viernes, abril 17, 2015
Prefiero estar con mis amigos
A los 25 años el escritor y editor Martín Zícari ya tiene en
su haber un puñado de plaquetas de poesía, un proyecto editorial propio y acaba
de publicar su primera novela, Scalabritney. En una charla con Revista Ramera
analiza su relación con la escritura, nos cuenta sobre sus influencias, se
distancia de la Alt-Lit y apunta contra la crítica literaria.
Por Emmanuel Milwaukee
“Es que estamos todos cada vez más locos”, me dice Martín
Zícari, haciendo referencia al paso del tiempo, mientras caminamos al lado de
las vías del tren atravesando el predio de Agronomía; la tarde cae lentamente
alrededor nuestro, la luz se vuelve cada vez más naranja y se filtra entre las
hojas de los enormes árboles que nos rodean. Martín es escritor y editor; entre
tantas otras cosas, claro. Tiene 25 años y creció en Bella Vista, partido de
San Miguel. Editó los libros de poesía Dragón de agua (Hoja de trabajo, 2012),
El problema de la droga y los días lindos (Tammy Metzler, 2013) y el ebook de
relatos eróticos Papus (De parado, 2013). En 2014 Entropía publicó su primera
novela, titulada Scalabritney, en la que narra la vida de un pibe de
veintipocos en Buenos Aires, abordando tópicos varios como la amistad, el
trabajo precarizado, el ocio y el constante roce entre la realidad y la
fantasía. “Es medio la visión de un pendejo provinciano, puto, que cae a
capital y quiere experimentar la ciudad, flashar y tener amigos”, resume.
Martín vive actualmente en Villa Urquiza, lejos del bardo,
cerca del club Argentinos, donde va a nadar casi todos los días. Una zona agradable.
Al entrar a su departamento, en un primer piso al que subimos por escalera –
aunque hay un ascensor –, lo primero que se ven son libros: arriba de una mesa,
arriba de otra mesa, en los estantes, en una mesita frente a un sillón y así.
Mucha poesía: Obra Completa de Héctor Viel Temperley, Antología de Juan L.
Ortiz, Trabajo Nocturno de Juan Manuel Inchauspe. También aparecen los tres
tomos de Nueva corónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala. “Es que
estoy haciendo mi tesis”, explica Martín, que está terminando la licenciatura
en Historia en la UBA.
Ya instalados en su casa -y con alguna cerveza sobre la
mesa- charlamos acerca de Scalabritney, de su proceso de escritura y de su paso
por distintos talleres (entre ellos los de Gabriela Bejerman y Alberto Laiseca)
hasta dar con el de Damián Ríos y Mariano Blatt, donde la novela terminaría de
tomar forma. “Yo empecé a escribir la novela en el 2011 y la terminé en el
2012. La terminé en el taller de Damián, ahí se terminó de armar. Yo había empezado
a hacer algunos talleres antes y había escrito algunas partes, la fui
escribiendo de a fragmentos. Cada parte de la novela nació por separado”,
relata Martín en relación al origen de Scalabritney. “Algunos capítulos
nacieron de consignas que me habían dado, como toda la primera parte, por
ejemplo.”
LAS INFLUENCIAS SALVAJES
Scalabritney tiene un devenir vertiginoso y esquivo, la
narración de cada capítulo parece no detenerse jamás ni establecer jerarquías
entre qué es importante narrar y qué no, pareciera ser un caudal desaforado,
una correntada que lleva al lector muy lejos. Cualquier detalle mínimo puede
ser el disparador para una gran digresión: el poema de una canción imaginaria,
los ojos negros de los caballos, un recuerdo de infancia o animales ficticios
movidos por el viento. Martín reconoce en ello una gran y potente influencia de
Copi: “En una época empecé a leer mucho Copi. Me acuerdo de ‘La ciudad de las
ratas’. El libro es como las peripecias de una familia de ratas por los
suburbios de Paris, la narración avanza siempre. Me gustaba eso de la narración
que sigue y sigue, él tenía mucho de eso y me encantaba. Con Scalabritney yo
quise hacer algo así”.
Martín habla de Copi con fervor, confiesa la admiración por
su obra y también por la excentricidad y lucidez que emanaba de ese escritor y
dramaturgo argentino que a pesar de la distancia supo convertirse en uno de los
acontecimientos más originales de nuestra literatura. “Me interesaba mucho la
figura de Copi y lo que generaba él. El chabón era puto, tenía HIV, su familia
se exilió por problemas con el peronismo, él se radicó en Paris después, hizo
la suya, todo eso”. Martín se incorpora y camina hasta su biblioteca, revisa
los estantes con la mirada. Finalmente encuentra lo que busca. Se acerca y trae
en las manos el libro Habla Copi. Homosexualidad y creación, de José
Tcherkaski, una extensa entrevista a Copi en la que responde con humor punzante
a un largo cuestionario. Leemos juntos algún fragmento. Sin duda un gran tesoro
que Martín guarda con cariñoso recelo.
