viernes, octubre 31, 2014
Roque Larraquy experimenta con la locura en “La comemadre”
Reseña de La comemadre en La cueva del erizo.
Por Sergio Sancor.
Cuentan que la locura lleva el arte pegada a los talones.
Que los trastornos mentales llevan implícitos una forma de ver el mundo que
hace que la creatividad – ese término tan subjetivo – haga estragos allá por
donde pasa. Pero en este mundo de locos y cuerdos, ¿quién es el que determina
cuál es la raya que los separa? Roque Larraquy parece tenerlo claro: la línea
que divide tu cabeza del cuerpo.
Hay veces que los libros son tranquilos. Uno va leyendo, se
va empapando de la historia, y los cierra pensando que la placidez ha llegado.
Otras veces, los libros son incómodos. Te hacen reflexionar sobre aspectos que
llevabas guardando demasiado tiempo en el cajón. Y en ocasiones, como sucede
con La comemadre, son como una bofetada tirada a dar con la mano abierta que te
deja a caballo entre la estupefacción y la sensación de haber leído algo
tremendo, una pequeñita joya, una canallada que se te mete dentro. Dos épocas
diferentes, pero unidas por un mismo concepto: la locura. 1907, un sanatorio
donde sus médicos experimentan con las cabezas – literalmente – de sus
reclusos, para ver cuánto tiempo las cabezas cercenadas se mantienen con vida.
2009, un artista poco convencional – por llamarlo de alguna manera – encuentra
una planta que devora la carne por dentro hasta dejarla en nada. Y aunque os
preguntéis qué tiene que ver una cosa con otra, la tiene, vaya sí la tiene,
pero eso habrá que dejarlo para el final.
Roque Larraquy, desconocido por estos lares, convierte aquí
la experimentación en una especie de feria de los malditos en la que el juego
macabro, el amor enfermo, el arte y sus conceptos, son manejados con la
precisión de un cirujano para convertir a La comemadre en una historia que,
parafraseando el texto, nos comerá por dentro. Lectura ágil, pero no por ello
menos intensa. Pequeños párrafos, disparos directos a la cabeza, amores
frustrados entre las cuatro paredes del lugar de la locura, y arte subterráneo
que, aunque no se entienda, se comprende. Suele decirse que se necesita una
regeneración en lo que a contar historias se refiere. Quizá esta novela
intervenga en ese limbo donde los nuevos descubrimientos se mueven libremente
hasta que caen en nuestras manos. Lo importante, al fin y al cabo, no es que
sea alguien conocido, lo importante es que por dentro, cada uno de nosotros,
los libros nos devoren. Y éste lo consigue, con creces.
La cueva del erizo, 29/10/2014
El poderoso discurso de la pseudociencia
El escritor argentino Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975)
inaugura la colección Cuarto de las Maravillas, de Turner, con La comemadre.
Por Alberto Gordo.
¿Quién demonios es este Roque Larraquy?”, se preguntaba,
hace algún tiempo, Ignacio Echevarría. El crítico de El Cultural terminaba de
leer La comemadre (Turner), primera novela de este escritor argentino de 1975,
y parecía sinceramente impactado. Atribuía su fabricación a una suerte de
conjuro literario: La comemadre solo podía haber sido escrita “a cuatro manos
-entre risas y a escondidas de todos- por Jorge Luis Borges y Witold
Gombrowicz”. O entre Gombrowicz y Virgilio Piñera. O, decía, por un Villiers de
L'Isle-Adam versionado por Paul Valéry. Era raro.
El primero de los dos relatos que componen La comemadre
cuenta una historia de 1907. En el sanatorio de Temperley, un grupo de médicos
inician un descabellado experimento que parte de la idea de que el ser humano
vive -y puede decir cosas- hasta nueve segundos después de que le corten la
cabeza. Así que instalan una guillotinas y consiguen, con espectaculares
mentiras, que unos enfermos de cáncer donen sus cuerpos a esa disparatada
ciencia: “Esta es la propuesta -escribe el narrador-: seleccionamos pacientes
terminales. Les cortamos la cabeza de modo que no se lastime el aparato
fonador, técnica que he practicado exitosamente con palmípedos y que ya
explicaré, y pedimos que la cabeza nos cuente en voz alta qué percibe”. Son
especialmente delirantes las aportaciones de cada uno de los doctores, que se
suman al proyecto con entusiasmo. Los médicos creen estar a punto de dar un
paso decisivo en la Historia de la Ciencia. “A mí lo que en realidad me
interesa -nos dice, al teléfono desde Buenos Aires, el autor de la novela- es
el discurso de la pseudociencia. Me interesa ese discurso porque posee la épica
del fracaso”.
