Verónica Boix incluye Poste restante de Cynthia Rimsky en
esta nota sobre literatura y crónica de viajes. Para Ideas La Nación.
Es muy simple conocer un lugar. O eso parece. Alcanza con
escribir el nombre en un buscador, entrar a un blog o mirar un documental de
National Geographic. El mundo está a un clic de distancia. Sin embargo se viaja
cada vez más. Se viaja para pisar la arena blanca de las playas siempre al sol,
para llegar a una cumbre imposible, para sentir el dulce y picante del bun ma
en un puesto de comida callejera de Vietnam. Y no hay viaje sin relato.
Viajaron Marco Polo, Napoleón, William Hudson y nombraron por primera vez
lugares y modos de vida. Para el resto, los que no podían viajar, leer sus
crónicas resultaba la única manera de alcanzar lo desconocido. Los relatos de
esos viajes eran un espacio de ensueño, una forma de descubrir el otro lado, lo
exótico. Hoy, la hiperconectividad y la ilusión de acceso ilimitado a la
información vuelven difícil imaginar cómo la crónica de viajes puede seguir
revelando algo nuevo del mundo. Y, por extremo que parezca, se enfrenta en la
era digital a la necesidad de reinventarse para seguir teniendo sentido.
No hay otro género más cercano al mundo material y
sensorial, a eso que llamamos realidad, que la crónica de viajes. Si una pizca
de arrogancia lleva a pensar que a partir de Internet es posible conocer la
totalidad del mundo, los relatos de viaje se desplazan para demostrar que
todavía hoy existen zonas ocultas. Podría decirse que entre esos relatos y las
imágenes que saturan las pantallas existe la misma relación que entre ser
viajero y ser turista.
Es verdad que la mirada ya era importante en los primeros
viajeros, sólo que nunca tuvo el lugar primordial que adquiere en estos
tiempos. Nadie cuestionaría hoy que la geografía no alcanza. Lo esencial está
más cerca de la percepción. Y, en esa dinámica, las narraciones de viaje se
desplazan, una vez más, del testimonio a la experiencia.
(…)
Era de esperarse: cada cronista piensa el género desde sus
propios pasos por el territorio y por el lenguaje. Lo sorprendente es que las
diferencias subrayan un rasgo en común: para mostrar el mundo habría que ir
hacia adentro, inventarlo a partir de lo que se proyecta desde el interior de
cada uno. Eso se vuelve claro en Poste restante, las crónicas de viajes de
Cynthia Rimsky que acaba de reeditar Entropía. Una mujer chilena escribe su
diario de viaje, recibe cartas de familiares y amigos y, al mismo tiempo,
cuenta la historia de una mujer latinoamericana que busca a sus antepasados.
Las dos viajan por Israel, Chipre, Turquía y Europa Oriental. Cada una se vale
de un lenguaje distinto, en la frontera de la poesía, para descubrir ese algo
invisible que define un lugar del mundo. Los relatos nacen de la conjunción
entre introspección, imaginación y observación.
Escribe: "Al final de las escaleras Potemkin sorprende
el silencio y la amplitud. Los edificios, diseñados por arquitectos que
Catalina la Grande hizo traer de Italia y Francia para convertir a Odessa en
una ciudad cosmopolita, cuentan con espacio para ser admirados sin la
interferencia de letreros. Tarda varios días en comprender el origen del
silencio: el capitalismo lleva en sí el bullicio de la circulación que satura
el oído para doblegar al consumidor a la compra. Acostumbrado al ruido que lo
saca de sí, parece extraño encontrarse a solas. ¿Qué se mira al caminar? A los
otros, las flores, los frisos, los pensamientos como en un espejo".
Cualquiera puede viajar, sacar una selfie y subirla a las redes sociales. En
cambio Rimsky, viaja, observa, piensa, imagina: crea un relato y a la vez una
ciudad.
Punto de vista
La escritora chilena es igual de clara al hablar: "La
crónica de viajes la encuentras hoy en la escritura, no en la geografía; la
encuentras en el punto de vista, en el distanciamiento, en la sensibilidad, en
el estilo. Ahora estoy en el campo, ¿qué podría escribir de este lugar? Todas
las mañanas pasa por la calle de tierra un hombre joven con una niña pequeña y
un bolso. Pienso que la lleva al jardín de infantes, pero vuelve con la niña y
sin el bolso, entonces reparo en el extremo cuidado con el que lleva la mano de
su pequeña; es esa fragilidad, como si tuviese a su cuidado un jarrón que
pudiese trizar el aire, la que veo pasar todas las mañanas por la ventana que
da al campo donde pastan las vacas y los terneros que nacieron hace muy
poco".
A esta altura no quedan dudas acerca de la transformación.
Cristoff dice: "Creo que se reinventa, sí, y que en esa reinvención
aparecen cosas más que interesantes, entre ellas un trabajo con el lenguaje que
antes, enfocado el texto en la información, se obliteraba. Y, en paralelo, una
indagación en la intimidad, como si el traslado sin encargo predeterminado se
volviera indefectiblemente sobre ese yo que narra". La crónica se renueva
a través de una mirada que es prisma capaz de condensar todos los viajes pasados,
reales, virtuales y literarios. Se aventura en el territorio de la intimidad
con las herramientas que le da el lenguaje. Hace propios recursos como el
monólogo interior o la poesía.
Y en esa tensión entre lo íntimo y lo literario aparece el
misterio. Y, por supuesto, la necesidad de develarlo. La experiencia de María
Moreno es elocuente: "Cuando hago la crónica de los lugares donde he
estado, lo hago con la cabeza vacía. Son las palabras las que van armando su
circuito cerrado y venido de otras palabras donde lo vivido opone, sin embargo,
una resistencia: puedo apropiarme de la enumeración caótica hecha a través del
deseo de otro a quien, mientras yo permanezco indiferente a las series de
objetos y a sus variaciones, miro desear. Pero antes necesito el cuaderno de
bitácora de la lectura, sólo leyendo sabré qué leer luego a mi alrededor. Nada
especial puesto que incluyo junto a los libros consagrados -también de este
modo soy turista-, la carta de un restaurante, el recorte de un diario, los
relatos orales de un amigo mitómano".
Intimidad, memoria, fuga, autobiografía, tradición,
experiencia, política, irreverencia, poesía. La enumeración se escapa de los
discursos homogéneos y la crónica de viajes respira de nuevo. En ese movimiento
delimita un territorio a medida que lo nombra. Suele decirse que viajar es un
intento por escapar del ego; hoy es justo al revés. Viajar para contar se
transforma, más que nada, en rescatar de ese mundo de vivencias, recuerdos,
saberes, cosas leídas, todo aquello que resuena en el paisaje. Contar es más
que nada ver lo que está ahí pero nadie más es capaz de ver. Puede ser que, al
fin, las dos fuerzas que luchan en cada uno, según Vladimir Nabokov, el anhelo
de intimidad y la pulsión para ir a otros lados, se encuentren y bailen. Y la
crónica ya no se limite a contar el mundo. Mejor todavía: lo construya en el
lenguaje.
La nota completa, en este link
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