Hurgando en torno a influencias contemporáneas aparece en la
conversación Pola Oloxiarac, cuya novela Las teorías salvajes (editada por
Entropía, al igual que Scalabritney) parece haber dejado huella en la escritura
de Martín. “También venía pensando mucho en ese libro de Pola Oloxiarac, justo
había salido por esa época. Ese fue un libro que me marcó mucho para escribir
Scalabritney. Ella escribe desde Puan, yo también estudié ahí, su protagonista
es una universitaria que se dirime en teorías. Yo sentía que quería generar un
diálogo” . Martín se detiene un momento y piensa, abre mucho los ojos y señala
con determinación otro detalle que considera importante destacar entre ambas
novelas: “Pola usa mucho neologismo, mucha jerga. Yo también hice eso. Entropía
resaltó esas palabras en el texto de ella. Con Scalabritney quisieron hacer lo
mismo, lo querían marcar con itálicas, y yo dije que no, que me parecía que eso
cosificaba el lenguaje. Pienso que al marcar tanto las particularidades del
lenguaje se termina perdiendo mucho de lo que hay ahí, se vuelve medio
estático, no tiene sentido.”
ALT-LIT, ELLOS Y NOSOTROS
La publicación de Scalabritney significó el hito de mayor
exposición dentro de la obra de Martín. Sin embargo, un puñado de reseñas y
entrevistas poco comprometidas con el texto lo interpelaron en torno a su labor
como escritor desde interpretaciones que no lo dejaron demasiado satisfecho.
“Siento que la gente la lee mucho en línea con el Alt-Lit y toda esa boludez de
la literatura norteamericana actual. Puede llegar a tener algo de eso porque es
un acto de escritura y la escritura se hace en soledad, pero nada más. En
varias entrevistas que tuve que hacer sentí que nadie había leído la novela,
repetían la contratapa, te preguntaban cosas muy superficiales. Me parece una
falta de respeto. Un panorama medio deplorable de la crítica cultural”, se
lamenta Martín.
Algunas reseñas hablan de banalidad, de reivindicación de la
frivolidad, de enajenación urbana, de pibe ensimismado perteneciente a una
generación desinteresada. Otras rozan la homofobia refiriéndose a un narrador
infantilizado hasta la lobotomía, homosexual y ocioso. “Lo que me interesa a mí
es lo formal, cómo está construida una oración, quiero que se me juzgue por
eso, no por los temas que toco. Si son medio inmaduros es porque tenía 19 años
cuando lo escribí. Igual todo bien, ¿por qué la gente tiene que entender tu
flash? La gente está leyendo las cosas pensando en su vida. Entonces vos te
relacionás con eso si tiene algo que ver con tu vida. Ponele, estos héteros que
escribieron estas críticas están hartos de los putos tomando control de la
cultura, entonces escriben esas críticas antiputos súper machistas porque tiene
que ver con su vida, no tiene que ver con el texto, tiene que ver con cómo ven
el mundo ellos”, concluye tajante.
En relación a los vínculos que se intentan establecer –
desde la crítica literaria porteña – entre cierta literatura joven argentina y
la movida Alt-Lit de Estados Unidos, Martín irradia tirria. Se levanta y busca
una nota publicada en Revista Ñ, en la que se presentan a los principales
exponentes de la literatura de internet estadounidense y se intenta encontrar
un paralelismo argentino en la narrativa actual, entre las novelas elegidas
como posibles referencias se encuentra Scalabritney. “Me parece una paja que
busquen representaciones de la Alt-Lit en Argentina, con esto del centro y la
periferia, y nosotros siempre escribiendo como lo que escribe Estados Unidos,
que me parece que nada que ver, me parece que Argentina tiene un desarrollo
literario particular que no tiene nada que ver con Estados Unidos. Odio la
Alt-Llit, y que lo comparen con la Alt-Lit me parece una pelotudez.”
VIAJES EN AUTO A BRASIL
La noche ya está bastante avanzada, los envases de cerveza
ya están vacíos hace rato. Ambos nos desplegamos sobre un enorme sommier. Nos
rodean los libros, por supuesto. Nos acompaña también una botella de agua, cada
tanto algún colectivo pasa frente al edificio, debajo de la ventana, y nos hace
retumbar los oídos. Le pregunto a Martín que qué sigue ahora, si se encuentra
escribiendo algo nuevo. “Si, estoy escribiendo. Ahora estoy escribiendo la
tesis, pero de vez en cuando escribo algunos poemas y un poco de prosa. La
prosa es medio rara. Estuve estudiando sobre la comunidad campesina en el siglo
XIV y empecé a escribir sobre eso, sobre el campesino que vuelve de trabajar
las tierras del señor feudal, un poco de cómo era esa sociedad, sobre las
leyendas, el misticismo del bosque.”
