El escritor argentino Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975)
inaugura la colección Cuarto de las Maravillas, de Turner, con La comemadre.
Por Alberto Gordo.
¿Quién demonios es este Roque Larraquy?”, se preguntaba,
hace algún tiempo, Ignacio Echevarría. El crítico de El Cultural terminaba de
leer La comemadre (Turner), primera novela de este escritor argentino de 1975,
y parecía sinceramente impactado. Atribuía su fabricación a una suerte de
conjuro literario: La comemadre solo podía haber sido escrita “a cuatro manos
-entre risas y a escondidas de todos- por Jorge Luis Borges y Witold
Gombrowicz”. O entre Gombrowicz y Virgilio Piñera. O, decía, por un Villiers de
L'Isle-Adam versionado por Paul Valéry. Era raro.
El primero de los dos relatos que componen La comemadre
cuenta una historia de 1907. En el sanatorio de Temperley, un grupo de médicos
inician un descabellado experimento que parte de la idea de que el ser humano
vive -y puede decir cosas- hasta nueve segundos después de que le corten la
cabeza. Así que instalan una guillotinas y consiguen, con espectaculares
mentiras, que unos enfermos de cáncer donen sus cuerpos a esa disparatada
ciencia: “Esta es la propuesta -escribe el narrador-: seleccionamos pacientes
terminales. Les cortamos la cabeza de modo que no se lastime el aparato
fonador, técnica que he practicado exitosamente con palmípedos y que ya
explicaré, y pedimos que la cabeza nos cuente en voz alta qué percibe”. Son
especialmente delirantes las aportaciones de cada uno de los doctores, que se
suman al proyecto con entusiasmo. Los médicos creen estar a punto de dar un
paso decisivo en la Historia de la Ciencia. “A mí lo que en realidad me
interesa -nos dice, al teléfono desde Buenos Aires, el autor de la novela- es
el discurso de la pseudociencia. Me interesa ese discurso porque posee la épica
del fracaso”.
Aquella medicina de principios del XX trabajada con
electricidad; o la radiestesia, o la frenología, poseían, afirma el escritor
argentino, “una estrategia literaria muy poderosa”. Como poderosos son los
embustes de los médicos de Temperley, que prometen a los enfermos la curación,
y acto seguido les cortan la cabeza. Todo esto lo leemos en el espantoso diario
del doctor Quintana -un diario clínico, secamente descriptivo-, quien, entre
decapitaciones, alimenta un dificultoso amor por la enfermera Menéndez, que es
alta, atractiva y fuma cigarrillos de cinco minutos exactos. El clima frío y
blanco del sanatorio, el aséptico informe de Quintana, el brillo metálico de la
guillotina, todo eso le da al conjunto una textura de quirúrgica sobriedad. “El
estilo de la novela viene un poco de mi intención de trabajar con el humor”,
dice Larraquy. Un humor, digamos, terapéutico. Negrísimo. “Un humor -añade- que
surge de la distancia frente al hecho traumático o violento, de una lectura
desapegada y cínica de lo que ocurre”. Ese humor, muy medido, es también
válvula de escape, o fuga: sin él, La comemadre sería insoportable: “Creo que
de ese modo el texto revela su naturaleza no realista. Es un texto muy
disparatado. Que transcurre en una realidad grotesca y de algún modo el humor
es síntoma de toda esa construcción artificial”, afirma Larraquy.
La segunda historia ocurre ciento dos años después. Un
reconocido artista contemporáneo recibe la visita de una joven estudiante de
Yale que escribe una tesis sobre él. El relato es la refutación de esa tesis,
es decir, de la biografía errónea del artista, un exniño prodigio cuya
aportación última a la historia del arte consiste en la inclusión, en sus
obras, de miembros amputados de seres humanos, incluidos los suyos. Como si en
el arte -o mejor: en el mercado del arte- todo valiera. “En ambos relatos se
describe cómo la meta que postulan los personajes-narradores es siempre más
importante que la evaluación moral que ellos hagan de su comportamiento",
dice el escritor, para quien, desde ese punto de vista, hubiera sido muy torpe
condenar a los personajes. "En la segunda parte la violencia tiene también
que ver con ese mercado que resulta indistinguible del arte en sí. Los
personajes piensan el arte como mercancía, así que improvisan, especulan con
los resultados y los efectos retóricos que pueden llegar a producir”. Otra vez,
como en el primer relato, al escritor le interesa la legitimación a través del
discurso. “Las dos historias comparten un espacio común que es el de la
construcción de un discurso que en última instancia los avala y los proyecta”,
dice el autor.
Además de lo mencionado, la comemadre (una planta) avala la
unicidad de la obra. Es el último y terrible nexo entre ambos relatos: un
vegetal cuya savia produce unas minúsculas larvas capaces de hacer desaparecer
los cuerpos y reintegrarlos en la tierra. En la historia del sanatorio se
menciona la comemadre en un momento problemático, cuando decenas de cadáveres
guillotinados se apilan en el sótano. “(...) el depósito del sótano sigue lleno
-apunta el narrador-. Habría que resolver cómo vaciarlo. ¿La incineradora? El fuego
es sucio, y la suciedad delata. Con estas palabras lo digo. Más higiénico es
inyectar las larvas en los cuerpos y hacerlos desaparecer, sin rastro”.
El Cultural.es 15/10/2014
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