Lectura de Laura Biagini para el blog Asunto Quinta
Encontré Los modos de ganarse la vida, la primera novela de Ignacio Molina, escondida en un estante al ras del suelo de una librería del centro. Estaba medio ajada una de las solapas pero me la llevé por el color borravino tan hermoso y las fotos superpuestas del arte de tapa. Para qué mentir, me la llevé sin leer más que el título. La tarjeteé furiosamente y pedí que me la envolvieran para regalo.
Al terminarla me quedó una sensación dura, un descalabro
emocional, como volar a causa de una patada ninja rotunda ahí donde termina el
esternón. Después de eso, bueno, sucedieron un montón de cosas que hacen a mi
humanidad pero no a este comentario.
A fines de 2014 llegó a mí casi por casualidad Los puentes magnéticos, su segunda novela, esa que no solo cierra la trilogía urbana*, sino
que además le da el carácter. Es este libro y no los otros el que carga con el
mayor poder identitario.
La novela gira en torno a Camila, una profesora de inglés
que araña los treinta reproduciendo una rutina que descansa sobre duelos
irresueltos y una culpa que no puede -no sabe- purgar. Como escribiera Jimena
Arnolfi, todo hace ruido. Su profesión, su padre periodista desaparecido en
Brasil. La relación con su madre y su hermano menor. Una amiga a la que
comienza a ver luego de hacer que pierda su trabajo. Una película en la que
hace de extra. Los hombres: Emiliano, el alumno adolescente que la desorienta y
con el cual se acuesta; Cristian, su ex-pareja; Rodrigo, el pibe con el que
tiene algo; Javier, un profesor suplente. Todos se la cogen. O casi todos.
Elijo decirlo de esta manera por un motivo. Hay un uso de ese cuerpo que no nos
es indiferente.
Tanto en Los modos de ganarse la vida como en Los puentes
magnéticos hay una escena en la que el protagonista ve interrumpido su trayecto
del supermercado a su casa -por causas absolutamente dispares- y debe tirar las
hamburguesas que había comprado porque ya se habían descongelado. Al leer ambos
pasajes pensé lo mismo: ¿Es esto real? ¿Tiraríamos tan fácilmente un paquete de
hamburguesas porque no las pusimos inmediatamente en el freezer, porque nos
retrasamos más de la cuenta? ¿Es realmente necesaria esta escena? Y en ambos
casos convine que sí. Hay un metrónomo molesto que les marca un tiempo que
acecha, que no controlan; comparten, en una comunión imposible, la pérdida de
autoridad. De hecho, la muerte del padre de Camila queda signada por una
desaparición confusa que solo hace a la idea de algo demorado en el tiempo, no
de algo -de alguien- que ya no está.
puentes
magnéticos es, en esencia, un escenario despojado de escenografía. Allí donde
otros dispondrían de múltiples recursos narrativos, Molina elige ignorarlos y
construir desde adentro. Termina erigiendo un personaje dotado de una pesadez
etérea; es Camila la entera responsable, al suplir los objetos que faltan, de
dar cuenta del espacio y del tiempo. Hay mudanzas, sí, hay establecimientos
fuertes y marcas espaciales ingeniosamente destacadas, pero no hay espacios
libres. Nunca hay espacios libres. Es difícil, por momentos, no confundir la
prosa limpia con una historia llana; pero esa simpleza encierra reveses allí
donde se ponga la vista.
Los puentes magnéticos podría ser un manual de instrucciones
o una receta de cocina. En algún lugar esconde celosamente las pautas para
rehuir de las decisiones ajenas, y las pistas para intentar no quedar recluso
de las propias. Hace unas meses le dije en un mail que me resultaba fácil
creerle porque su escritura se adivinaba desde un primer momento honesta. Y
quizás, pienso en frío ahora, sea la mejor forma de describirla: desde la
sinceridad, que no es lo mismo. La idea que deja es que no finge, no fuerza.
Sexo y género. Al avanzar sobre la historia, percibí los
géneros cambiados en diferentes personajes, como si Camila por momentos fuera
un hombre, como si todos esos hombres que se deslizan fueran mujeres. Podría
interpretarse como un error en la conformación de los personajes. Podría, no lo
sé. No creo que sea tan importante. Me interesa lo que sucede después. De
Rodrigo, de Cristian, del profesor, de todos sus ex, Camila es objeto. Pero hay
un vínculo en el que se nota el final de un proceso, el que rompe con todo lo
anterior y monta, sobre pilares precarios pero genuinos una identidad modificada,
nueva: es el que se desarrolla entre ella y su alumno. Hay una escena puntual
en la que su sexualidad le es restituida. Él la llama pidiéndole ayuda, tomó
cocaína y está asustado, ella va a ayudarlo, lo calma y lo cuida, y cuando él
entra en calor, cuando se tranquiliza, algo en ella se activa y lo busca; se
adivina que se acuestan; él pasado de rosca, ella de algún modo también. Al final del libro se confirma
que está embarazada. Todo esto es muy importante. Su sexualidad, su cuerpo de
mujer, se restauran con este chico. Su identidad -y la de su padre- se
reconstruyen con el otro pibe -el que espera-, su bebé por nacer. Mientras que
se adivina que está lista para dar a luz, su padre está listo para morir.
Los finales que elige este escritor parecen mostrar un
avance en la deliberación de los personajes. Si el lector no esta advertido
quizás interprete que ese estancamiento y ese devenir cotidiano pueden, por
generación espontánea, dejar una impronta marcada, una enseñanza atroz. Pero si
es, definitivamente no es por generación espontánea. Es tan terrible a veces no
saber si es el mundo o somos nosotros.
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