Por Lara Segade para Libros del Pasaje
En un discurso de homenaje, Werner Herzog destacó la
importancia que tuvo la crítica cinematográfica Lotte Eisner como legitimadora
del Nuevo Cine Alemán -del que Herzog fue uno de los más notables
representantes-, en tanto este no pudo legitimarse, como otras escuelas en
otras épocas, a través de una filiación con sus antecesores. La Segunda Guerra
Mundial y en especial el Tercer Reich abrieron un agujero de veinticinco años en
la cultura alemana, de modo que lo nuevo parecía haber nacido de la nada. El
Nuevo Cine alemán, dice Herzog en ese discurso, tiene abuelos, pero no padres.
Es por eso que Eisner no podía morirse en 1974. Ella, que el
mismo día del ascenso de Hitler, comprendiéndolo todo, había dejado Alemania,
era la única madre posible y debía sobrevivir lo suficiente para terminar de
criar a sus hijos antes de lanzarlos al mundo.
Eisner se fue a París. En 1974, Herzog, que estaba en
Múnich, se enteró de que estaba muy enferma. Inmediatamente pensó que si él
llegaba caminando hasta París, Lotte Eisner no moriría. Y así fue que el 23 de
noviembre de ese año emprendió la marcha. Del caminar sobre hielo,
recientemente editado por Entropía (con traducción de Ariel Magnus), es una
especie de diario de ese viaje solitario, doloroso, helado, a pie.
Bajo la lluvia o la nieve, sobre hielo, contra los vientos,
con los pies y las piernas cada vez más lastimados, Herzog avanza. Unas veces,
a través de pueblos; otras, pareciera que por el medio de la nada. Los campos
están desolados, vacíos. Los maíces se están pudriendo de tanta agua que cayó
del cielo, y absorbieron. Cuando puede, se mete en alguna casa de veraneo
desocupada y pasa allí la noche; cuando no, pide asilo o paga por pequeñísimas
habitaciones, donde al final ya ni siquiera consigue dormir, tal es la fuerza
de lo que lo empuja hacia París.
Pero, ?qué es exactamente eso que lo empuja? En una parte
cuenta Herzog: "Un montículo de desperdicios en la llanura no se me quiere
ir de la cabeza. Lo vi de lejos y caminé cada vez más rápido, al final como
atacado por un miedo mortal de que me sobrepasara un auto antes de alcanzarlo.
Jadeando por la corrida llegué a la montaña de basura y necesité algo de rato
para recuperarme, aunque el primer auto recién me pasó minutos después de mi
llegada".
Es algo similar a la convicción que alienta las promesas o a
la determinación que tenemos a veces de no pisar las líneas donde se juntan las
baldosas de la vereda: un recurso extendido de la obsesión, ligado a esa forma
del pensamiento mágico según la cual "lo semejante produce lo semejante o
los efectos semejan a sus causas" (tal como ha definido Frazer a la magia
mimética en La rama dorada). En su caminar sobre hielo, Herzog se enfrenta a la
naturaleza, busca sobreponerse a su adversidad. Y cada tanto se pregunta: ?Cómo
le estará yendo a Lotte Eisner? ?Vive? ?Avanzo con la suficiente rapidez? Creo
que no".
Pero por más potente que pueda ser la fe del obsesivo, no es
en este caso lo único que empuja. Está también la fuerza de cada pie poniéndose
adelante del otro, el impulso de andar: caminar tiene una lógica y una
temporalidad propias, diferentes a las de la quietud sedentaria, pero también a
las de los modernos medios de transporte. Por otra parte, este caminante en
particular se distingue del flâneur urbano, de ese "hombre de la
multitud" de los comienzos de la modernidad que narró Edgar Allan Poe y
analizó Walter Benjamin. Se parece más al caminante solitario que recorría
enormes distancias por los caminos rurales, antes del desarrollo urbano e
industrial -las ciudades, dice Herzog, se caracterizan por ocultar la mugre y
también por tener mucha gente gorda-. Caminar tiene la fuerza de una
experiencia recuperada que trae, además, una nueva manera de mirar: al caminar
se ven los restos, los despojos, la mugre que la civilización oculta. Al
caminar, se mira con extrañamiento eso que estábamos acostumbrados a dar por
sentado.
Pensamiento mágico -que se percibe, también, en cierta
sensibilidad para lo onírico-, caminar, concebir las relaciones sociales como
relaciones familiares: pareciera haber, en Del caminar sobre hielo, una especie
de vuelta atrás en el tiempo pero que se realiza, paradójicamente, avanzando:
"Seguramente tomé muchas decisiones erradas, una tras otra, respecto a la
ruta, lo que en retrospectiva se fue sumando hasta llegar al ritmo
correcto".
En su discurso de homenaje a Lotte Eisner, Herzog habla de
la grieta que abrieron en la cultura alemana el Tercer Reich y la Segunda
Guerra. En el diario de su viaje, se advierte la verdadera extensión de esa
grieta: de Múnich a París, el paisaje hace pensar en alguna catástrofe.
Recorrer ese trecho, pero sobre todo hacerlo a pie, implica en parte volver a
dibujarlo: achicar la grieta; corregir, humanamente, el camino que la
civilización alguna vez erró; reencontrarse con los abuelos, con los
antepasados. Tal vez sea por eso que, para Herzog, los monumentos de guerra son
un "lugar de descanso": en esos documentos de la civilización que tan
claramente exhiben su reverso de barbarie, la marcha se detiene, pero solo para
recobrar fuerzas y continuar. Es posible, entonces, que la fuerza de ese andar,
que es también la enorme fuerza de este texto, sea, en última instancia, la de
un gesto de redención. En cualquier caso, Herzog llegó a París. El 14 de diciembre de 1974 visitó a Eisner y
le dijo: "abra las ventanas, desde hace unos días que puedo
volar". Ella -creer o reventar- no
moriría hasta 1983.
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