Aquella medicina de principios del XX trabajada con
electricidad; o la radiestesia, o la frenología, poseían, afirma el escritor
argentino, “una estrategia literaria muy poderosa”. Como poderosos son los
embustes de los médicos de Temperley, que prometen a los enfermos la curación,
y acto seguido les cortan la cabeza. Todo esto lo leemos en el espantoso diario
del doctor Quintana -un diario clínico, secamente descriptivo-, quien, entre
decapitaciones, alimenta un dificultoso amor por la enfermera Menéndez, que es
alta, atractiva y fuma cigarrillos de cinco minutos exactos. El clima frío y
blanco del sanatorio, el aséptico informe de Quintana, el brillo metálico de la
guillotina, todo eso le da al conjunto una textura de quirúrgica sobriedad. “El
estilo de la novela viene un poco de mi intención de trabajar con el humor”,
dice Larraquy. Un humor, digamos, terapéutico. Negrísimo. “Un humor -añade- que
surge de la distancia frente al hecho traumático o violento, de una lectura
desapegada y cínica de lo que ocurre”. Ese humor, muy medido, es también
válvula de escape, o fuga: sin él, La comemadre sería insoportable: “Creo que
de ese modo el texto revela su naturaleza no realista. Es un texto muy
disparatado. Que transcurre en una realidad grotesca y de algún modo el humor
es síntoma de toda esa construcción artificial”, afirma Larraquy.
La segunda historia ocurre ciento dos años después. Un
reconocido artista contemporáneo recibe la visita de una joven estudiante de
Yale que escribe una tesis sobre él. El relato es la refutación de esa tesis,
es decir, de la biografía errónea del artista, un exniño prodigio cuya
aportación última a la historia del arte consiste en la inclusión, en sus
obras, de miembros amputados de seres humanos, incluidos los suyos. Como si en
el arte -o mejor: en el mercado del arte- todo valiera. “En ambos relatos se
describe cómo la meta que postulan los personajes-narradores es siempre más
importante que la evaluación moral que ellos hagan de su comportamiento",
dice el escritor, para quien, desde ese punto de vista, hubiera sido muy torpe
condenar a los personajes. "En la segunda parte la violencia tiene también
que ver con ese mercado que resulta indistinguible del arte en sí. Los
personajes piensan el arte como mercancía, así que improvisan, especulan con
los resultados y los efectos retóricos que pueden llegar a producir”. Otra vez,
como en el primer relato, al escritor le interesa la legitimación a través del
discurso. “Las dos historias comparten un espacio común que es el de la
construcción de un discurso que en última instancia los avala y los proyecta”,
dice el autor.
Además de lo mencionado, la comemadre (una planta) avala la
unicidad de la obra. Es el último y terrible nexo entre ambos relatos: un
vegetal cuya savia produce unas minúsculas larvas capaces de hacer desaparecer
los cuerpos y reintegrarlos en la tierra. En la historia del sanatorio se
menciona la comemadre en un momento problemático, cuando decenas de cadáveres
guillotinados se apilan en el sótano. “(...) el depósito del sótano sigue lleno
-apunta el narrador-. Habría que resolver cómo vaciarlo. ¿La incineradora? El fuego
es sucio, y la suciedad delata. Con estas palabras lo digo. Más higiénico es
inyectar las larvas en los cuerpos y hacerlos desaparecer, sin rastro”.
El Cultural.es 15/10/2014
jueves, octubre 23, 2014
“No hay peor escritor que un escritor inteligente”
Por Pablo Chacón.
En La serenidad, el escritor Iosi Havilio explora una trama
que en sus palabras es capaz de implosionar en las manos del Protagonista
permitiendo así que los fragmentos que multiplican el texto se transformen en
una máquina de efectos hermenéuticos múltiples, como múltiples son sus
referencias.
El libro, publicado por la editorial Entropía, a la manera
de un artefacto retórico de diversas dimensiones, opera como una onda expansiva
después de una detonación, siguiendo las palabras del autor. Havilio publicó, entre otros libros, Open Door y Paraísos.
Esta es la conversación que sostuvo con Télam.
T : ¿Qué tipo de artefacto retórico es La serenidad? Hay un
protagonista pero podría ser el ensayo sobre algún grado cero.
H : La palabra artefacto se me cruzó en el camino cuando
empecé a nombrar La Serenidad como un todo, mientras armaba el rompecabezas que
tenía entre manos. Es probable que se lo haya tomado prestado a Parra y sus
poemas visuales. El asunto es que cuando tuve una primera mirada de conjunto
entreví una máquina, explosiva, o mejor, implosiva, eso mismo, un artefacto que
implosiona en las manos del Protagonista. Un artefacto lingüístico, por
supuesto, que es el modo en que el Yo se materializa... el artefacto estaría
compuesto por todo eso que El Protagonista, es, fue y será/quisiera ser, un
conjunto amorfo de experiencias sin bordes. La Serenidad es, lenguaje mediante,
el desiderátum, vendrá más tarde, o nunca, en todo caso, será posible cuando se
despoje de símbolos y metáforas; la serenidad no es un estado de gracia sino la
onda expansiva que provoca el estallido, los instantes que siguen a la
detonación.
