Gonzalo León escribe sobre Malicia, de Leandro Ávalos Blacha para Perfil Cultura
Leandro Ávalos Blacha (Quilmes, 1980) es uno de los autores
argentinos jóvenes más interesantes de su generación. Sus anteriores novelas,
Berazachussetts y Medianera, fueron traducidas al francés y publicadas en
Gallimard y Asphalte Éditions; hace unos años formó parte de la delegación
argentina que asistió al Salón de París. Pero esto no significaría mucho, si no
contara con una escritura sólida, donde lo tradicionalmente novelístico va
mezclándose con el policial y el fantástico hasta dotar a sus novelas de un
delirio, que ya se ha hecho parte de una tradición, especialmente de la
generación surgida en los 60 (Copi, Laiseca, Aira, etc.) y que Damián
Tabarovsky en su ensayo Literatura de izquierda denominó como el Contracanon.
Pero además de trabajar con esta parte de la tradición, este
autor agrega elementos de la cultura pop, especialmente del cine clase B
(películas de zombis y de fantasmas) y de las series de TV. En Malicia, su
última novela, avanza un paso más y coquetea con el lenguaje televisivo, sobre
todo con la idea de fama y de cobertura televisiva que está presente en toda la
novela, y lo hace usando como pretexto una serie de crímenes en la Villa Carlos
Paz en plena temporada, con las vacaciones de familia y el calor a cuestas, con
las compañías y vedettes, con el espectáculo a full, un espectáculo que, como
versa el dicho, no se puede interrumpir, pese al asesinato de Piru Viedma, una
vedette de segunda línea ocurrida en el teatro. Aquí la escena de la muerta en
un baño impacta, porque los tres testigos –la niña Celina, la señora mayor
Estela y la médium Marta– no pueden salir de su asombro, están paralizadas, en
otro mundo, como si la muerte fuera un espectáculo más o un pasaporte para la
ficción delirante.
Si en el
inicio de Berazachussetts un grupo de amigas encontraba el cuerpo de una obesa
casi moribunda, suponen que ha sido violada y la llevan a su departamento para
descubrir luego que se trataba de una zombi que se alimentaba de carne humana,
en Malicia el inicio es más bien calmo: dos amigos –Juan Carlos y Mauricio– en
una piscina de un hotel de Carlos Paz observan a la gente, ambos amigos se
conocen de hace tiempo, Juan Carlos es apostador y se acaba de casar con Perla
y para ahorrar le propone a su amigo que alquilen una habitación los tres. Pese
a que la pareja está en luna de miel, éste acepta. Si en Berazachussetts el
cuerpo era la obesa zombi, aquí es una mujer cuasi objeto que luego se
descubrirá con otro estatus. La mujer entendida como algo raro, extraño, como
sobrenatural pero a la vez admirable.
Hay otro nivel de lectura muy interesante en esta novela: el
performático. Los shows que van a ver Juan Carlos y Mauricio, la repentina
participación de Perla en uno, vestida de vedette, la muerte de la Piru Viedma,
todo parece una puesta en escena. De hecho cuando muere esta vedette, la
producción decide reorientar el espectáculo hacia su muerte: “Era una
producción modesta, con un elenco que reunía personajes mediáticos recién
surgidos de la televisión, vedettes de segunda línea y gente con trayectoria
que llevaba cierto tiempo sin trabajar. Sabían que la idea podía resultar de
mal gusto para algunos, pero que atraería la atención de muchos otros”. Como en
las performance no importa tanto que sea de mal gusto, lo que importa es que
atraiga, que llame la atención. Pero esta idea performática también está
presente en la desaparición posterior de Celina, sobre todo cuando reaparece en
las pantallas de televisión de toda la ciudad. Aquí se une performance y
televisión, porque Celina, como desaparecida, no sólo está en esas pantallas,
sino que además controla qué se transmite, qué se interrumpe, y para ello ocupa
todo, desde el recuadro de la persona que traduce a lenguaje de señas. Y lo
hace obviamente porque es una presencia, ya no es una persona.
Quizá la única cosa floja de la novela sea el final, en el
que Ávalos Blacha vuelve a subir la apuesta y ya parece un videojuego de monjas
satánicas versus policías.
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