Martín piensa en la escritura como algo que siempre estuvo
en su vida. Del interior de un cúmulo de cosas, a un costado de la cama, saca
un cuaderno anillado de tapa dura con una imagen del Demonio de Tasmania. Es su
cuaderno de infancia, me cuenta, el que le reglaron sus padres cuando era un
niño para que escriba y el cual lo acompaña hasta estos días. “Siempre tuve a
la escritura como algo medio de la imaginación y el escape. Empecé a escribir
porque me aburría en el auto con mi familia. Nos íbamos a Brasil en auto con
mis viejos y con mis hermanos nos portábamos como el culo. Mis viejos se
hincharon las pelotas y me compraron un cuaderno y me dijeron ‘escribí
historias’, así me quedaba callado un rato”, recuerda entre risas. “Después
escribía historias y me mareaba escribiendo en el auto, me la pasaba vomitando
todo el viaje”, agrega y ambos largamos una carcajada.
Caminar sobre Herzog
“Del caminar sobre hielo” es un extraño diario de viaje. El
escritor y director de cine alemán Werner Herzog cuenta su periplo a pie desde
la ciudad de Munich hasta París.
Por Pablo Natale para Ciudad Equis, La Voz del Interior
Está esa idea de que se puede hablar de “la mejor obra” de un autor, y luego de sus “obras menores”; está la idea de que las películas, pinturas, poemas de tal o cual en realidad “no eran otra cosa que lo que había vivido”; están los hechos épicos y los hechos insignificantes, y están los “sacrificios” que estamos dispuestos a hacer por nuestros familiares, un dios o un buen amigo. En Del caminar sobre hielo, el cineasta, actor y escritor Werner Herzog deja todo eso en el camino y lo destroza paso a paso. La obra (“literaria”) está a la altura de buena parte de sus producciones cinematográficas: por momentos es intensa, por momentos lenta, casi perdida en el paisaje, y de pronto resulta algo brillante, único.
El libro registra diariamente el periplo que Herzog realizó
a pie, en plena temporada invernal y durante tres semanas, entre Munich y París
a modo de “promesa” o “peregrinación” por la crítica de cine Lotte Eisner,
quien estaba internada en la capital francesa. Mediante frases cortas y frases
descriptivas ocasionalmente interrumpidas por reflexiones o máximas, Herzog
cuenta lo que ve en cada pequeño pueblo, el modo en que, cada noche, invade una
propiedad para pernoctar, las historias que escucha o que inventa, la posible
narración escondida detrás de un pequeño detalle.
Ahí está la frase “una lluvia indecisa cae gota a gota,
siempre al borde de que me importe”, o la sentencia cartográfica-estética
“después de reconocer una decisión errada no tengo el temple para regresar,
prefiero corregirla con otra decisión errada”, o un árbol repleto de manzanas
en un paraje abandonado, o dos camiones detenidos en un paso de altura, uno
casi pegado al otro, los camioneros almorzando juntos sin decirse palabra.
¿Cuál es la obra principal y la obra secundaria de un
hombre? ¿En qué momento un artista deja de construir esa obra y simplemente
vive, respira y camina? ¿Qué es real y que desearíamos que lo fuese? ¿Qué es un
documental y qué es ficción, qué es un diario íntimo y qué es una novela de
iniciación? ¿Cuál es el límite entre una persona extravagante, un loco y un
héroe?
Difícil resumir las virtudes y las preguntas que genera la
obra de Werner Herzog: un grato e incómodo asombro, la sensación de una
vitalidad espléndida en un mundo ansioso, desolado y demasiado preocupado por
que todos sigan las mismas reglas.
lunes, abril 13, 2015
Elogio de la fragilidad
Por Felipe Benegas Lynch para Boca de Sapo
No son extrañas las incursiones literarias de los directores
de cine: Truffaut, David Lynch, Tarkovsky, Woody Allen, etc. El caso de Herzog
no deja de ser particular. Del caminar sobre hielo no es un diario de
filmación, ni un tratado sobre cine o estética, tampoco un guión adaptado.
Escrito a modo de diario de viaje, el texto se vale de una breve nota
preliminar para trazar las coordenadas de los fragmentos: Herzog, personaje y
autor, camina de Múnich a París para conjurar la posibilidad de que la
convaleciente Lotte Eisner muera. Ya en las primeras páginas se lee:
Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las personas
me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No
morirá, no. No ahora, no lo tiene permitido. No morirá, no. No ahora, no lo
tiene permitido. No, no va a morir porque no está muriendo. Mis pasos son
firmes. Y ahora tiembla la tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando
descanso, reposa una montaña. ¡Cuidadito! No lo tiene permitido. No lo hará.
Cuando llegue a París, ella estará con vida. No será de otra manera porque no
está permitido que lo sea. Ella no tiene permitido morir. Más tarde tal vez,
cuando nosotros lo autoricemos.
Sobre un campo llovido un hombre agarra a una mujer. El
césped está aplastado y sucio. (10)
Este es el tono del texto: oscila entre el adentro y el
afuera. La descripción del paisaje y del ejercicio del caminante, así como de
sus astucias y angustias, ocupan gran parte de esta breve obra. Los paisajes
nunca son telones de fondo: en cuanto se pronuncia la sensibilidad exacerbada
de ese cuerpo inmerso en el frío y la humedad el paisaje deviene interno y voz
y mundo se transforman a la par: “Reflexionar sobre mi persona saca una cosa a
la luz: el resto del mundo rima” (10).