T : El efecto que producen las mayúsculas (Mujeres, Hija,
etcétera) es el de cierta impersonalidad. ¿Cuál es tu opinión?
H : Hay algo de arma tu propia aventura en el uso de las
mayúsculas. Serían algo así como entidades de identidades múltiples.
¿Impersonalidad? Puede ser, o también, todo lo contrario, hiperpersonalidad.
Todos esos nombres, del Protagonista a los Ratones, pasando por Padre, Madre,
Bárbara (que es otra categoría, a pesar de sí misma) están subidas a los
hombros de los personajes. Los mandan, los adoran y los pisotean, son sus
pequeños genios. Es probable, se me ocurre ahora, que esa distancia
sobreactuada, al igual que el tono de farsa emperifollada, funcione como una
estrategia, la coartada de una autobiografía mal simulada, la manera de
despacharme con la historia personal que como en un juego de encastre algún
otro podría intercambiar por sus propias piezas.
T : ¿Cómo es una
prosa dónde alternan lo real, lo simbólico y lo imaginario, si entendemos a esa
trinidad como la entendía Jacques Lacan, que justamente -introduciendo lo real-
evitaba toda visión del mundo?
H : Ya no sé cómo Lacan se metió en la escritura de este
mundo, pero así fue. Y se coló en la enunciación de las partes, longitudinal y
verticalmente, también en un sentido plástico, incluso en el argumento. Es
probable que haya sido leyendo la
interpretación de Zizek sobre su teoría, así llegué a la fuente, un texto
maravilloso donde Lacan distingue y relaciona con el arte los tres registros de
lo psíquico: real, simbólico, Imaginario. Y lo hace dándole un sentido a las
palabras que me resultó revelador porque a la vez que traducía el universo,
describía el proceso que venía transitando en la exploración. Lo real para el
Protagonista es todo eso que es y no es, lo que le está dado y lo que permanece
oculto más allá de su realidad... sucede algo similar con el termino ficción
que suele reducirse a lo inventado, un facilismo espantoso. A partir de ese
texto, llegué al esquema R que desde el vamos pensé como una constelación, una
suerte de mapa astrológico del yo, donde está cifrada una historia, su forma y
el procedimiento que utiliza para narrarlo. Es un cuadro maravilloso, una
invitación al juego. Esos tres registros circulan permanentemente en la
escritura, en cualquier escritura, más allá del género o el estilo; La
Serenidad hace de eso su trama.
T : Entiendo que La serenidad es una pieza ajena a los
protocolos narrativos más convencionales, que por defecto podrían orientar la
lectura de tus otras novelas. ¿Esto es así?
H : Entiendo una buena novela, así sea experimental,
costumbrista o histórica, como un texto que puede valerse por sí mismo,
fundando, si algo así existiese, sus propios protocolos a partir de un entre
autor y narrador... Siendo así, una buena novela podría ser una novela
malísima. Las lecturas orientadas, como cualquier expresión que venga con
brújula incorporada, son tristes y penosas, difíciles de querer. Estamos
plagados de ejemplos de este tipo; prefiero el riesgo y la zanja, al gps y la
huella. La Serenidad es un poco el resultado de una patinada.
T : ¿Qué poéticas de
las que leés en la Argentina contemporánea te interesan más, o con cuáles creés
tener mayor afinidad?
H : En las afinidades que cuentan, el que escribe es un
fusible, un mero espectador. El que trae y lleva. Lo que me interesa y cautiva
es el dialogo que se da entre las obras, esos diálogos arbitrarios,
desenfadados y urgentes, movimientos centrífugos que van desde adentro hacia
afuera. El control de las influencias es exasperante y malintencionado. Ahí
está la verdadera pedantería. No hay peor escritor que un escritor inteligente.
Claro que puedo reconocer una serie de vinculaciones pero cada vez sospecho más
de que se trate de una imposición mía. Las relaciones profundas que se tejan
entre una novela y otras obras incluyendo expresiones no artísticas, por
supuesto, no están en la superficie ni son inventariables fácilmente.
