En Subjetiva de nadie (Entropía, 2014), primer libro de
Marcos Vieytes, el crítico ensaya un viaje personal a través del imaginario
cinematográfico del siglo XX.
Por Alejandro Boverio para Espacio Murena
Una idea de Barthes me vino una y otra vez a la cabeza
mientras leía el primer libro de Marcos Vieytes: aquella que dice que si leemos
algo con placer es porque ha sido escrito en el placer. Y si puedo decir esto
de Subjetiva de nadie sin tener otra noticia del autor más que el libro mismo
es porque éste nos abre a la enorme experiencia vital y afectiva que para él
constituye la crítica, con la que no puedo sino hacer empatía.
“Muy a menudo tiendo a identificarme con el punto de vista
del protagonista de una película”, apunta el autor casi al comienzo de este
“diario crítico” que, a través de sus fragmentos, como esquirlas, muestra cómo
el cine atraviesa la vida. Pero no sólo como aquello con lo que la vida se
identifica, siempre en nombre propio, de una manera mimética, sino también en
tanto aquello que la experiencia convoca con necesidad, por ejemplo, tal como
por allí dice, cuando en la noche no puede dormirse porque lo asalta el
sentimiento trágico de la vida y para salir del trance se vuelve necesario ver
una película de Buñuel, cualquiera, la que se tenga a mano, antídoto infalible
contra la bilis negra.
Este extraño pero notable libro, atravesado él mismo por
múltiples pasiones, asume la forma inclasificable de una ensayística
autobiográfica de lo que las películas y sus directores hacen con uno mismo. De
Pialat a Kaurismäki, Fellini a Moretti, Welles a Herzog, la escritura va
saltando de película en película movido por afecciones que no dejan de lado un
evidente conocimiento de la historia, de la crítica y de la teoría del cine,
pero que están al mismo tiempo también un poco más acá, en la historia personal
e íntima de un porteño nacido en la mitad de la década del 70. Y si digo que
forma parte de la ensayística más que del género diario, lo hago pensando en
aquel gran texto de Adorno sobre la forma, justamente, del ensayo, en el que
afirma que éste es caprichoso pues comienza y termina donde quiere, y su objeto
está dado por aquello que uno ama y odia.
Este libro, fiel a su condición imaginaria, es también una
colección de imágenes y, su autor, un coleccionista. Entre todas las imágenes
convocadas, está la de Godard en Habitación 666 (Wenders, 1982), el célebre
documental en el que el alemán invita a varios directores para que hablen,
solos, en esa habitación, de cine y televisión. En esos pocos minutos Godard
tiene atrás, en la tele, un partido de tenis, y dice que su país es el
imaginario, y que el imaginario es un viaje de un lado a otro, justamente como
el de la pelotita de tenis que está viajando detrás de él. Esa imagen también
es una imagen de lo que es este libro que, del mismo modo que Godard en el
cine, no sutura los cortes, sino que los enfatiza a través de interrupciones
(como, por ejemplo, los asteriscos que aparecen en la mitad del texto y que nos
llevan a esas particulares notas al pie -¿poemas?- que cortan la lectura).
Si bien uno podría pensar, prima facie, que un libro en
cierta medida autobiográfico de un desconocido no debería reportar mayor
interés (y en ello se juega la ironía, entiendo, del título del libro), en este
caso cualquiera que tenga una inquietud por el cine -sin necesidad de que sea
cinéfilo- va a encontrar un libro excepcional para adentrarse en genealogías
fílmicas de todo tipo (caprichosas y no tanto) y ser motivado a ver aquellas
películas en las que se reflexiona que no ha visto (en mi caso, por ejemplo,
Hubert Robert: una vida afortunada de Sokurov), en tanto se las hace jugar con
lecturas que van desde la Poética del cine de Raúl Ruiz hasta La
imagen-movimiento de Gilles Deleuze, sin dejar de lado pinceladas de grandes
textos de la literatura.
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