Como en sus películas, Herzog apela a una verdad más
profunda que la de los hechos. Su prosa es poética porque responde a estímulos
que van más allá de la verdad lógica y racional, forzando la retórica y la
sintaxis del texto. No es, sin embargo una escritura pretenciosa retóricamente
ni que busque la vana estetización del paisaje y de las emociones. Herzog
avanza, a veces como un bisonte, a veces como un cuerpo a punto de desmoronarse
y transformarse en agua congelada: el hielo sobre el que camina es el de su
propia fragilidad.
Mirecourt, de ahí seguí rumbo a Neufchateau. Había mucho
tránsito y recién después empezó a llover en serio, la lluvia total, una lluvia
constante de invierno que me desmoralizó más por aun por ser tan fría, tan poco
amable y por meterse en todos lados. Tras unos kilómetros me levantó alguien,
fue él quien me preguntó si quería subirme. Sí, dije, quiero. Por primera vez
en mucho tiempo volví a masticar un chicle, que me convidó el hombre. Eso me
devolvió un poco la confianza en mí mismo. Viajé con él más de cuarenta
kilómetros, luego se levantó en mí un terco orgullo y volví a caminar bajo el
aguacero. Campo cubierto de lluvia. Grand es sólo un humilde pueblo, pero con
un anfiteatro romano. En Chatenois, que en tiempos de Carlomagno era el lugar
principal de toda la zona, hay una fábrica de muebles bastante grande. La
población está muy exaltada porque el dueño abandonó precipitadamente la
fábrica de la noche a la mañana, dejando todo acéfalo y sin instrucciones.
Nadie sabe adónde escapó, mucho menos por qué. Los libros están en orden, las
finanzas correctas, pero el dueño se fue sin decir palabra. (72)
Las historias están latentes a cada paso: narraciones
pasadas, futuras y posibles van completando el entramado rumiante de quien
camina. A lo lejos, algo está claro: Eisner no debe morir, ella no puede dejar
vacante su lugar sin previo aviso.
Poder volar después de haber batallado tanto contra la
muerte y la propia fragilidad, es una verdad que no se puede negar con
argumentos lógicos. También es una verdad que trasciende los hechos que
vinculan a Herzog y al cine alemán con Lotte Eisner. Herzog lleva las palabras
al camino y en ese ejercicio socava su arrogante seguridad. Casi sin aliento,
sus palabras son las de alguien desprotegido que a fuerza de exponerse abre un
umbral de comprensión:
En el desconcierto me cruzó la cabeza una palabra, y como la
situación igual era extraña, se la dije: Juntos, le dije, vamos a cocinar fuego
y a detener pescados. Ahí me miró, sonrió muy delicadamente y, como sabía que
yo estaba a pie y por eso desprotegido, me entendió. Por un breve y delicado
momento algo dulce atravesó mi cuerpo muerto de cansancio. Entonces le dije:
abra las ventanas, desde hace unos días que puedo volar. (96)
Vale la pena contextualizar la figura de Lotte Eisner con
respecto a Herzog y al Nuevo Cine Alemán. Así la describe el mismo Herzog en
las entrevistas con Paul Cronin:
…en el caso del Nuevo Cine Alemán tuvimos la suerte de que
Lotte Eisner nos diera su bendición. Ella era el eslabón perdido, nuestra
conciencia colectiva, una fugitiva del nazismo y durante muchos años la única
persona viva en el mundo que conocía a todos desde la primera hora, un mamut
lanudo de pura cepa. Lotte fue una de las más importantes historiadoras del
cine mundial de todos los tiempos y conoció personalmente a todas las grandes
figuras del cine mudo y los primeros años del cine hablado: Eisenstein,
Griffith, Sternberg, Chaplin, Murnau, Renoir y hasta los hermanos Lumière y
Georges Méliès. Y también conoció a otras generaciones: Buñuel, Kurosawa, los
conocía a todos. Sólo ella tenía la autoridad, la visión y la personalidad para
proclamarnos legítimos, y tuvo una importancia vital que insistiera en que lo
que mi generación estaba haciendo en aquel momento en Alemania era tan legítimo
como la cultura cinematográfica que habían creado Murnau, Lang y los otros
directores de Weimar tantos años atrás. (Herzog por Herzog, El cuenco de plata,
2014, p.170)
En ese sentido, es elocuente la “Laudatoria de Lotte Esiner
en ocasión de la entrega del Premio Helmut Käutner”, que cierra De caminar
sobre hielo a modo de epílogo. Tanto Del caminar sobre hielo como Herzog por
Herzog marcan una interesante tendencia en las colecciones de Entropía y El
cuenco de Plata.
viernes, abril 10, 2015
Del caminar sobre hielo en Artezeta
En 1974 Werner Herzog recorrió a pie la distancia
comprendida entre Munich y París para visitar a su amiga Lotte Eisner, que se
encontraba gravemente enferma. Del caminar sobre hielo registra las notas de
ese viaje sacrificial y se publica su primera traducción en nuestro país.
