más o menos
inmóviles, superficiales o pasivos que funcionan a pares como ciertos
personajes de Kafka, el derrotero de Martu es hacia la profundidad, en un
compuesto caótico detecta el brillo de las cosas y las levanta, hace de un
epifenómeno un momento insuperable de la vida, o sólo superable por algo de la
misma sintonía que venga después, tenga que ver con un chapuzón en el río o con
los efectos de lectura que ocasiona un poema malo. Al mismo tiempo, sobreviene
la sensación de que el mundo podría derrumbarse de golpe, cualquier hecho
insignificante podría empañar todo el conjunto, hacerle daño (y es un daño que
viene de afuera pero ya estaba, de algún modo, en uno).
Perderse en un bosquecito o en una fiesta, imaginar la
película de un paseo en barco, devenir animal artístico o subhumano, ser el
“susanito” que limpia su espacio íntimo para purificarse, en todo caso asentar
un territorio para escaparle a las clausuras del miedo. La decepción, la
tristeza o la escalada depresiva son el fusible por donde el mundo entra para
reconfirmarse como ajeno; Martu se libera de estos embates con las lanzas
resplandecientes de una escritura lanzada hacia adelante, arborizante o
detenida, siempre a metros de la autoprotección.
¿Cómo luchar contra ese mundo que se inclina sobre uno de
manera irremediable? Oponiéndole un patrón sensible y amoroso que obre como
conjuro. Y en esta oposición, la novelita de Zícari condensa en su charla
interna cada pretensión de resguardo y libertad con sus reenvíos poéticos, como
si las miserias grises del mundo, tamizadas en la cajita ultrasensible de
Martu, pudieran ser abolidas a puro golpe de belleza.
(Actualización marzo
– abril 2015/ BazarAmericano)
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