Detectarlas toma tiempo y exige introspección, ahí está la diferencia entre el
ojo crítico y el ojo vigilante. Pero ya que nombraba a Parra y sus artefactos y
para no esquivar el bulto, durante la escritura de La Serenidad frecuenté y
conviví con cierta poesía visual que me interpeló de manera contundente. Pienso
en Amalia Boselli, en Milton Laufer, en Arnaldo Antunes y en el propio León
Ferrari.
Telam, 20/10/2014
Telam, 20/10/2014
viernes, octubre 10, 2014
Tocar la traducción
En el libro de ensayos Música prosaica (Entropía, 2014),
Marcelo Cohen interpreta con destreza diversos mundos -la música, la
literatura, la política- desde la experiencia vital de la traducción.
Por Shirly Catz para Espacio Murena
Música prosaica lleva a cabo una de las fantasías de su
autor: la de poder “tocar literatura”. “Tocar literatura” implica, en primer
lugar, palparla, la traducción misma se le aparece a Cohen como un fenómeno
propiamemente corporal, de “hormigueo en los dedos” cuando pasa un tiempo sin
traducir.
Contagiados de ese hormigueo “que se extiende a todo el
cuerpo en terca búsqueda de postura”, pasamos las páginas de su texto para
notar, además, que “tocar literatura” requiere, sobre todo, de un gran
ejecutante. En este segundo sentido de tocar en tanto “músico que ejecuta una
pieza”, su ejercicio ya no es sólo corporal sino, sobre todo, esencialmente
musical. Sus dedos que traducen sienten,
sobre todo, nostalgia de la música. Y performance mediante, el músico-escritor
se convierte, aquí, en un asombroso ejecutante de su partitura, que ha
pretendido unir mundos diversos.
En esta conjunción de universos es que el autor puede llevar
a cabo, en parte, lo que cree imposible: otorgarle armonía a la literatura. Su
texto busca, también, lo que otros han buscado y aquello en lo que Cohen juzga
que han fracasado: que la prosa no sea sólo sucesiva, sino simultánea, en un
efecto armónico y de totalidad polifónica.
De la conciencia de esta imposibilidad es que podrá generar,
paradójicamente, su propio efecto de armonía. Lo logrará mediante la creación
de constelaciones improbables que irán generando una suerte de eco in
crescendo: Apollinaire y los simultaneístas, Burroughs cortando la página para
neutralizar “el poder adictivo de la línea de sentido único”, Faulkner junto
con E.M Forster, y Néstor Sánchez con la improvisación del jazz… Cada uno de
ellos como una nota musical, en la conformación de acordes específicos dentro
de la obra.
Con un tempo particular, con el hormigueo del jazz extendido
al cuerpo, es que ingresamos al segundo tema, variación de la melodía en la
segunda pieza que nos hace sentir, ahora, un elemento nuevo: la conexión del
lenguaje con la política. Pensar sobre la lengua, afirma en el segundo de sus
ensayos, es esencialmente un gesto político. El lenguaje es político por
excelencia, pues ejerce el control sobre uno mismo. Las prácticas de
traducción, cuando son capaces de relacionar mundos distintos, cuando salen de
ese “lugar asfixiante donde todos enjuiciaban la existencia de los otros”, son
como pequeñas islas de libertad en los que podemos quitarnos los zapatos que
nos tocaron en suerte, y que de tanto usar hasta habíamos olvidado que nos
quedaban apretados. “Traducir como la vía idónea para disgregar el simulacro de
unidad”, apunta Cohen.
Su texto canta la traducción de la literatura a la música y
de la música a la literatura, no con la pretensión de una unidad improbable,
sino desde un ejercicio de libertad. Este ejercicio no es meramente lúdico.
Acaso radique allí la belleza de ese baile: en una apariencia de liviandad y en
el ocultamiento de un secreto.
Al compás de Música prosaica, Cohen hace danzar a la música
con la literatura y a la literatura con
la música, como dos amantes apasionadas, con la fuerza y el deseo de aquellos
que saben que, al final de la noche, se tendrán que volver a separar. Pero que
pueden sentir, también, que en ese relampagueo han ampliado el horizonte del
mundo. Pues “de eso debería tratarse justamente cuando alguien dice que le
preocupa el lenguaje: de formas que abran la conciencia a los vaivenes del
viento”.
Espacio Murena, 7/10/2014
jueves, octubre 09, 2014
“La Comemadre” de Roque Larraquy. Una maravilla en “El cuarto de las maravillas”
Reseña de La comemadre en Lectura y Locura. Por Mariano Hortal.
Si hay una editorial actual que se caracterice por su búsqueda de nuevos caminos editoriales y por su eclecticismo podemos hablar sin lugar a dudas de Turner. En su afán de buscar nuevo público uno se siente privilegiado que cuenten con él para experimentar con una nueva colección, máxime cuando esta colección se amolda tanto a mis posibles gustos como es “El cuarto de las maravillas”, cuya premisa es, desde luego, muy apetecible:
“El gabinete de curiosidades de la casa, lugar de las historias inverosímiles, las voces nuevas que además parecen nuevas, las crónicas verídicas, la cotidianidad poética y los libros experimentales.”
