"Los libros se encuentran con su lector como una
persona que mira el cielo por si acaso encuentra la respuesta a un pensamiento
y justo se le cruza una estrella fugaz", dice la escritora chilena,
residente argentina y autora de libros como Poste restante (Entropía), en esta
entrevista.
Cynthia Rimsky lleva viviendo cuatro años y medio en Buenos
Aires y es una de las escritoras más interesantes de su país: ha publicado un
puñado de novelas que se han caracterizado por una escritura sobria y
puntillosa, atenta a los detalles, a la expresión de una subjetividad, contraria
a los lugares comunes y a las tendencias imperantes. De una simple historia
abre el panorama a un sinfín de minihistorias imprevistas que se derraman, por
lo general, en no muchas páginas; es también una escritura condensada, espesa,
profunda, visual. Este año publicó su primera novela en Argentina, Poste
restante (Entropía), que ya había sido editada en Chile, y en el país
trasandino El futuro es un lugar extraño, su última novela, y Fui, un libro de
cuentos-crónicas que da cuenta de su permanencia en Argentina.
Rimsky da talleres, especialmente de literatura de viajes y
de no ficción entendida como un amplio espectro donde conviven muchos géneros;
reparte su vida entre su casa en un pueblito de la provincia de Buenos Aires y
capital. Nunca le ha interesado ser parte del mundo literario, al contrario, ha
preferido la reclusión y la tranquilidad para poder escribir. Hoy es fin de
semana y, a esta hora, la tradicional vorágine de los días de semana de Buenos
Aires parece detenerse o suspenderse en el aire. Se la ve tranquila, atenta a
las preguntas. Sus respuestas son claras, lentas, como si quisiera no dar pie
al malentendido, aunque a veces no pueda evitarse.
―Primero que todo, ¿qué haces hace cuatro años y medio en
Buenos Aires?
―El primer año, orientarme sin la Cordillera de Los Andes,
aprender a pedir remolachas y no beterragas, a andar por la calzada y no por la
vereda. En esa época enviaba un relato semanal a una revista digital en
Santiago y me lanzaba a las calles a cazar imágenes, situaciones, diálogos como
extranjera. Aun con la residencia definitiva, me sorprendió la libertad y una
indisciplina que crea numerosos agujeros por donde se cuela y tiene espacio la
diferencia, la autonomía, el pensamiento ilógico y un delirio que en Chile está
bloqueado y culpabilizado por el disciplinamiento prusiano religioso. Eso me
hizo sentir que hasta ahora había vivido en un regimiento, cárcel o internado,
y esa sensación me dio pena, rabia y lo más importante, me condujo hacia
escritores y escritoras argentinos que me hicieron pensar críticamente sobre el
realismo, no sólo como un estilo literario sino como una forma de leer, de
mirar y hasta de pensar.
―En este año sacaste tres libros: la edición argentina de
Poste restante en Entropía, la novela El futuro es un lugar extraño en Random
House Chile y Fui en una editorial independiente de tu país. El primer libro
trata de un personaje que va al encuentro de sus orígenes, el segundo es la
recuperación de la memoria política tras una desilusión amorosa y el tercero
aborda tu último viaje acá a Buenos Aires. ¿Por qué la recurrencia del viaje?
―Acabo de leer La Introducción, de Fogwill, donde el
narrador se pregunta qué es pensar. Para eso determina un trayecto, el viaje de
ida y vuelta a las Termas, y un método que consiste en interrumpir sus
recuerdos, las asociaciones fáciles que se le vienen a la mente. De otras
maneras, lo hacen Walser, Chejfec, Berger, Luiselli, María Moreno, Benjamin.
Demarcas un trayecto; un parque, plazas, las termas, calles, y esperas a que
aparezca el primer fenómeno; un taxi, un burro, una silla, y te pones a pensar.