Por Juan Alberto Crasci para Artezeta
Una aproximación
Corría el año 1974. Herzog tenía 32 años. Ya había filmado
Aguirre, la ira de Dios (1972) en la selva amazónica peruana. Faltaban aún ocho
años para la realización de Fitzcarraldo (1982), filmada en esos mismos
escenarios naturales. En la primera, el equipo y los protagonistas escalaron
montañas, talaron árboles para abrir rutas y navegaron rápidos en balsas
construidas por aborígenes. En la segunda, transportaron un barco fluvial por
tierra y lo cruzaron al otro lado de un monte de 500 metros de altura con la
ayuda de un gran número de aborígenes que miraban con terror y desconfianza
tanto a Herzog como a Klaus Kinski, actor fetiche del director, con quien
mantenían una tensa y caótica relación de amistad. Entre esos dos grandes hitos
del cine alemán y universal se erige uno no menor y que completa el significado
de los otros: el de este sacrificio en clave de viaje, que llega a nosotros a
través de la edición de Entropía.
Acto de fe
Herzog salió de Munich, rumbo a París, con un par de botas
nuevas, una brújula y un bolso de mano. Tomé el camino más recto hacia París,
con la firme creencia de que ella seguiría con vida si yo iba a pie, escribió
en el prólogo. Tardó 22 días en recorrer los 800 kilómetros que separan las dos
ciudades –trayecto que se recorre en aproximadamente 10 horas en automóvil– y,
mientras viajaba, anotaba sus pensamientos e impresiones. Cruzó pueblo tras
pueblo, ciudad tras ciudad, se internó en bosques, durmió en posadas, en casas
de familia, en graneros. La monotonía del paisaje lo llevó a preguntarse si
había perdido el juicio. Realizó el viaje sumergido en un aura de irrealidad y
sinrazón. Todo lo que lo rodeaba le parecía menos real que las películas que
filmaba y miraba. Hizo dedo, pero renunció al mecanismo, con la firme
convicción de que debía caminar, de que no debía desviarse de su propósito. La
peregrinación era su ofrenda, su sacrificio. Lotte Eisner viviría en tanto él
caminase. Y caminó. Y Lotte Eisner vivió nueve años más.
La naturaleza indomable
Europa. Noviembre y diciembre del año 1974. El invierno
pegaba fuerte y Herzog caminaba. La peregrinación que destrozaba sus pies y su
cordura, al mismo tiempo funcionaba como la voluntad del ser humano por domar
los aspectos más crueles de la naturaleza. Herzog, a pesar del padecimiento
casi ritual al que se veía sometido por propia elección, intentaba quebrantar
el poderío de las fuerzas naturales, como intentó hacerlo en Aguirre, la ira de
Dios, en Fitzcarraldo, y en toda su obra fílmica. Caminó con lluvia, con
viento, con nieve. Más sufría las inclemencias del clima, más avanzaba. Y no es
anecdótica la mención a iglesias, capillas y cruces a lo largo de todas las
entradas del diario: Herzog cargaba sobre sus espaldas su propia cruz.
Sacrificaba su bienestar para que Eisner viviera.
Hay dos momentos del libro que iluminan esta lucha del ser
humano contra la naturaleza. El primero: Herzog ve a dos cisnes con manchas
grises en un río, nadando incesantemente contra la corriente. El segundo: A
medida que avanza, con el frío cortándole la cara, piensa en los indios navajos
marchando sin lamentos hacia su extinción. Herzog sabe que la naturaleza,
suceda lo que suceda, ganará la guerra, aunque los hombres ganen batallas.
Un final
Herzog llegó muerto de cansancio a París el 14 de diciembre
de 1974 y se desplomó en el departamento de Eisner con la tranquilidad de haber
cumplido su cometido. Lotta Eisner vivía, y el futuro del cine alemán estaba a
resguardo. Casi 37 años después de su edición original se publica en Argentina
este texto, con traducción de Ariel Magnus y editado por Entropía. El tiempo
transcurrido pone en perspectiva al libro con la obra fílmica del magnífico
director alemán. Casi 37 años después Werner Herzog sigue ganando batallas en
sus films. Empresas delirantes, gigantes, en las que se ponen en cuestión los
límites de la tolerancia del físico y de la cordura del ser humano. Quizás sea
esa la única forma de mantener la cordura: llevándola al límite de lo
humanamente imaginable.
Del caminar sobre hielo
Por Lara Segade para Libros del Pasaje
En un discurso de homenaje, Werner Herzog destacó la
importancia que tuvo la crítica cinematográfica Lotte Eisner como legitimadora
del Nuevo Cine Alemán -del que Herzog fue uno de los más notables
representantes-, en tanto este no pudo legitimarse, como otras escuelas en
otras épocas, a través de una filiación con sus antecesores. La Segunda Guerra
Mundial y en especial el Tercer Reich abrieron un agujero de veinticinco años en
la cultura alemana, de modo que lo nuevo parecía haber nacido de la nada. El
Nuevo Cine alemán, dice Herzog en ese discurso, tiene abuelos, pero no padres.
