Por Beatriz Sarlo para Télam
Turbas de origen islámico destruyen París. Antes del
desastre final, un tirador furtivo interrumpe una fiesta aristocrática cuyos
invitados se dedican a alimentar cervatillos ofreciéndoles tomates. Suena
ridículo, pero así pueden ser las reuniones de una decadencia definitiva. La
ciudad histórica y literaria ya no existirá y quien lo cuenta es un argentino,
tanto el personaje, Eladio Marino, como Matías Alinovi, autor de "París y
el odio" (Entropía, 2016).
Medio siglo después de "Rayuela", Alinovi celebra
París de una manera bien contemporánea: en lugar de la magia que irradia en la
novela de Cortázar, la ciudad es aniquilada. Son dos formas distintas de la
persistencia de un mito poderoso para los argentinos. Entre Cortázar y Alinovi,
está la París de Victoria Ocampo, escenario en 1913 de una de las batallas de
la nueva música, la noche en que la Consagración de la Primavera provocó la ira
de un público también aristocrático, del que Victoria Ocampo se apartó,
abrazando la causa de Stravinski y dando comienzo a su propio mito de París, el
de la modernidad estética.
Cortázar puso a caminar a Oliveira y a la Maga por una
ciudad especialmente diseñada para el flâneur culto, haciendo de cuenta que los
puentes y los mendigos que dormían bajo sus arcos estaban allí para que la
literatura trazara apropiados contrastes. Alinovi ya no puede repetir este
programa porque ha sido demasiado desgastado por la ficción y por la realidad.
Pero el magnetismo de París es tan persistente que, incluso detestándola,
resulta difícil alejarse de su pasado, aunque sea en clave irónica.
En "Rayuela", ese pasado literario son el museo de
citas que, a todos sus lectores, si llegaron a la novela muy jóvenes, les
ofreció una biblioteca de iniciación. Alinovi no repite este gesto, sino que
narra la madurez, la vejez y la muerte del escritor Héctor Bianco, un nombre
que conduce de forma transparente a Héctor Bianciotti, el argentino que tuvo
éxito al migrar a la lengua francesa y terminó entre "los
inmortales", como se llama en Francia a los Académicos. Por supuesto,
haber elegido el apellido Bianco es una pista que, además de homenajear a un
escritor poco citado hoy, conduce a la revista Sur, de la que José Bianco fue
secretario de redacción durante dos décadas. La revista Sur nos conduce a
Victoria Ocampo. Nada se pierde en las alusiones.
Alinovi ofrece muchas menciones levemente enmascaradas del
campo literario francés que son amablemente divertidas porque no exigen gran
trabajo. El temido crítico, cuyo programa de televisión fue un altar donde
rodaban cabezas o se consagraban obras, Bernard Pivot, en esta novela pasa a
ser Tizot; su programa, que se llamaba "Apostrophe", acá se llama
Circunflejo. Gallimard, la legendaria editorial, se convierte en Gaulemard,
donde en efecto trabajó Bianciotti; no falta la nrf, rebautizada Rnf, la
Nouvelle Revue Française en cuya famosa sigla solo se desplaza una letra.
Alfredo Arias aparece como Abelardo Soria y Copi, como Topi. Además de estas
transposiciones, los nombres de las calles y de las estaciones de subte dan
París con exactitud de sonido, que es lo que vale en la literatura, pero
también con exactitud topográfica (o eso le pareció a esta lectora que conoce
bastante mal París).
Alinovi tiene más material del que necesita. Para llegar al
jardín aristocrático donde los cervatillos son obsequiados con tomates, una
línea de la historia arranca en siglos pretéritos y, alrededor de 1900, tiene
un elenco de campesinos, pastores y un noble que se desplazan por una
escenografía de bosques donde se descubre un túnel que apunta ¿dónde si no a
París? Es probable que la trama de la novela necesite de este túnel para que su
protagonista conozca a los aristócratas de la fiesta, pero también podría
objetarse que el motivo que hace posible este mutuo conocimiento es demasiado
artificioso. Digo artificioso sabiendo que esta palabra puede ser objetada, ya
que todo en la literatura lo es. Sin embargo, el artificio del túnel no termina
de encajar en la trama y, por eso, no por ser arbitrario, se vuelve irritante o
innecesario, como si hubiera formado parte de otra historia y se lo hubiera
querido rescatar en esta.