La idea de montar un “gabinete de curiosidades literarias” donde dicha etiqueta se comporte como aglutinadora de valores nuevos contemporáneos y un gusto por experimentar es, en mi opinión, un riesgo en los tiempos actuales y solo por ello ya es merecedor de aplauso. La calidad de los libros con los que han comenzado, afortunadamente, refrenda la propuesta dotándola de un interés aún mayor que viene acompañada, por si fuera poco, de unos precios muy competitivos (cercanos a ediciones de bolsillo) y un diseño de fajas ciertamente innovador.
Solamente por la publicación de la encantadoramente experimental y prometeica “La comemadre” del joven escritor argentino Roque Larraquy ya estaría más que justificada la aparición de esta colección.
Nacido en Buenos Aires en 1975 el autor estructura esta historia en dos tiempos paralelos: una primera parte en 1907 y una segunda parte en 2009. Mucho deben las dos narraciones al mito de Prometeo, pero ya en la primera podemos comprobar la base de lo que sucede en un sanatorio:
“Un hecho desconocido por quienes no practican el oficio es que la cabeza separada del tronco permanece consciente y en pleno uso de sus facultades durante nueve segundos. Al alzar la cabeza, el verdugo entrega a su víctima una visión del mundo, última y menguante. Haciéndolo, no solo contradice la idea misma del castigo, sino que convierte al público en espectáculo.”
Esta premisa experimental desencadenará una serie de experimentos para demostrar lo que sucede en el momento relatado, aquí lo experimental se sostiene en lo experimental del lenguaje usado (metaexperimentalidad), lo absurdo se mezcla con lo aparentemente real, el estar en un sanatorio de enfermos de cáncer estimula la imaginación de los doctores, como es el caso de Quintana:
“-Esta es la propuesta: seleccionamos pacientes terminales. Les cortamos la cabeza de modo que no se lastime el aparato fonador, técnica que he practicado exitosamente con palmípedos y que ya explicaré, y pedimos que la cabeza nos cuente en voz alta qué percibe. Por el intento recibimos una excelente paga a expensas de Mr Allomby.”
Parece lógico entonces que engañen a varios de los pacientes indicándoles que no ha funcionado su tratamiento para que acepten la propuesta; si además aluden al caduco e inherente patriotismo argentino como causa por encima de todo, Roque perpetra una burla del carácter argentino:
“La mayoría se deja convencer porque intuye un desastre científico argentino de dimensión mundial, y en esta efusión de patriotismo entregan el cuerpo. El clima de gesta favorece el sí fácil.”
Los intentos de comprobar lo que sucede desencadenan tal cantidad de muertos que, para desembarazarse de ellos, habrá que idear una forma de hacerlo. En medio del horror que supone este espectáculo, una digresión botánica le sirve para introducir la “comemadre”: “Una digresión botánica: el islote Thompson, en Tierra del Fuego, es el único lugar del mundo donde crece una planta de hojas aciculares conocida como “comemadre”, cuya savia vegetal produce (en un salto de reinos no del todo estudiado) larvas animales microscópicas. Las larvas tienen la función de devorar el vegetal hasta resecarlo por completo. Los restos se dispersan y fecundan la tierra donde se reanuda el proceso.”
Esa “comemadre” actúa como el elemento que es capaz de borrar nuestros fallos, resultado de nuestra experimentación, del anhelo de saber si existe otra vida y que alguien nos lo pueda confirmar. ¿Una posible metáfora del olvido selectivo que todos practicamos cuando algo no sale como esperábamos o sobre todo sobre los fallos que cometemos?
Si este pequeño relato nos desafía, el siguiente, ambientado en 2009 empieza con una prolepsis que anticipa parte de la historia, la del protagonista, que igualmente narra en primera persona las consecuencias de lo que le ha sucedido:
“Aquí su síntesis sobre mí: tengo una mano de cuatro dedos, el quinto se me perdió. Tengo un cuerpo que es mío, y una cabeza de perfil anormal que me costó mucho dinero. Un museo de Copenhague ofrece el doble por plastificarme y exponerme al público cuando muera. Dos asociaciones de derechos humanos de Dinamarca demandan al museo por estimular “una mirada del cuerpo como mercancía.” Un colectivo de lesbianas organiza una sentada en la puerta del museo, en solidaridad con el derecho de ponerle precio a mi cuerpo, como se hace con cualquier objeto de arte.”
