Por Pablo Díaz Marenghi para Artezeta
En su segunda novela, Alinovi construye una trama que une a
un aprendiz de escritor exiliado en la capital parisina, con un argentino en la
Academia Francesa de Letras y terroristas árabes
“La decisión de
incendiar París fue repentina. París o Francia, era lo mismo. La tomó solo, una
mañana, en el pozo de dos plantas”. Así arranca París y el odio (Entropía,
2016), la más reciente novela de Matías Alinovi. Eladio Marino (un homenaje a
otro Eladio, Linacero, habitante del pozo de Onetti) es el narrador de una
novela muy extraña. Posee una prosa por momentos confesional, monologuista. A
veces, el tono se vuelve algo confuso, enredado, pero tal parece ser la
intención del narrador: marear al lector en un relato que oscila entre un
físico argentino que quiere escribir y se va a probar suerte a la capital
parisina y un escritor consagrado, el único hispano parlante que logró acceder
a la Academia Francesa de Letras: Héctor Bianco, un claro guiño a la historia
de Héctor Bianciotti, el único argentino que formó parte de la institución
encargada de regular y perfeccionar el idioma francés.
Alinovi construye una París en ruinas antes de su propio
incendio. Una ciudad en donde “hacía frío y oscurecía pronto”. Marino va
narrando y recorriendo las callecitas de la ciudad encontrándose con otros
compatriotas. Algunos están vivos y son simples trabajadores que se ganan sus
baguettes como pueden. Otros, están muertos hace rato y se convirtieron en
leyendas, como Atahualpa Yupanqui y Julio Cortázar. Bianco toma la voz en el
relato por momentos y cuenta sus desventuras; desde que escribió sus primeras
novelas hasta su romance con un crítico literario francés. La muerte de su
compañero de vida lo marcaría para siempre. Luego, su llegada a la Academia y
sus dudas por el hecho de volverse un académico o, como le dicen en Francia, un
“inmortal” -sobrenombre que se origina en el lema A la inmortalidad, creado por
el fundador de la Academia, el cardenal Richelieu.
Marino mata el tiempo en las piletas públicas de París y va
alternando críticas a la ciudad con referencias cortazarianas (sí, aparecen los
axolotes y oraciones que empiezan con “Encontraré a…”, símil Rayuela). Recorre
museos y se aburre. La ciudad que había leído como una maravilla lo defraudaba
y la quería en ruinas. En la novela se destila todo el tiempo un sentimiento de
decepción que desborda las 172 páginas. Quizás los puntos más altos sean
aquellos en donde Marino desnuda su alma a través de sus preocupaciones. ¿Cómo
podría convertirse en escritor y escribir su anhelada novela? La prosa de
Alinovi es muy prolija. A veces, por momentos, roza lo artificioso. Como si
quisiera dar muestras excesivas de su capacidad narrativa que es, sin dudas,
notable. Pese a ser una obra breve, hay ciertas estructuras que podrían
evitarse y evidenciar la potencia ígnea del verdadero relato: la historia de un
joven exiliado que mastica su desarraigo e intenta convertirse en escritor, con
todo el vértigo que eso implica. El final, con árabes y el protagonista a
caballo, cual Juan Moreyra, podrá ser para algunos incorrección política y para
otros un cliché.
El verdadero valor de una obra de arte se esconde en la
motivación. El resplandor de Stephen King es una historia de terror pero es,
ante todo, el relato de las obsesiones de un alcóholico que teme dañar a su familia.
1984 de George Orwell es una distopía pero que nace de las tripas de un
periodista que le grita a una sociedad en defensa del derecho a la información.
En París y el odio se percibe una motivación muy personal, casi iniciática en
el autor. También graduado en Ciencias Físicas, también joven, su primera
novela La Reja (Alfaguara, 2013), fue muy destacada por la crítica. Peculiar
por su estructura (casi un poema largo) le permitió abrirse camino dentro de la
literatura argentina contemporánea. Es posible encontrar similitudes entre
Alinovi y Marino. Por momentos, estas similitudes tan densas parecen
encarcelarse por barrotes literarios artificiosos (como la historia de los
túneles parisinos o los árabes del final de la novela, que aparecen desdibujados,
llenos de lugares comunes y de una manera algo brusca).
La segunda novela de Alinovi es una aventura atractiva, con
una prosa estéticamente muy lograda pero con una motivación personal que parece
constreñida, que podría dar mucho más. Como dijo Leon Tolstoi en su ensayo ¿Qué
es el arte? (1897) “se considerará arte lo
que exprese sentimientos
bastante universales para
que los sientan
todos los hombres”. Alinovi
enciende las llamas de un fuego universal, como esta idea también del escritor
ruso de “pinta tu aldea y pintarás el mundo”. ¿Quién no se sintió extranjero
alguna vez, pateando sus propias veredas? ¿Quién no tuvo miedo de dar el primer
paso en un camino profesional que se parecía a un ascenso al Everest con
escarbadientes? Resta saber si el escritor querrá profundizar este camino en su
siguiente novela, experimentando aún más en estructuras lingüísticas y voces
alternadas, o explorará en su interior más profundo que se deja leer
incendiario, sin necesidad de recurrir a túneles medievales o a terroristas
islámicos.
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