Hay más: la persuasiva ambigüedad del personaje frente a la
ciudad en la que no pensaba quedarse y termina quedándose. Marino frente a
París elude el enamoramiento y eso permite vivir en una ciudad real, donde los
departamentos son pozos mal amueblados; donde los extranjeros no comen haute
cuisine ni toman grandes vinos; donde no se experimenta permanentemente un
rapto de cultura o un desmayo estético; donde los científicos rusos cobran
medio sueldo y el otro medio lo cobra un argentino; donde incluso la vida de un
escritor consagrado puede ser un modelo de monotonía y penuria. París resulta
interesante en esta versión que no exalta sus cualidades.
Alinovi escribe una ciudad distinta a la del mito pretérito.
Más que la fiesta en el jardín aristocrático, que evoca una desvanecida Dolce
vita, interesan los domingos repetidos en los que Marino se encuentra con un
amigo y juntos leen Libération. En París, el escritor Bianco abandona su lengua
de origen, el castellano del Río de la Plata, para adoptar el francés.
Inteligente y patética experiencia la de esa libre elección entre lenguas, que
concluye en una paradoja funesta: Bianco primero gana el francés y luego va
perdiendo su lengua natal y también la nueva, hasta morir en la desmemoria del
Alzheimer.
Desde el comienzo los lectores saben que Marino quiere
incendiar París. Es matemático (investiga un tema sugestivamente designado como
las "matrices simétricas") y quiere escribir una novela donde se incendie
la ciudad-museo de Cortázar. Matrices simétricas porque Alinovi termina su
novela mostrando la destrucción de París por otros medios: la actual pesadilla
francesa con los islámicos.
Podría decirse entonces que su París y el de Cortázar (a
quien menciono porque se lo menciona muchas veces, incluso con citas como
"¿Encontraría a …?") son dos caras bien diferentes del mito. Y, sin
embargo, no. La ciudad que merece una destrucción gigantesca es la ciudad del
mito por razones mucho más íntimas, que tocan la escritura. Me explico. La
primera novela de Alinovi, "La reja", estaba totalmente escrita en
versos endecasílabos, sorprendente desafío ya que el resultado, además de
original, no era un texto hiperculto, a pesar de que el verso endecasílabo es
el verso más difícil en castellano. No había sido hecho antes y esto le daba a
la novela no un aire forzado sino una elaborada sencillez, si se admite la
unión de dos términos contradictorios. Un escritor original en su primera
novela.
Las segundas novelas son siempre un problema. Nadie puede
exigir que se repita la inesperada originalidad de "La reja". Pero
tampoco era posible prever que la escritura de Alinovi mostraría, justamente en
esta novela parisina, muchos de los rasgos que Cortázar convirtió en estilo, hasta
el amaneramiento. Los lectores los reconocerán en las oraciones sin final
(porque se cree que ese truncamiento refuerza lo expresivo o lo coloquial); en
las oraciones sin verbo conjugado (a las que se atribuye las mismas virtudes);
en las oraciones independientes encadenadas por la conjunción "y"
(que simplifican las enumeraciones o la narración).
Finalmente, en la forma que da a conocer los pensamientos
del personaje, el famoso discurso indirecto libre, que, por supuesto, no
inventó Cortázar, pero que lleva su marca para la literatura argentina. Esta
escritura sucede como si Alinovi se hubiera contagiado del predecesor, pese a
las ironías que le dedica.
Por eso, mientras leía esta segunda novela esperaba la
tercera, la que todavía no llegó.
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