Ariel Dilon reseña Trenzas, de Susana Szwarc, para Revista Ñ.
Reedición. 25 años después de su primera aparición,
“Trenzas” de Susana Szwarc vuelve a acercarse a los lectores en toda su
singularidad.
A veces, cuando coinciden en un mismo estante de nuestra
biblioteca o en un instante de nuestro pensamiento, los libros intercambian
cortesías, discuten o se ponen de acuerdo. En ocasiones conspiran. Al que
escribe le ocurrió llevar en la mochila, sin haber previsto las reacciones
químicas resultantes, un libro de William Carlos Williams junto al hermoso
libro de Susana Szwarc (editado originalmente en 1991, hoy se lo devuelve a su
perenne juventud).
Parece que en esa oscuridad portátil y literalmente a sus
espaldas algo se urdió, porque –durante una pausa en un café, cuando en vez de
sacar el libro de Szwarc para leer las pocas páginas que le faltaban, optó por
hojear el otro– desde una carta citada en el prefacio de Kora en el infierno de
Williams, Ezra Pound se las arregló para entregarle una clave de lectura de
Trenzas , que la poeta y narradora nacida en el Chaco en 1954 ha querido definir
como “nouvelle”.
Le dice Pound a su amigo Williams: “Lo que salva tu obra es
la opacidad, no lo olvides. La opacidad no es una cualidad estadounidense. Ve y
agradécele a dios que tienes suficiente sangre española para embarrar tu mente
y evitar que las ideas estadounidenses ordinarias circulen en ella como en un
colador”. Las ideas ordinarias sobre lo que significa narrar no pasan el
cerrado tamiz de Szwarc, y lo que embarra sus venas argentinas no sería sangre
de España sino de Polonia y Uzbekistán: nada que salvar en su poema/nouvelle,
felizmente condenado.
El reseñista se diferencia del lector en esto: debe dar
cuenta. ¿Y cómo dar cuenta, cuando una escritura no ofrece los asideros cómodos
de la explicación, del relato que puede ser glosado, del “armado” narrativo y
las coartadas literarias –poco importaría sugerir que Pedro Páramo o las prosas
poéticas de Vallejo preñan con lo mejor de sí mismos la verba de Szwarc–,
cuando una escritura está desnuda en su suscitación de dolor y de belleza, o de
dolor-belleza?
No se trata de “juzgar” un libro, sino de mostrar que, pese
a todo, no es refractario al juicio y huye de la tautología: es bello porque es
bello. Cierto que una trama se trenza en él: una mujer llega de regreso a un
pueblo; hubo un hombre y desamor; hay una hija o unas hijas; hay unos padres
ancianos que no acogen ahora con más calor que en la propia niñez helada; hay
una curandera que escucha y habría de curar con la palabra; hay fiebre o
agonía, no hay cura, no hay fe; los tiempos se mezclan, las voces se
yuxtaponen, los amores se contaminan de cólera vieja. Pero la belleza está en
los entresijos, en la ternura estaqueada en la violencia del tiempo, en la
irrupción de lo indecible: opacidad del mundo, leal opacidad de la lengua.
La inspiración ciertamente existe: cada escritor la busca lo
sepa o no. Cada escritor la traiciona a su manera. Susana Szwarc trabaja muy
cerca de su propia inspiración: su labor de trenzado consiste en no dejarse
despertar del sueño que dejó en las orillas del lenguaje la sal de sus
visiones, que quema la página y la sangre. La tarea consiste en no curarse de
la fiebre que en su protagonista es metáfora de otra fiebre: la de escribir.
Dejar paso a lo que pulsa por decirse. En este sentido es médium, y tal es la
explicación –no una banal ruptura de géneros de ambición vanguardista– de que
su nouvelle pueda leerse como poesía: trenza, trance, avatar, invocación.
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