No a la manera de un filósofo o de Odiseo, sino a la manera de Penélope: tejes
en el día y deshaces por la noche. Así vas construyendo, a la distancia, dos
pensamientos, el visible y el invisible, el de acá y el de allá. Supongo que
por eso en mis libros los tiempos y los espacios se mezclan y confunden, y por
eso los narradores o personajes se desplazan; para construir la experiencia en
la que se van a comprometer. Estos viajeros, además de testigos, tienen una
singularidad: llevan puestos los anteojos de la ficción, como dice Vila-Matas,
pero como el viaje es accidentado, los anteojos se han rayado.
―Arturo Carrera define vanguardia como una parodia crítica
de la tradición y Piglia como el intento de destruir una tradición y construir
otra. En El futuro es un lugar extraño estas concepciones están porque, si bien
esta novela podría ser incluida en la última tradición de novelas chilenas que
ha abordado la historia reciente, se nota que hay una parodia crítica y a la
vez el intento por destruir esa tradición y construir otra.
―En El futuro hay un plano en el que trabajé con materiales
documentales, como hago generalmente, pero esta vez con la intención explícita
de romper con la tradición realista chilena por la cual se busca sacar de la
oscuridad la historia que la élite y sus medios nos han ocultado o tergiversado
para producir una identificación con el lector que piensa: “Ah, la realidad es
como yo siempre creí”. Justamente, en esta novela quise correrme del punto de
vista de las víctimas, de la épica, de la nostalgia, de lo vintage y del lugar
común. Intenté construir otra percepción, desfigurar, extrañar. Lo oculto
retorna pero en una forma desconocida para el lector. Lo oculto no es lo real
que los medios callan, sino otra forma de percibir. Ayer me contaba una amiga
chilena que escuchó críticas a la novela porque no podía ser que la
protagonista no recordara, no era lógico; o sea, a pesar de no ser una novela
no realista, se la intenta leer desde el realismo y, como no calza, la asumen
fallida. El problema de la tradición realista es que es una forma de leer que
se emparenta con la literalidad. Respecto a la segunda parte de tu pregunta, la
de construir otra tradición, diría que mas bien me sumo a todos los huérfanos
que la centralidad chilena condena a una permanente existencia flotante, como
Adolfo Couve, Mauricio Wacquez, Guadalupe Santa Cruz...
―¿Cuál es la mayor
virtud de la narrativa chilena y cuál es su peor defecto?
―La mayor virtud es el lenguaje del cual se nutre, esa
distancia ladina entre las cosas y los nombres que Raúl Ruiz realza de una
manera prodigiosa en sus películas, ese desplazamiento, esas vueltas para decir
una cosa diciendo otra o no decir lo que se quiere decir, tampoco lo que podría
decirse y lo que se dice no dice. Esa maravillosa capacidad del lenguaje de
escamotear lo real es una de las pocas cosas que el neoliberalismo no ha
conseguido estandarizar. Su peor defecto es su horizonte de poder y de instalación.
―¿A qué te refieres con horizonte de poder e instalación?
―La chilena es una sociedad extremadamente competitiva, por
otro lado, es un país de una estrechez geográfica impresionante, en su parte
más angosta mide noventa kilómetros y el promedio es 180. No hay espacio para
todos, el campo del arte es pequeño. Los que tras una cruenta batalla logran
tener presencia y arribar al podium, tienen que dar una batalla peor para no
ser arrasados por los que trepan de más abajo. Puedes percibir la animosidad
con asomarte a Facebook. Los que están en los márgenes pasan o no pendientes
del centro y de entrar a él o de ser conocidos o valorados por los centrales,
porque si no caen al abismo. En Argentina también hay grupos que tienen códigos
de comportamiento excluyentes, pero hay muchos más porque es un espacio vasto.
―En Poste restante, que tiene una escritura sobria y
fragmentada ―no porque se quiera construir a propósito eso sino porque se trata
de una escritura donde lo sobrio y fragmentario van de la mano―, hay una carta
que le manda el padre a la protagonista: “Tengo la impresión que estás un poco
perdida. Usa la cabeza, no cometas tonterías”. ¿Qué es el “perderse”?
