El autor de Manigua y Cuaderno de Pripyat, entrevistado por Mariano Vespa para el sitio
Ni a palos.
Antes de la publicación de Manigua, en 2009, Carlos Ríos
(Santa Teresita, 1967) había publicado algunos libros de poesía. La edición de
esa novela swahilisupuso una irrupción en la narrativa local. Cuaderno de
Pripyat (Entropía, 2012),Cielo ácido (Clase Turista, 2014), En saco roto,
Lisiana y Cuaderno de campo(Bajo la luna, 2014) son algunas de las novelas
breves en las que ingenia universos simbólicos peculiares, con un trabajo
artesanal en los giros idiomáticos y en la extrañeza de mundos reconocibles. A
raíz de la publicación de dos novelas más, Un día en el extranjero y Rebelión
en la ópera, esta vez en los sellos bonaerenses Puente Aéreo y Club Hem,
dialogamos con Carlos para conocerlo un poco más.
En varias entrevistas Aira se quejaba del término prolífico,
decía que era despectivo. Ni bien empezaste a publicar se te atribuyó ese
adjetivo. Sos un caso atípico. ¿Cómo fueron tus primeras aproximaciones a la
escritura y a qué se debió la decisión de publicar?
Sí, es cierto, está dando vueltas la palabra “prolífico”. A
mí me gusta trasladar el adjetivo a las editoriales independientes que son las
responsables de hacer proliferar mis libros. Desde hace años, específicamente a
partir de mi residencia en México, escribo mucho. Publiqué Media romana, mi
primer libro, en el 2001. Nunca dejé de escribir, en México publiqué un solo
libro pero escribí muchos, los que fueron saliendo cuando volví, en 2009 con la
publicación de Manigua. La escritura surge muy temprano, como una extensión
capilar de la escritura de otros. Mi trabajo actual, la coordinación de
talleres literarios en la cárcel, fue metiéndose en los últimos libros, menos
como un espectro temático que como los modos de asediar y poner en crisis
cualquier registro narrativo o poético.
¿Qué te genera ese trabajo en taller? ¿Puede contraponerse
con lo que narrás en Lisiana, un taller literario cómodo, aspiracional?
Los de la cárcel son talleres extraordinarios: tienen un
marco educativo, incluyen a todos los estudiantes, hay un espacio doblemente
cerrado (aula y unidad penitenciaria) donde hay que hacer muchos malabarismos
para que funcionen las consignas restrictivas y a la par abrir el juego a las
propuestas de los alumnos. En cambio los talleres de “afuera” son elegidos por
los asistentes, llegan y se van cuando quieren, además pagan. Como decís,
Lisiana podría leerse como la contracara, pero a la vez hay correspondencias:
el taller en la novela es un circuito cerrado, cerradísimo: un encierro. En los
talleres “de adentro” y en los “de afuera” trabajo muchas veces las mismas
consignas, los mismos textos. Trato de eliminar algunas fronteras. En general,
sale bien. Respecto a Lisiana, creo que es la típica novela donde el escritor
se muerde la lengua. Fue ir en contra de algunas convicciones, dejarlas a la
intemperie, abandonarlas. Me costó mucho volver a los talleres “de afuera”
después de escribirla.
Cuando uno te lee ve referencias cercanas, de contextos conocidos,
pero que se extrapolan, por ejemplo uno de los personajes de una tribu que usa
YouTube. ¿Qué te permite ese recurso?
Sí, es cierta la observación de la extrapolación de lo
conocido. En mis relatos eso funciona como una condición: las referencias suenan
como cercanas y a la vez muy lejanas. Cada vez que las lecturas habilitan de
manera simultánea familiaridad y extrañeza en relación a los mundos que
aparecen en mis novelas o en mis poemas, siento que esos universos se
completan. Hay una forma de plegarse que tienen las escenas del pasado sobre el
presente. Esas simultaneidades -la tribu y la televisión- están en todas
partes. En mi caso, es una marca biográfica fuerte y tiene que ver con los años
en los que viví en México. Con los años, esa percepción se ha ido afinando
hasta constituirse en parte de una poética.
¿En qué sentido tu estancia en México te marcó? Supongo que
ese trabajo que hacés con las relaciones familiares que se alejan se anclan un
poco en el melodrama mexicano.
Vivir en México me marcó en todos los sentidos. A pesar de
los años, el vínculo personal y cultural se mantiene activo. Hay una parte
mexicana que trabaja en mí como un imaginario donde cualquier certeza acerca de
la identidad es interpelada. Mi última novela, Rebelión en la ópera, podría
inscribirse en un panorama narrativo mexicano sin problemas. Las filiaciones
están presentes en todo lo que escribo. Sus filtraciones, las idas y vueltas,
el fracaso parental. Los modos de agenciarse una familia producen otros
recorridos, siempre imprevistos. Hay recorrido y territorio porque hay búsqueda
de una pertenencia. Es persistir, de alguna manera, en la construcción de una
memoria con restos, omisiones, olvidos más o menos deliberados.
Trabajás con varias materialidades. ¿Influyó en tu escritura
tu trabajo como archivista?
Creo que fijó más que nada un método, un modo de abordar
cualquier historia desde sus documentos, esas versiones más o menos difusas de
algo que sucedió y de lo que tenemos cierta noticia, o menos: la construcción y
sus variables.
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