El anhelo por buscar la otra vida se hace a través del arte, hay dos figuras paralelas, dos genios que llevan vidas similares, el narrador, conocerá a su amante Sebastián:
“Al terminar, con un verdor llamativo para la piel humana y la rodilla roja del roce contra el suelo, Sebastián dice (es un romántico) que esperaba la entrada de su cliente soñado, el que había buscado en los otros, y que yo soy ese. Quiere que estemos juntos desde ahora: con mi aspecto no hay manera de que le sea infiel. Da por descontado que en dos o tres días voy a enamorarme.”
Que le servirá de sujeto base sobre el que experimenta llegar a la sublimación artística aún a costa de lo que le pueda pasar; las consecuencias del dolor causado le llevarán a un sanatorio que es el de la primera historia:
“Veo un diploma de reconocimiento oficial con la cara de Eva, un escudo de armas inglés o irlandés, una pinta antropométrica, una hilera de frascos de porcelana, una serie de fotos individuales del primer plantel médico del sanatorio, con un mismo bigote puntiagudo recorriendo todas las caras, y un retrato al óleo del dueño y fundador, Mr R. Allomby, exhibiendo orgulloso una quemadura que le deforma la boca.”
Como unión no solo está ese sanatorio sino la “comemadre” de la que hablábamos, utilizable, incluso después de cien años; en este caso se convertirá en parte de dicho experimento, nuevamente:
“Es un polvo negro de textura irregular. Su nombre en español, “comemadre”, se extinguió con la planta en la Patagonia hace ochenta años, pero sobrevive en Inglaterra como motherseeker (“buscamadre”) o momsickener (“enfermami”). Los últimos ejemplares están al cuidado de la mafia inglesa, que usa las larvas para borrar evidencia. Esto es lo que dice Sebastián. Los datos restantes provienen de las notas de un médico muerto. ¿Sólo con agua? ¿Después de un siglo? Algunas semillas se mantienen en letargo durante más tiempo. Es un reto a la credibilidad, pero Lucio tiene el rostro apaciguado de los creyentes.”
Lo único que puede frenar el anhelo por la vida ulterior, por la sublimación a través del arte es, sin lugar a dudas, la falta de fe. Experimentar se convierte en un leitmotiv de nuestras vidas si creemos en sus posibilidades, como el de Roque Larraquy y su espléndida pequeña maravilla.
Lectura y Locura, 9/10/2014
miércoles, octubre 08, 2014
Bicisenda evasiva
Libros. Nouvelle citadina con sabor a Buenos Aires.
Por Lucas Cremades
En la voz de un joven estudiante universitario se aparece
Martín Zícari (Buenos Aires, 1989) para narrar el discurso interior y casi
invisible que parece inferir, connotar y demostrar que a través de situaciones
posibles, hipotéticas, elementales y astrales, la imaginación y algunas calles
de Buenos Aires son como moldes desde donde situar una escritura inquieta, real
e ilusoria que logra detenerse con éxito en hechos del estilo “un Yetti Yuppie
Yendo (YYY) a tomar su clase de inglés matutina antes de una jornada de diez horas
de trabajo en la empresa aseguradora de capitales menos relevante de la
economía argentina (…)”. A puro escape, confrontando con el rictus académico,
Zícari trae en su primera novela el relato interior de la vida cotidiana, el
cual puede sucederse a bordo de una bicicleta y sólo cuando cerramos los ojos.
Como una carga de voces que se oyen sólo desde una escollera profunda que se
adentra a mar abierto, Scalabritney arroja fantasías y demuele los letargos de
la mente.
Revista Veintitrés, 10/09/2014
martes, octubre 07, 2014
¡Pobres guillotinados!
¿Sigue viva una cabeza tras ser cortada? Larraquy novela los
delirios del arte y la ciencia.
Oportunísima la puesta en circulación en España, en la nueva
colección de Turner, de La comemadre, primera novela de Roque Larraquy (Buenos
Aires, 1975), publicada en Argentina cuatro años atrás, y que obtuvo una
notable recepción crítica. La cosa no era para menos. Ya desde la página
inicial (incluso antes, en los epígrafes) se detecta una prosa muy concentrada
con una finalidad desasosegante. El asunto es claramente perturbador, y por
partida doble. La novela se articula en dos relatos, ligados por el delirio; en
uno, el desenfreno de verificación de la ciencia a principios de siglo (1907),
y en otro, la obsesión del artista actual (2009) de convertirse él mismo en
objeto artístico. En ambos se experimenta con el cuerpo, más allá de sus
límites. El primero narra el proyecto de un grupo de psiquiatras que, en una
clínica próxima a Buenos Aires, intenta averiguar qué sucede en los nueve
segundos en que una cabeza humana sigue viva después de ser cercenada. Embaucan
a los pacientes, enfermos terminales de cáncer, para que donen su cuerpo y los
guillotinan para registrar la vida aún latente, lo que dice la cabeza. En el
segundo relato, un artista corrige una tesis sobre su vida y obra, con todas
las notas al pie desatinadas, exhibiendo su infancia de niño prodigio y joven
obeso que, al perder kilos, perdía parte de su yo, y con esa humillación se
esforzaba en distinguirse de la especie, en dar vida al monstruo que lo habita,
a la vez que declara sus “ganas de ser involucrado en el amor”.
