Sobre Los puentes magnéticos, de Ignacio Molina. Por Emanuel Frey Chinelli para THC.
Cuando una novela incita al lector a no soltarla hasta
resolver el qué pasó planteado en la primera página, automáticamente hay
placer, casi total, que marida muy bien con nuestra planta favorita. Los
puentes magnéticos invita al particular mundo de una señorita en la difícil
tarea de vivir. Ser artífice involuntaria del encuentro entre un ex ídolo punk
devenido empresario y un músico joven fanático de su música (el pibe que acaba
de conocer), el hecho de fumarse todo el porro y no guardar para convidar (al
chongo que ya aburre), cruzarse con un viejo conocido que la invita a
participar de la película que está filmando, esquemas cotidianos perfectamente
posibles que se amalgaman para darnos la imagen de un ser real, arquetipo de
nuestros días, en los que lo más mínimo se hace importante (y viceversa); una
cuchilla hurtada de un asado, una remera que la vecina se lleva de la soga a
modo de venganza; señales, anclas de un relato que avanza y se hace grande en
su aparente quietud. Camila, la protagonista de este devenir, se sincera hasta
confundirse un poco con la voz de nuestra conciencia, como preguntando: “¿qué harías
vos en esta situación?”. Casi planteando en el relato sus pormenores
existenciales, exquisitos de tan reconocibles: su padre, desaparecido en
Brasil, es un tajo en el porqué de sus días, y pasan los años y los novios y
todo sigue y se transforma. Es en este entrevero de lo rutinario y lo
trascendente donde el autor, Ignacio Molina, nos convence y deslumbra con una
pieza breve y compacta: lo bueno, si breve, aplausos.
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