Luis Sagasti escribe para el blog de Eterna Cadencia sobre la epifanía que llevo a Werner Herzog a caminar de Munich a París, relatada en su diario Del caminar sobre hielo.
Como un rayo se le cruzó por la cabeza a Werner Herzog la
siguiente idea: si emprendía una marcha a píe de Munich hasta París, la
extraordinaria crítica alemana Lotte Eisner, a quien al decir prudente de todos
el cine de su país tanto le debía, se iba a salvar de una enfermedad que la
tenía al borde de la muerte. Una y otra vez, con la convicción de un recién
converso, Herzog se repite que ella no tiene ningún derecho a morirse. No
ahora, dice; hay que impedirlo de algún modo. Veintiún días exactos demoró en
recorrer a pie los casi ochocientos cincuenta kilómetros que separan las dos
ciudades. En una sola ocasión estuvo al borde de resignarse a un vehículo pese
al frío y la lluvia constante. De semejante marcha, que parece una suerte de
reverso de El nadador de Cheever ―amén de que ambos viajes concluyen de manera
diametralmente opuesta, el alemán se hospeda en muchas casas de verano que
encuentra deshabitadas, mientras no hay día en que en algún momento no camine
bajo el agua― de semejante marcha, decía, surge un libro entrañable, es decir
de los que se leen mejor en la cama: Del caminar sobre el hielo (Entropía)
.
Agradecimiento y expiación son los motivos más usuales por
los cuales alguien inicia una peregrinación: de alguna manera hay algo de
capitalismo religioso en el asunto, después de todo se trata de pagar por los
favores recibidos o devolver con dolor en el cuerpo el daño realizado. Herzog
paga por adelantado; un cheque al portador que debe entregar sin decir una
palabra de su sacrificio (“Alguien le tiene que haber dicho por teléfono que yo
había venido a pie, yo no quería mencionarlo”).
A medida que avanza, los dolores y achaques de su admirada
Lotte van ocupando su cuerpo. Cada paso la libera. Ampollas, calambres, el frío
como una segunda piel. La mugre lo cubre por completo. Solo en un momento,
justo en mitad del viaje, el cuatro de diciembre, habita en él la duda, la
sensación cruda del sinsentido: “¿Vive aún nuestra Eisner?” ―se pregunta.
Dos años antes, Herzog había filmado una obra maestra:
Aguirre, la ira de Dios.
En su diario de viaje escribe cosas como: “Las suelas arden
por efecto del núcleo incandescente del interior de la tierra”, “la lluvia
puede dejarte ciego”, “la verdad atraviesa incluso los bosques”. Se trata de
pequeñas iluminaciones, retazos, esquirlas de la epifanía inicial. Son
guijarros involuntarios, salvajes, que arroja hacia adelante para marcar el
camino que lo lleve hacia El Dorado que le fuera negado a Lope de Aguirre, al
nadador de John Cheever. El combustible de su andar es el amor entrañable por
alguien a quien hay que aplazarle la fecha de partida. Con semejante kerosene
no hay forma de fallar.
Herzog llega sin pies, exhausto, a París. Y, cuando
encuentra a Eisner en su cama, susurra: “Abra las ventanas, desde hace unos
días que puedo volar”.
Nueve años más vivió la gran Lotte.
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