Por Maximiliano Crespi para Radar Libros
Entre la parodia y el grotesco, Scalabritney aborda la frivolidad demostrando con hidalguía que se lo puede hacer sin ser, precisamente, frívolo.
Hay algo en el discurso de la frivolidad que resulta fascinante. No es, claro, su insolente disposición a hablar con desparpajo a la vez sobre asuntos complejos y banales, salvando con clichés todo nudo problemático. Lo fascinante es el vértigo con que se suceden, indiferentes, sus cambios de tema, en una arrolladora y tibia huida hacia adelante. La ficción de la frivolidad (que no tiene que ser obligatoriamente frívola) sigue un cauce de pensamiento leve (pero no por ello débil), serpentea frente a los obstáculos y cambia de curso de manera dúctil ante los accidentes de superficie. No elige los cambios; se deja llevar más bien por un impulso de apariencia neutra que la excede. Se abandona a esa “fuerza poética natural” que le permite evadir contradicciones, fantasmas, detalles y lapsus: lo ínfimo, tras lo cual asoma el rostro insoportable de lo real. En ese paso de baile aprensivo y etéreo –sobre el cual César Aira fue capaz de elaborar una obra de mérito incuestionable– se despliega la nouvelle de Martín Zícari.
La consistencia del semblante poético de Scalabritney no se apoya en la desidia de su adjetivación, radica ante todo en la sintaxis con que reproduce el flujo metonímico por el cual la narración avanza sobre una trama intrascendente, arrancando nuevas frases a frases que parecían agotadas en su monotonía y su banalidad. Partiendo tan sólo de un puñado de escenas, que no llegan más que a ser superficialmente hostiles, el relato se articula así sobre digresiones de evasión que rozan lo delirante (un sueño, una alucinación, una película de terror, un recuerdo, todo es distorsionado y transformado por la imaginación). La distinción no es siempre tangible. No porque todo se plantee bajo un mismo punto de vista, sino porque entre la percepción de lo “real” y lo imaginario no median diferencias en el orden de la ficción. Y es por eso que, más que el relato, lo que gradualmente se convierte en el centro neurálgico del texto es la imaginación sobreactuada de un personaje cuya existencia oscila entre la ingenuidad espontánea y la ridiculez. Más que lo que se dice, lo que importa es quién habla. En la recreación de esa voz y ese imaginario particular, el flujo discursivo adquiere en efecto –como ocurre a veces en Puig– un carácter casi performativo.
Sin embargo, el relato vacila a veces indeciso entre la parodia y el grotesco. Lo que ratifica el ademán paródico es el índice de un subtitulado donde el narrador cambia (o al menos se desdobla). Lo que remite al grotesco es la vitalidad de una ficción que pone en escena un narcisismo impúdico, tan exhibicionista en su frivolidad y su medianía que por momentos flirtea con lo transgresivo, ya fuere en el pavoneo de la incorrección política o en la impostura que recicla sus lugares comunes. Todo parece bastante claro: el personaje ama las fiestas privadas, los erotizantes paseos en bicicleta por Palermo Queer, las escapadas con amigos al Tigre y desprecia abiertamente a “la chusma” y a ese aburrido o amenazante “mundo hostil” del cual huye en sus dulces visiones. Pero se revela siempre demasiado satisfecho de su propio imaginario (y de su propia frivolidad) como para rozar siquiera la experiencia transformadora de lo íntimo. Scalabritney es “un espacio multisensorial, multidimensional, multimediático, múltiple” donde la infelicidad se conjura; un lugar secreto, lujoso e ilusorio –a la vez oscuro y placentero– donde la fiesta se prolonga “infinita” y donde nadie se acuerda de la bolsa de ropa sucia de su jefe.
Radar Libros, Página 12, 05/10/2014
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