El amor recorre, en efecto, con una tensión subrepticia y
abyecta, las zonas menos calamitosas de los dos relatos, que se complementan
como una prótesis. Quintana, el psiquiatra que narra la historia de la clínica,
se presta a trabajar en el desquiciado experimento por amor a Menéndez, la jefa
de enfermeras, de la que sólo sabe que fuma cinco minutos apoyada en una
baranda, sin más vida que su profesión, y que todos, incluido el director,
andan detrás de ella. Un burbujeo de deseo para justificar la ignominia de la
investigación. Al artista el amor le deja la cabeza “como una pantufla de
anciana”, y su arte se fundamenta en la mutilación: se extirpa un dedo, que
cuelga de un alambre; no es su mejor obra, pero así sabe que lo que pierde no
importa, hasta que alguien lo roba, y la representación deriva en trivialidad.
En La comemadre, la precisión de la prosa, con frases
breves, escuetas, que conforman una interrogación que obliga a detenerse
continuamente, produce también un efecto de anonadamiento, como si la razón
hubiera sido reemplazada por una lógica destructiva, y en ese proceso la novela
misma aniquilara su significado. El título hace referencia a una planta que
produce larvas que la devoran por dentro. Aquí las larvas que anidan en la
ciencia y el arte devoran los cuerpos o los transforman en anomalías. Con esta
primera novela, Roque Larraquy desplegó un inusitado talento sin renunciar a
una inteligencia corrosiva.
El País, 06/10/2014
lunes, octubre 06, 2014
LA SOPORTABLE LEVEDAD
Por Maximiliano Crespi para Radar Libros
Entre la parodia y el grotesco, Scalabritney aborda la frivolidad demostrando con hidalguía que se lo puede hacer sin ser, precisamente, frívolo.
Hay algo en el discurso de la frivolidad que resulta fascinante. No es, claro, su insolente disposición a hablar con desparpajo a la vez sobre asuntos complejos y banales, salvando con clichés todo nudo problemático. Lo fascinante es el vértigo con que se suceden, indiferentes, sus cambios de tema, en una arrolladora y tibia huida hacia adelante. La ficción de la frivolidad (que no tiene que ser obligatoriamente frívola) sigue un cauce de pensamiento leve (pero no por ello débil), serpentea frente a los obstáculos y cambia de curso de manera dúctil ante los accidentes de superficie. No elige los cambios; se deja llevar más bien por un impulso de apariencia neutra que la excede. Se abandona a esa “fuerza poética natural” que le permite evadir contradicciones, fantasmas, detalles y lapsus: lo ínfimo, tras lo cual asoma el rostro insoportable de lo real. En ese paso de baile aprensivo y etéreo –sobre el cual César Aira fue capaz de elaborar una obra de mérito incuestionable– se despliega la nouvelle de Martín Zícari.
La consistencia del semblante poético de Scalabritney no se apoya en la desidia de su adjetivación, radica ante todo en la sintaxis con que reproduce el flujo metonímico por el cual la narración avanza sobre una trama intrascendente, arrancando nuevas frases a frases que parecían agotadas en su monotonía y su banalidad. Partiendo tan sólo de un puñado de escenas, que no llegan más que a ser superficialmente hostiles, el relato se articula así sobre digresiones de evasión que rozan lo delirante (un sueño, una alucinación, una película de terror, un recuerdo, todo es distorsionado y transformado por la imaginación). La distinción no es siempre tangible. No porque todo se plantee bajo un mismo punto de vista, sino porque entre la percepción de lo “real” y lo imaginario no median diferencias en el orden de la ficción. Y es por eso que, más que el relato, lo que gradualmente se convierte en el centro neurálgico del texto es la imaginación sobreactuada de un personaje cuya existencia oscila entre la ingenuidad espontánea y la ridiculez. Más que lo que se dice, lo que importa es quién habla. En la recreación de esa voz y ese imaginario particular, el flujo discursivo adquiere en efecto –como ocurre a veces en Puig– un carácter casi performativo.
