jueves, agosto 11, 2016

La sal de ciertas visiones

Ariel Dilon reseña Trenzas, de Susana Szwarc, para Revista Ñ.



Reedición. 25 años después de su primera aparición, “Trenzas” de Susana Szwarc vuelve a acercarse a los lectores en toda su singularidad.

A veces, cuando coinciden en un mismo estante de nuestra biblioteca o en un instante de nuestro pensamiento, los libros intercambian cortesías, discuten o se ponen de acuerdo. En ocasiones conspiran. Al que escribe le ocurrió llevar en la mochila, sin haber previsto las reacciones químicas resultantes, un libro de William Carlos Williams junto al hermoso libro de Susana Szwarc (editado originalmente en 1991, hoy se lo devuelve a su perenne juventud).

Parece que en esa oscuridad portátil y literalmente a sus espaldas algo se urdió, porque –durante una pausa en un café, cuando en vez de sacar el libro de Szwarc para leer las pocas páginas que le faltaban, optó por hojear el otro– desde una carta citada en el prefacio de Kora en el infierno de Williams, Ezra Pound se las arregló para entregarle una clave de lectura de Trenzas , que la poeta y narradora nacida en el Chaco en 1954 ha querido definir como “nouvelle”.

Le dice Pound a su amigo Williams: “Lo que salva tu obra es la opacidad, no lo olvides. La opacidad no es una cualidad estadounidense. Ve y agradécele a dios que tienes suficiente sangre española para embarrar tu mente y evitar que las ideas estadounidenses ordinarias circulen en ella como en un colador”. Las ideas ordinarias sobre lo que significa narrar no pasan el cerrado tamiz de Szwarc, y lo que embarra sus venas argentinas no sería sangre de España sino de Polonia y Uzbekistán: nada que salvar en su poema/nouvelle, felizmente condenado.

El reseñista se diferencia del lector en esto: debe dar cuenta. ¿Y cómo dar cuenta, cuando una escritura no ofrece los asideros cómodos de la explicación, del relato que puede ser glosado, del “armado” narrativo y las coartadas literarias –poco importaría sugerir que Pedro Páramo o las prosas poéticas de Vallejo preñan con lo mejor de sí mismos la verba de Szwarc–, cuando una escritura está desnuda en su suscitación de dolor y de belleza, o de dolor-belleza?

No se trata de “juzgar” un libro, sino de mostrar que, pese a todo, no es refractario al juicio y huye de la tautología: es bello porque es bello. Cierto que una trama se trenza en él: una mujer llega de regreso a un pueblo; hubo un hombre y desamor; hay una hija o unas hijas; hay unos padres ancianos que no acogen ahora con más calor que en la propia niñez helada; hay una curandera que escucha y habría de curar con la palabra; hay fiebre o agonía, no hay cura, no hay fe; los tiempos se mezclan, las voces se yuxtaponen, los amores se contaminan de cólera vieja. Pero la belleza está en los entresijos, en la ternura estaqueada en la violencia del tiempo, en la irrupción de lo indecible: opacidad del mundo, leal opacidad de la lengua.


La inspiración ciertamente existe: cada escritor la busca lo sepa o no. Cada escritor la traiciona a su manera. Susana Szwarc trabaja muy cerca de su propia inspiración: su labor de trenzado consiste en no dejarse despertar del sueño que dejó en las orillas del lenguaje la sal de sus visiones, que quema la página y la sangre. La tarea consiste en no curarse de la fiebre que en su protagonista es metáfora de otra fiebre: la de escribir. Dejar paso a lo que pulsa por decirse. En este sentido es médium, y tal es la explicación –no una banal ruptura de géneros de ambición vanguardista– de que su nouvelle pueda leerse como poesía: trenza, trance, avatar, invocación.

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