viernes, abril 10, 2015

Del caminar sobre hielo

Por Lara Segade para Libros del Pasaje



En un discurso de homenaje, Werner Herzog destacó la importancia que tuvo la crítica cinematográfica Lotte Eisner como legitimadora del Nuevo Cine Alemán -del que Herzog fue uno de los más notables representantes-, en tanto este no pudo legitimarse, como otras escuelas en otras épocas, a través de una filiación con sus antecesores. La Segunda Guerra Mundial y en especial el Tercer Reich abrieron un agujero de veinticinco años en la cultura alemana, de modo que lo nuevo parecía haber nacido de la nada. El Nuevo Cine alemán, dice Herzog en ese discurso, tiene abuelos, pero no padres.

Es por eso que Eisner no podía morirse en 1974. Ella, que el mismo día del ascenso de Hitler, comprendiéndolo todo, había dejado Alemania, era la única madre posible y debía sobrevivir lo suficiente para terminar de criar a sus hijos antes de lanzarlos al mundo.

Eisner se fue a París. En 1974, Herzog, que estaba en Múnich, se enteró de que estaba muy enferma. Inmediatamente pensó que si él llegaba caminando hasta París, Lotte Eisner no moriría. Y así fue que el 23 de noviembre de ese año emprendió la marcha. Del caminar sobre hielo, recientemente editado por Entropía (con traducción de Ariel Magnus), es una especie de diario de ese viaje solitario, doloroso, helado, a pie.
Bajo la lluvia o la nieve, sobre hielo, contra los vientos, con los pies y las piernas cada vez más lastimados, Herzog avanza. Unas veces, a través de pueblos; otras, pareciera que por el medio de la nada. Los campos están desolados, vacíos. Los maíces se están pudriendo de tanta agua que cayó del cielo, y absorbieron. Cuando puede, se mete en alguna casa de veraneo desocupada y pasa allí la noche; cuando no, pide asilo o paga por pequeñísimas habitaciones, donde al final ya ni siquiera consigue dormir, tal es la fuerza de lo que lo empuja hacia París.
Pero, ?qué es exactamente eso que lo empuja? En una parte cuenta Herzog: "Un montículo de desperdicios en la llanura no se me quiere ir de la cabeza. Lo vi de lejos y caminé cada vez más rápido, al final como atacado por un miedo mortal de que me sobrepasara un auto antes de alcanzarlo. Jadeando por la corrida llegué a la montaña de basura y necesité algo de rato para recuperarme, aunque el primer auto recién me pasó minutos después de mi llegada".

Es algo similar a la convicción que alienta las promesas o a la determinación que tenemos a veces de no pisar las líneas donde se juntan las baldosas de la vereda: un recurso extendido de la obsesión, ligado a esa forma del pensamiento mágico según la cual "lo semejante produce lo semejante o los efectos semejan a sus causas" (tal como ha definido Frazer a la magia mimética en La rama dorada). En su caminar sobre hielo, Herzog se enfrenta a la naturaleza, busca sobreponerse a su adversidad. Y cada tanto se pregunta: ?Cómo le estará yendo a Lotte Eisner? ?Vive? ?Avanzo con la suficiente rapidez? Creo que no".

Pero por más potente que pueda ser la fe del obsesivo, no es en este caso lo único que empuja. Está también la fuerza de cada pie poniéndose adelante del otro, el impulso de andar: caminar tiene una lógica y una temporalidad propias, diferentes a las de la quietud sedentaria, pero también a las de los modernos medios de transporte. Por otra parte, este caminante en particular se distingue del flâneur urbano, de ese "hombre de la multitud" de los comienzos de la modernidad que narró Edgar Allan Poe y analizó Walter Benjamin. Se parece más al caminante solitario que recorría enormes distancias por los caminos rurales, antes del desarrollo urbano e industrial -las ciudades, dice Herzog, se caracterizan por ocultar la mugre y también por tener mucha gente gorda-. Caminar tiene la fuerza de una experiencia recuperada que trae, además, una nueva manera de mirar: al caminar se ven los restos, los despojos, la mugre que la civilización oculta. Al caminar, se mira con extrañamiento eso que estábamos acostumbrados a dar por sentado.

Pensamiento mágico -que se percibe, también, en cierta sensibilidad para lo onírico-, caminar, concebir las relaciones sociales como relaciones familiares: pareciera haber, en Del caminar sobre hielo, una especie de vuelta atrás en el tiempo pero que se realiza, paradójicamente, avanzando: "Seguramente tomé muchas decisiones erradas, una tras otra, respecto a la ruta, lo que en retrospectiva se fue sumando hasta llegar al ritmo correcto".

En su discurso de homenaje a Lotte Eisner, Herzog habla de la grieta que abrieron en la cultura alemana el Tercer Reich y la Segunda Guerra. En el diario de su viaje, se advierte la verdadera extensión de esa grieta: de Múnich a París, el paisaje hace pensar en alguna catástrofe. Recorrer ese trecho, pero sobre todo hacerlo a pie, implica en parte volver a dibujarlo: achicar la grieta; corregir, humanamente, el camino que la civilización alguna vez erró; reencontrarse con los abuelos, con los antepasados. Tal vez sea por eso que, para Herzog, los monumentos de guerra son un "lugar de descanso": en esos documentos de la civilización que tan claramente exhiben su reverso de barbarie, la marcha se detiene, pero solo para recobrar fuerzas y continuar. Es posible, entonces, que la fuerza de ese andar, que es también la enorme fuerza de este texto, sea, en última instancia, la de un gesto de redención. En cualquier caso, Herzog llegó a París.  El 14 de diciembre de 1974 visitó a Eisner y le dijo: "abra las ventanas, desde hace unos días que puedo volar".  Ella -creer o reventar- no moriría hasta 1983.

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