Es por eso que Eisner no podía morirse en 1974. Ella, que el
mismo día del ascenso de Hitler, comprendiéndolo todo, había dejado Alemania,
era la única madre posible y debía sobrevivir lo suficiente para terminar de
criar a sus hijos antes de lanzarlos al mundo.
Eisner se fue a París. En 1974, Herzog, que estaba en
Múnich, se enteró de que estaba muy enferma. Inmediatamente pensó que si él
llegaba caminando hasta París, Lotte Eisner no moriría. Y así fue que el 23 de
noviembre de ese año emprendió la marcha. Del caminar sobre hielo,
recientemente editado por Entropía (con traducción de Ariel Magnus), es una
especie de diario de ese viaje solitario, doloroso, helado, a pie.
Bajo la lluvia o la nieve, sobre hielo, contra los vientos,
con los pies y las piernas cada vez más lastimados, Herzog avanza. Unas veces,
a través de pueblos; otras, pareciera que por el medio de la nada. Los campos
están desolados, vacíos. Los maíces se están pudriendo de tanta agua que cayó
del cielo, y absorbieron. Cuando puede, se mete en alguna casa de veraneo
desocupada y pasa allí la noche; cuando no, pide asilo o paga por pequeñísimas
habitaciones, donde al final ya ni siquiera consigue dormir, tal es la fuerza
de lo que lo empuja hacia París.
Pero, ?qué es exactamente eso que lo empuja? En una parte
cuenta Herzog: "Un montículo de desperdicios en la llanura no se me quiere
ir de la cabeza. Lo vi de lejos y caminé cada vez más rápido, al final como
atacado por un miedo mortal de que me sobrepasara un auto antes de alcanzarlo.
Jadeando por la corrida llegué a la montaña de basura y necesité algo de rato
para recuperarme, aunque el primer auto recién me pasó minutos después de mi
llegada".
Es algo similar a la convicción que alienta las promesas o a
la determinación que tenemos a veces de no pisar las líneas donde se juntan las
baldosas de la vereda: un recurso extendido de la obsesión, ligado a esa forma
del pensamiento mágico según la cual "lo semejante produce lo semejante o
los efectos semejan a sus causas" (tal como ha definido Frazer a la magia
mimética en La rama dorada). En su caminar sobre hielo, Herzog se enfrenta a la
naturaleza, busca sobreponerse a su adversidad. Y cada tanto se pregunta: ?Cómo
le estará yendo a Lotte Eisner? ?Vive? ?Avanzo con la suficiente rapidez? Creo
que no".
Pero por más potente que pueda ser la fe del obsesivo, no es
en este caso lo único que empuja. Está también la fuerza de cada pie poniéndose
adelante del otro, el impulso de andar: caminar tiene una lógica y una
temporalidad propias, diferentes a las de la quietud sedentaria, pero también a
las de los modernos medios de transporte. Por otra parte, este caminante en
particular se distingue del flâneur urbano, de ese "hombre de la
multitud" de los comienzos de la modernidad que narró Edgar Allan Poe y
analizó Walter Benjamin. Se parece más al caminante solitario que recorría
enormes distancias por los caminos rurales, antes del desarrollo urbano e
industrial -las ciudades, dice Herzog, se caracterizan por ocultar la mugre y
también por tener mucha gente gorda-. Caminar tiene la fuerza de una
experiencia recuperada que trae, además, una nueva manera de mirar: al caminar
se ven los restos, los despojos, la mugre que la civilización oculta. Al
caminar, se mira con extrañamiento eso que estábamos acostumbrados a dar por
sentado.
Pensamiento mágico -que se percibe, también, en cierta
sensibilidad para lo onírico-, caminar, concebir las relaciones sociales como
relaciones familiares: pareciera haber, en Del caminar sobre hielo, una especie
de vuelta atrás en el tiempo pero que se realiza, paradójicamente, avanzando:
"Seguramente tomé muchas decisiones erradas, una tras otra, respecto a la
ruta, lo que en retrospectiva se fue sumando hasta llegar al ritmo
correcto".
En su discurso de homenaje a Lotte Eisner, Herzog habla de
la grieta que abrieron en la cultura alemana el Tercer Reich y la Segunda
Guerra. En el diario de su viaje, se advierte la verdadera extensión de esa
grieta: de Múnich a París, el paisaje hace pensar en alguna catástrofe.
Recorrer ese trecho, pero sobre todo hacerlo a pie, implica en parte volver a
dibujarlo: achicar la grieta; corregir, humanamente, el camino que la
civilización alguna vez erró; reencontrarse con los abuelos, con los
antepasados. Tal vez sea por eso que, para Herzog, los monumentos de guerra son
un "lugar de descanso": en esos documentos de la civilización que tan
claramente exhiben su reverso de barbarie, la marcha se detiene, pero solo para
recobrar fuerzas y continuar. Es posible, entonces, que la fuerza de ese andar,
que es también la enorme fuerza de este texto, sea, en última instancia, la de
un gesto de redención. En cualquier caso, Herzog llegó a París. El 14 de diciembre de 1974 visitó a Eisner y
le dijo: "abra las ventanas, desde hace unos días que puedo
volar". Ella -creer o reventar- no
moriría hasta 1983.