―No hubiese escrito ninguna novela de no haberme perdido
tanto geográficamente como escrituralmente. No puedo planificarlas a priori, no
tengo la capacidad de ver el bosque, voy de árbol en árbol. Por ejemplo, en Los
perplejos, mi idea fue hacer el mismo viaje que Miamónides desde Córdoba hasta
Aleppo y, cuando estuve en Córdoba, en el falso congreso sobre el falso
Maimónides, en vez de ir a Tánger como él, me fui a Eslovenia y terminé en
Montenegro y la novela la escribí de todas maneras. Perderse es perder el hilo,
ir por otro lado, no saber dónde ir, creo que en el fondo siento una profunda
desconfianza respecto al sentido.
―En tus libros sueles trabajar con una exposición de una
sensibilidad que da la ilusión de que estás trabajando con el yo, pero eludes
la primera persona: tanto Poste restante como El futuro... están escritas en
tercera persona, pero el narrador tiene una complicidad subjetiva con la
protagonista. ¿Se puede exponer una autobiografía sin recurrir a la primera
persona?
―No creo haber escrito una autobiografía, tampoco una
autoficción. Creo que las escrituras del Yo, como se las llama, son más una
forma de leer que una forma de escribir. Si te fijas, los personajes de mis
libros generalmente no tienen nombre o tienen más de uno porque no creo en las
identidades fijas, estables, y un nombre fija. Fue un riesgo llamar a la protagonista
de El futuro por su apellido, la Caldini, además siendo chilena, le puse un
apellido argentino, me interesan esos descalces, como poner una sensibilidad
supuestamente del yo en una tercera persona o al revés. En Poste restante el
personaje se llama la viajera, la chilena, la mochilera, la periodista, la
nieta de inmigrantes, todo el tiempo va desplazándose. En Ramal el personaje se
llama El que viene de afuera.
―Ya nombraste a María Moreno, ¿pero qué escritoras
argentinas contemporáneos te interesan y por qué?
―No leo por géneros, si me gusta María Moreno es por su
punto de vista, su escritura, sus torceduras, sus experiencias. María Negroni,
por su combinación de sensibilidad e inteligencia; Fernanda Laguna por su
experimentación y desfachatez; Paloma Vidal, que vive en Brasil, porque combina
escritura con artes visuales. No porque son mujeres. El otro día hablábamos con
Laura Petrecca, poeta y traductora, que nuestras lecturas están guiadas por el
azar, o sea, los libros se encuentran con su lector como una persona que mira
el cielo por si acaso encuentra la respuesta a un pensamiento y justo se le
cruza una estrella fugaz.
―La otra vez una editora chilena contó que una escritora le
había preguntado cuántas mujeres había publicado y respondió que ninguna. ¿Cuál
es el lugar de la mujer en el mundo de la literatura chilena? ¿Detectas alguna
diferencia con Argentina?
―No estoy de acuerdo, creo que nunca se han publicado a
tantas escritoras. Respecto a las diferencias, aquí existe una mayor diversidad
dentro de la cual hay escrituras desfachatadas y desenfadadas. Por otra parte,
el departamento de Estudios de Género de la UBA tiene un mayor vínculo con la
comunidad, no solo rescata escritoras para la academia sino que estas son
publicadas, por ejemplo en la colección Las Antiguas de Mariana Docampo,
difundidas y leídas. Hay que fijarse que es una argentina, Mónica Szurmuk, la
coautora de La historia de Cambridge de la literatura femenina de América
Latina. Este año participé en la presentación de ese libro y el auditorio del
Malba estaba repleto. No sé si ocurriría eso en Chile, si las mujeres se
comprometen con el género desde esa generosidad e interés. Lo mismo las
lecturas, aquí siempre participan escritoras, tengo la impresión de que en
Chile es una excepción o tiene que ser organizado por ellas. Creo que el
problema no está tanto en la publicación como en la ausencia de espacios
participativos para que esas publicaciones se difundan y se compartan. Y cuando
se hace es en calidad de mujeres. Un crítico chileno escribió una linda reseña
de El futuro pero parte señalando que ocupo el lugar de capitana entre las
escritoras mujeres. ¿Por qué hace ese corte si la novela ni siquiera toca el
tema de género? Acá no sé si dirían: es buena pero entre las mujeres.