Sin embargo, el relato vacila a veces indeciso entre la parodia y el grotesco. Lo que ratifica el ademán paródico es el índice de un subtitulado donde el narrador cambia (o al menos se desdobla). Lo que remite al grotesco es la vitalidad de una ficción que pone en escena un narcisismo impúdico, tan exhibicionista en su frivolidad y su medianía que por momentos flirtea con lo transgresivo, ya fuere en el pavoneo de la incorrección política o en la impostura que recicla sus lugares comunes. Todo parece bastante claro: el personaje ama las fiestas privadas, los erotizantes paseos en bicicleta por Palermo Queer, las escapadas con amigos al Tigre y desprecia abiertamente a “la chusma” y a ese aburrido o amenazante “mundo hostil” del cual huye en sus dulces visiones. Pero se revela siempre demasiado satisfecho de su propio imaginario (y de su propia frivolidad) como para rozar siquiera la experiencia transformadora de lo íntimo. Scalabritney es “un espacio multisensorial, multidimensional, multimediático, múltiple” donde la infelicidad se conjura; un lugar secreto, lujoso e ilusorio –a la vez oscuro y placentero– donde la fiesta se prolonga “infinita” y donde nadie se acuerda de la bolsa de ropa sucia de su jefe.
Radar Libros, Página 12, 05/10/2014
jueves, octubre 02, 2014
Literatura continua
sobre Scalabritney, de Martín Zícari
por Quintín
Leo que Enrique Vila-Matas es el escritor invitado para
inaugurar el Filba y también leo una reseña que Matías Serra Bradford publicó
en PERFIL de Sobre cosas que me han pasado, de Marcelo Matthey. Es un libro muy
extraño, un diario escrito durante 1987 y 1988 en el que sólo se anotan hechos
cotidianos, desprovistos de toda interpretación: “En la micro del Cajón del
Maipo, dos de los vendedores que subieron se pusieron a hablar con algunas
personas de la micro. Al primero lo escuché hablar atrás. El otro se sentó al
lado de la entrada”. Escrito en un chileno coloquial, Sobre cosas... es el
resultado de unir dos libros breves, que es todo lo que escribió Matthey antes
de decidir que ya era hora de parar y dejar que lo continuara “un gallo más
avezado para seguir en eso y no destruir lo que está hecho”. Evidentemente,
Vila-Matas se perdió un Bartleby para su recopilación de escritores que
preferirían no hacerlo.
Y no uno cualquiera, porque en la empresa de Matthey se
reconoce la literatura en una de sus variantes más radicales pero también más
amables. El libro editado por Mansalva incluye una entrevista muy ilustrativa
de Cristóbal Joannon y un artículo de Roberto Merino que define la textos de
Matthey como exentos “del ruido anexo de los pensamientos”. Estamos en las
antípodas de la “literatura de ideas”, pero lo más original de Sobre cosas...
es que está articulado en torno a la idea de continuidad, entendida como la
ambición de abolir la separación entre el adentro y el afuera, establecer el
afecto entre la conciencia y las cosas, entre lo universal y lo particular,
entre lo animal y lo mineral, entre lo concreto y lo abstracto, acercamientos
que provocan en el escritor un tipo de emoción particular. “Hoy, mientras me
volvía a casa, después de comprar el pan donde don Pepe, me vine tocando
algunas murallas de las casas que quedan en Grajales. Así, puedo sentir cerca
de mí todas estas cosas, que son parte de lo que más quiero”.
La literatura continua de Matthey se opondría así a una
literatura discontinua, alterna o discreta (según que el antónimo elegido sea
literal, eléctrico o matemático) de la que la novela decimonónica sería el
mejor ejemplo, con su separación entre el narrador y lo narrado. Pero Proust,
cuya prosa es puro pensamiento, es también un escritor continuo y acaso esa
comunicación entre la mente y la materia sea la ambición de toda literatura.
Para poner a prueba esta hipótesis, intento aplicarla a otro
libro que leí esta semana: Scalabritney, de Martín Zícari, una novela muy corta
que resulta del monólogo interior de un joven pop-gay-universitario contento
con su bicicleta verde y sus performances danzantes que transita entre cartas
astrales y teorías de alguna ciencia social, cuyo lenguaje es una parodia de la
jerga que se usa entre adolescentes tardíos y con onda. Pero tal vez no haya
ironía y el libro de Zícari aspire a ese amor entre cosas heterogéneas para
simplificar la vida y hacerla legible y próxima, de tal modo que el sufrimiento
sea abolido de la prosa o, en todo caso, esté prohibido nombrarlo, aunque los
libros de Matthey y Zícari dejen entrever hiatos trágicos detrás de su textura.
De todos modos, Vila-Matas podría recopilar la literatura continua como alguna
vez hizo con la evasiva literatura portátil.
Perfil, 23/08/2014
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