Viaje a la cinefilia
En Subjetiva de nadie (Entropía, 2014), primer libro de
Marcos Vieytes, el crítico ensaya un viaje personal a través del imaginario
cinematográfico del siglo XX.
Por Alejandro Boverio para Espacio Murena
Una idea de Barthes me vino una y otra vez a la cabeza
mientras leía el primer libro de Marcos Vieytes: aquella que dice que si leemos
algo con placer es porque ha sido escrito en el placer. Y si puedo decir esto
de Subjetiva de nadie sin tener otra noticia del autor más que el libro mismo
es porque éste nos abre a la enorme experiencia vital y afectiva que para él
constituye la crítica, con la que no puedo sino hacer empatía.
“Muy a menudo tiendo a identificarme con el punto de vista
del protagonista de una película”, apunta el autor casi al comienzo de este
“diario crítico” que, a través de sus fragmentos, como esquirlas, muestra cómo
el cine atraviesa la vida. Pero no sólo como aquello con lo que la vida se
identifica, siempre en nombre propio, de una manera mimética, sino también en
tanto aquello que la experiencia convoca con necesidad, por ejemplo, tal como
por allí dice, cuando en la noche no puede dormirse porque lo asalta el
sentimiento trágico de la vida y para salir del trance se vuelve necesario ver
una película de Buñuel, cualquiera, la que se tenga a mano, antídoto infalible
contra la bilis negra.
Este extraño pero notable libro, atravesado él mismo por
múltiples pasiones, asume la forma inclasificable de una ensayística
autobiográfica de lo que las películas y sus directores hacen con uno mismo. De
Pialat a Kaurismäki, Fellini a Moretti, Welles a Herzog, la escritura va
saltando de película en película movido por afecciones que no dejan de lado un
evidente conocimiento de la historia, de la crítica y de la teoría del cine,
pero que están al mismo tiempo también un poco más acá, en la historia personal
e íntima de un porteño nacido en la mitad de la década del 70. Y si digo que
forma parte de la ensayística más que del género diario, lo hago pensando en
aquel gran texto de Adorno sobre la forma, justamente, del ensayo, en el que
afirma que éste es caprichoso pues comienza y termina donde quiere, y su objeto
está dado por aquello que uno ama y odia.
Este libro, fiel a su condición imaginaria, es también una
colección de imágenes y, su autor, un coleccionista. Entre todas las imágenes
convocadas, está la de Godard en Habitación 666 (Wenders, 1982), el célebre
documental en el que el alemán invita a varios directores para que hablen,
solos, en esa habitación, de cine y televisión. En esos pocos minutos Godard
tiene atrás, en la tele, un partido de tenis, y dice que su país es el
imaginario, y que el imaginario es un viaje de un lado a otro, justamente como
el de la pelotita de tenis que está viajando detrás de él. Esa imagen también
es una imagen de lo que es este libro que, del mismo modo que Godard en el
cine, no sutura los cortes, sino que los enfatiza a través de interrupciones
(como, por ejemplo, los asteriscos que aparecen en la mitad del texto y que nos
llevan a esas particulares notas al pie -¿poemas?- que cortan la lectura).
Si bien uno podría pensar, prima facie, que un libro en
cierta medida autobiográfico de un desconocido no debería reportar mayor
interés (y en ello se juega la ironía, entiendo, del título del libro), en este
caso cualquiera que tenga una inquietud por el cine -sin necesidad de que sea
cinéfilo- va a encontrar un libro excepcional para adentrarse en genealogías
fílmicas de todo tipo (caprichosas y no tanto) y ser motivado a ver aquellas
películas en las que se reflexiona que no ha visto (en mi caso, por ejemplo,
Hubert Robert: una vida afortunada de Sokurov), en tanto se las hace jugar con
lecturas que van desde la Poética del cine de Raúl Ruiz hasta La
imagen-movimiento de Gilles Deleuze, sin dejar de lado pinceladas de grandes
textos de la literatura.
Peregrinación de amor
Werner Herzog. En
1974, el cineasta caminó desde Munich hasta París para ver a la crítica Lotte
Eisner, que agonizaba. Este libro es el diario de ese viaje.
Por Roger Koza para Revista Ñ
Werner Herzog tiene lectores. Sí, lectores, porque este
genio del cine con fieles en todo el mundo también escribe. Sus libros son como
sus películas: singulares y personales, escritos en un estilo que no remite
directamente a ningún escritor específico. Su famoso diario Conquista de lo
inútil tenía un obsesivo carácter descriptivo en el que se intercalaban algunas
ideas que se pueden “leer” en sus películas. El darwinismo poético del
director, por ejemplo. Al recordar al autor de El origen de las especies habría
que pensar sobre todo en el corolario más inquietante de su visión del mundo:
nosotros, los bípedos implumes, somos una especie entre especies. En cierto
sentido, esa visión articula secretamente la obra de Herzog y asoma en sus
propios escritos; un poco menos en Del caminar sobre hielo , diario cronológico
de su viaje lúdicamente chamánico en dirección a París para visitar a una
agonizante Lotte Eisner, la crítica de cine que escribió el magnífico libro La
pantalla diabólica y colega de Henri Langlois, deidad cinematográfica a la que
Herzog se encomienda y por la cual se sacrifica para salvarla. Y lo logra.
