viernes, abril 10, 2015

Peregrinación de amor

Werner Herzog.  En 1974, el cineasta caminó desde Munich hasta París para ver a la crítica Lotte Eisner, que agonizaba. Este libro es el diario de ese viaje.

Por Roger Koza para Revista Ñ



Werner Herzog tiene lectores. Sí, lectores, porque este genio del cine con fieles en todo el mundo también escribe. Sus libros son como sus películas: singulares y personales, escritos en un estilo que no remite directamente a ningún escritor específico. Su famoso diario Conquista de lo inútil tenía un obsesivo carácter descriptivo en el que se intercalaban algunas ideas que se pueden “leer” en sus películas. El darwinismo poético del director, por ejemplo. Al recordar al autor de El origen de las especies habría que pensar sobre todo en el corolario más inquietante de su visión del mundo: nosotros, los bípedos implumes, somos una especie entre especies. En cierto sentido, esa visión articula secretamente la obra de Herzog y asoma en sus propios escritos; un poco menos en Del caminar sobre hielo , diario cronológico de su viaje lúdicamente chamánico en dirección a París para visitar a una agonizante Lotte Eisner, la crítica de cine que escribió el magnífico libro La pantalla diabólica y colega de Henri Langlois, deidad cinematográfica a la que Herzog se encomienda y por la cual se sacrifica para salvarla. Y lo logra.

En Herzog sobre Herzog , el director le contaba a Paul Cronin su caminata de Alemania a Francia para ver a Eisner.

Del caminar sobre hielo es el diario cronológico de ese viaje a pie realizado en 1974, precedido por una nota preliminar redactada en 1978 y seguido por un discurso laudatorio de Herzog a propósito de un premio recibido por Eisner en Alemania en 1982, unos ocho años después de su viaje, lo que permite entrever que la brujería imaginaria de Herzog de querer salvar a su admirada Eisner dio resultado.

En dos horas se puede leer esta peregrinación de menos de un mes. Son notas de un viajero que no fueron concebidas en un principio para ser publicadas, algo que Herzog aclara en el inicio. Esto explica el estilo taquigráfico de varios pasajes. Si estas notas fueran imágenes, la escritura seguiría la lógica del registro continuo de una cámara frente a todo lo que sucede a su alrededor. Si esta metáfora formal es válida, la escritura de Herzog desconoce por momentos el punto y aparte y se sostiene en “falsos raccords” en donde no hay aviso alguno de que se ha cambiado de tema. La discontinuidad es programática. He aquí una prueba: “El universo ya no contiene nada, es el vacío más absoluto y oscuro. Los sistemas de la Vía Láctea se han densificado en no-estrellas. Se expande una dicha y de la dicha germina ahora una quimera. Esa es la situación. Una densa nube de moscas y tábanos me zumba sobre la cabeza, tengo que sacudir los brazos y sin embargo me siguen por todas partes, sedientos de sangre. ¿Cómo voy a hacer las compras?”.

Cualquier caminante sabe que todo lo que ve (y oye) predispone a un doble trabajo cognitivo: el caminante observa con detenimiento la puesta en escena de su trayecto y a su vez es imposible que un paisaje, un transeúnte, una peculiar forma arquitectónica o un animal no lo reenvíe a una escena ya vivida. Percepción y asociación. El texto de Herzog suele circunscribirse a una transcripción en papel de lo visto en el día. El inventario diario se reparte democráticamente entre apreciaciones del clima, el ocasional encuentro con personas, la interacción con un animal y el lugar elegido para dormir. El frío no es aquí una mera condición meteorológica sino una variable ontológica por la que el cineasta experimenta su cuerpo con una intensidad apabullante. El 4 de diciembre escribe: “Por primera vez no me di cuenta para nada de que estaba caminando, hasta el bosque de la cima anduve metido en profundos pensamientos. Claridad y frescura absolutas en el aire, más arriba hay un poco de nieve. Las mandarinas me ponen eufórico”.

La hegemonía descriptiva del diario no impide que en ciertos pasajes y frente a ciertos paisajes Herzog vincule lo que está frente a sus ojos con aquello que reside en su memoria, y cuando eso sucede Del caminar sobre hielo se despega de la tierra o más bien su prosa se desliza aún con mayor elegancia sobre la superficie que recorre: “En viejas fotos marrones, los últimos navajos marchan, agazapados sobre sus caballos y envueltos en mantas en la tormenta de nieve, hacia la extinción; la imagen no se me va de la mente y aumenta mi resistencia”.

Percibir, recordar y en ocasiones, pensar. Habría que distinguir aquí la reacción lingüística inevitable frente al mundo exterior, que conlleva una respuesta frente a los estímulos, y la operación de pensar en donde el lenguaje interviene sobre el propio flujo de conciencia y las representaciones del mundo. Hay un momento muy cómico en el que Herzog se ve secuestrado por dos palabras: “mijo” y “robusto”. Su esfuerzo por tratar de unir ambos términos tiene una potencia filosófica ostensible. Cuando Herzog empieza a acercarse a Francia, el cambio de atmósfera lo predispone de otra forma. Su destino ya no es inalcanzable. Es un nuevo espacio y como tal tiene sus efectos físicos y sus propios signos. Un poco después llegará a París. Eisner aún estará con vida.
¿Y en dónde está el cine en estas páginas? Prácticamente en el fuera de campo, excepto en el epílogo, momento en el que se revela el espíritu de esa caminata atlética. Eisner –dice Herzog– “es la conciencia de todos nosotros, la conciencia del Nuevo Cine Alemán y, desde que falleció Henri Langlois, también la conciencia del mundo en el cine”.


De ahí en adelante, las siete páginas que cierran el libro son letras de amor para un ícono de la más alta cinefilia.

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