Reseña de La comemadre en La cueva del erizo.
Por Sergio Sancor.
Cuentan que la locura lleva el arte pegada a los talones.
Que los trastornos mentales llevan implícitos una forma de ver el mundo que
hace que la creatividad – ese término tan subjetivo – haga estragos allá por
donde pasa. Pero en este mundo de locos y cuerdos, ¿quién es el que determina
cuál es la raya que los separa? Roque Larraquy parece tenerlo claro: la línea
que divide tu cabeza del cuerpo.
Hay veces que los libros son tranquilos. Uno va leyendo, se
va empapando de la historia, y los cierra pensando que la placidez ha llegado.
Otras veces, los libros son incómodos. Te hacen reflexionar sobre aspectos que
llevabas guardando demasiado tiempo en el cajón. Y en ocasiones, como sucede
con La comemadre, son como una bofetada tirada a dar con la mano abierta que te
deja a caballo entre la estupefacción y la sensación de haber leído algo
tremendo, una pequeñita joya, una canallada que se te mete dentro. Dos épocas
diferentes, pero unidas por un mismo concepto: la locura. 1907, un sanatorio
donde sus médicos experimentan con las cabezas – literalmente – de sus
reclusos, para ver cuánto tiempo las cabezas cercenadas se mantienen con vida.
2009, un artista poco convencional – por llamarlo de alguna manera – encuentra
una planta que devora la carne por dentro hasta dejarla en nada. Y aunque os
preguntéis qué tiene que ver una cosa con otra, la tiene, vaya sí la tiene,
pero eso habrá que dejarlo para el final.
Roque Larraquy, desconocido por estos lares, convierte aquí
la experimentación en una especie de feria de los malditos en la que el juego
macabro, el amor enfermo, el arte y sus conceptos, son manejados con la
precisión de un cirujano para convertir a La comemadre en una historia que,
parafraseando el texto, nos comerá por dentro. Lectura ágil, pero no por ello
menos intensa. Pequeños párrafos, disparos directos a la cabeza, amores
frustrados entre las cuatro paredes del lugar de la locura, y arte subterráneo
que, aunque no se entienda, se comprende. Suele decirse que se necesita una
regeneración en lo que a contar historias se refiere. Quizá esta novela
intervenga en ese limbo donde los nuevos descubrimientos se mueven libremente
hasta que caen en nuestras manos. Lo importante, al fin y al cabo, no es que
sea alguien conocido, lo importante es que por dentro, cada uno de nosotros,
los libros nos devoren. Y éste lo consigue, con creces.
La cueva del erizo, 29/10/2014
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