En Herzog sobre Herzog , el director le contaba a Paul
Cronin su caminata de Alemania a Francia para ver a Eisner.
Del caminar sobre hielo es el diario cronológico de ese
viaje a pie realizado en 1974, precedido por una nota preliminar redactada en
1978 y seguido por un discurso laudatorio de Herzog a propósito de un premio
recibido por Eisner en Alemania en 1982, unos ocho años después de su viaje, lo
que permite entrever que la brujería imaginaria de Herzog de querer salvar a su
admirada Eisner dio resultado.
En dos horas se puede leer esta peregrinación de menos de un
mes. Son notas de un viajero que no fueron concebidas en un principio para ser
publicadas, algo que Herzog aclara en el inicio. Esto explica el estilo
taquigráfico de varios pasajes. Si estas notas fueran imágenes, la escritura
seguiría la lógica del registro continuo de una cámara frente a todo lo que
sucede a su alrededor. Si esta metáfora formal es válida, la escritura de
Herzog desconoce por momentos el punto y aparte y se sostiene en “falsos
raccords” en donde no hay aviso alguno de que se ha cambiado de tema. La
discontinuidad es programática. He aquí una prueba: “El universo ya no contiene
nada, es el vacío más absoluto y oscuro. Los sistemas de la Vía Láctea se han
densificado en no-estrellas. Se expande una dicha y de la dicha germina ahora
una quimera. Esa es la situación. Una densa nube de moscas y tábanos me zumba
sobre la cabeza, tengo que sacudir los brazos y sin embargo me siguen por todas
partes, sedientos de sangre. ¿Cómo voy a hacer las compras?”.
Cualquier caminante sabe que todo lo que ve (y oye)
predispone a un doble trabajo cognitivo: el caminante observa con detenimiento
la puesta en escena de su trayecto y a su vez es imposible que un paisaje, un
transeúnte, una peculiar forma arquitectónica o un animal no lo reenvíe a una
escena ya vivida. Percepción y asociación. El texto de Herzog suele
circunscribirse a una transcripción en papel de lo visto en el día. El
inventario diario se reparte democráticamente entre apreciaciones del clima, el
ocasional encuentro con personas, la interacción con un animal y el lugar
elegido para dormir. El frío no es aquí una mera condición meteorológica sino
una variable ontológica por la que el cineasta experimenta su cuerpo con una
intensidad apabullante. El 4 de diciembre escribe: “Por primera vez no me di
cuenta para nada de que estaba caminando, hasta el bosque de la cima anduve
metido en profundos pensamientos. Claridad y frescura absolutas en el aire, más
arriba hay un poco de nieve. Las mandarinas me ponen eufórico”.
La hegemonía descriptiva del diario no impide que en ciertos
pasajes y frente a ciertos paisajes Herzog vincule lo que está frente a sus
ojos con aquello que reside en su memoria, y cuando eso sucede Del caminar
sobre hielo se despega de la tierra o más bien su prosa se desliza aún con
mayor elegancia sobre la superficie que recorre: “En viejas fotos marrones, los
últimos navajos marchan, agazapados sobre sus caballos y envueltos en mantas en
la tormenta de nieve, hacia la extinción; la imagen no se me va de la mente y
aumenta mi resistencia”.
Percibir, recordar y en ocasiones, pensar. Habría que
distinguir aquí la reacción lingüística inevitable frente al mundo exterior,
que conlleva una respuesta frente a los estímulos, y la operación de pensar en
donde el lenguaje interviene sobre el propio flujo de conciencia y las
representaciones del mundo. Hay un momento muy cómico en el que Herzog se ve
secuestrado por dos palabras: “mijo” y “robusto”. Su esfuerzo por tratar de
unir ambos términos tiene una potencia filosófica ostensible. Cuando Herzog empieza
a acercarse a Francia, el cambio de atmósfera lo predispone de otra forma. Su
destino ya no es inalcanzable. Es un nuevo espacio y como tal tiene sus efectos
físicos y sus propios signos. Un poco después llegará a París. Eisner aún
estará con vida.
¿Y en dónde está el cine en estas páginas? Prácticamente en
el fuera de campo, excepto en el epílogo, momento en el que se revela el
espíritu de esa caminata atlética. Eisner –dice Herzog– “es la conciencia de
todos nosotros, la conciencia del Nuevo Cine Alemán y, desde que falleció Henri
Langlois, también la conciencia del mundo en el cine”.
De ahí en adelante, las siete páginas que cierran el libro
son letras de amor para un ícono de la más alta cinefilia.
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