viernes, mayo 29, 2015

Subjetiva de nadie, de Marcos Vieytes


Por Federico Romani



En las plataformas y los dispositivos digitales se ha multiplicado uno de esos oficios laterales que prácticamente nacieron junto con el cine, pero a los que ya hace un tiempo este último parece limitado a soportar como un mal necesario. La crítica de cine, muchas veces fagocitada por la más imprecisa “crítica de espectáculos”, luce hoy —salvo múltiples y muy variadas resistencias— reducida al gacetilleo informal y desinformado, al resumen argumental inofensivo o al inventario de virtudes técnicas. La reducción del espacio textual y la dinámica de la red han encogido, también, las posibilidades de explayarse o apelar a densidades del lenguaje que casi siempre riñen con la instantaneidad del mundo virtual. Este replanteamiento de los contenidos ha puesto de lado la función primordial de la crítica, que debería ser el muestreo de posibilidades de lectura y no el juicio sumario a base de “estrellitas” o “deditos” con que suele identificársela. Las calificaciones casi siempre tienden a sellar la obra, del mismo modo en que suelen ocasionar el bloqueo de las claves subjetivas de interpretación y de cualquier orden de referencia que proponga complejidad.

La crítica local aferrada todavía a los espacios de largo aliento (los libros, por ejemplo) ha venido ocupándose casi con exclusividad de ese fenómeno inmanejable que es el llamado “nuevo cine argentino”. Mientras sobran los textos de autoría nacional que se ocupan de ese tema, escasean los que bucean en recorridos cinéfilos más amplios. El libro de Marcos Vieytes vuelve manifiesta esa asimetría dando cuenta de una experiencia personal que adquiere un inusual valor precisamente por su escasa frecuencia de aparición. En Subjetiva de nadie no hay espacio para las boutades ni los gestos ampulosos de posicionamiento, pero hay una tentativa —muy lograda— de obtener nuevas verdades a través de un redescubrimiento de cierta “intensidad” de espectador. No siempre lo esencial es invisible a los ojos, y los directores con los que trabaja el libro (John Ford, Maurice Pialat, Naomi Kawase, Brian De Palma y George Romero, entre muchos otros) marcan y enfatizan un tránsito sumamente desaplicado —en el mejor sentido del término— donde el acto de ver cine no sólo es aprehendido en su calidad de espectáculo de consumo sino también como un rito melancólico que ya ha escuchado demasiadas veces las versiones de su propia muerte clínica como para tomarse cualquiera de ellas en serio. Vieytes no ha escrito semblanzas biográficas ni intenta entronizar a algún oscuro realizador desterrado a las catacumbas del celuloide caduco (cediendo a ese extraño culto de lo bizarro y lo freak que tanto daño produjo), ni se queja de que las películas de ahora no sean como las de antes. Lo que ha hecho es rastrear el destino secreto de algunas películas y directores en su propia vida/memoria (¡esa bellísima referencia al Horror Express —1972— de Eugenio Martín!) y escribirlo con un aire casual y sumamente atento por el que sugerimos dejarse hamacar.

martes, mayo 19, 2015

A la orilla de la conciencia

“Creo que muchas veces pensamos que el lector va a necesitar más de lo que en realidad necesita y a mí incluso me gusta darle hasta menos que eso”. Entrevista a la escritora mexicana Daniela Tarazona, autora de El animal sobre la piedra y El beso de la liebre, quien visitó Buenos Aires para participar de la Feria del Libro.

Por Valeria Tentoni para el Blog de Eterna Cadencia



Daniela Tarazona nació en Ciudad de México en 1975. Es autora del ensayo Clarice Lispector publicado por Nostra Ediciones en 2009. Tres años antes, en 2006, ganó la beca Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes Mexicano, con el proyecto de su primera novela: El animal sobre la piedra (que editó en México Almadía y en Argentina, Entropía). Fue considerada una de las diez mejores obras de su tipo publicadas en México durante 2008. En 2012, publicó su segunda novela El beso de la liebre (Alfaguara), que resultó finalista del premio Las Américas. La escritora fue reconocida como “uno de los 25 secretos literarios de América Latina” por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, junto a la argentina Fernanda García Lao. Ha dado talleres de escritura, “con intenciones de fomentar el gusto por lo anómalo, deforme y extravagante”, según explica, y esos gustos son concordantes con los que se evidencian en sus obras.

Los dos personajes centrales de estas novelas, Irma e Hipólita, son seres extraordinarios en un sentido biológico: sus cuerpos pueden cosas imposibles, tan imposibles que hasta a ellas les cuesta procesarlas con el pensamiento, pasarlas al lenguaje. Tarazona acude a la animalidad como a una fuente mayúscula y olvidada de sentido, y a la metamorfosis como proceso por el cual sus personajes atraviesan las historias. Las tramas les reservan modificaciones venidas de fuentes externas (dios y el amor, por caso, que es como una enfermedad que debilita: “Era una mujer empobrecida por sus sentimientos, era una mujer con un intelecto pervertido”), pero los cuerpos de estas mujeres, a su vez, reaccionan a sí mismos. La autosuficiencia de esas metamorfosis está concentrada en este pasaje de El beso de la liebre:

Una crisálida llevaba días pegada a la corteza del árbol. Guillermo le mostró a Hipólita los cambios que había sufrido.

—Es la voluntad del encierro. Tal vez no puedes comprenderlo aún, pero este animal crece por sí mismo, como otros dentro del cuerpo de sus madres, sólo que la crisálida procura su propia mutación. Tú vas a resucitar, Hipólita, y la resurrección es ventura y ruina —le dijo Guillermo, mientras movía su boca desdentada como si alguien más hablara dentro de él. Enseguida, puso la yema del índice sobre la mancha de nacimiento en la corva de Hipólita: —Aquí está la marca.

Tarazona fue invitada a la Feria del Libro en Buenos Aires para presentar sus libros y en ese marco se realizó una entrevista en vivo que aquí desgrabamos:

—En una entrevista indicás que te cuesta distinguir entre realidad y ficción, que tu propio tránsito por la vida cotidiana tiene que ver con no insistir con esa distinción.

—Tiene que ver con tomar una extensión en otros territorios que para mí son reales, existen, y esa es una de las problemáticas que he expuesto en otras ocasiones; el pensar que todo esto puede ser verdadero. Tiene su parte gozosa y su parte complicada. Trato de poner mucha atención en lo que el personaje pide. Nunca he empezado a contar una historia, a escribir una novela, en la que yo sepa qué es lo que va a suceder. Sé que el personaje atraviesa distintas escenas, tres o cuatro, y entonces comienzo a escribir de esa manera. A través de ese ejercicio, el de poner al personaje en acción y que sea él quien llame al mundo que lo rodea, voy comprendiendo qué necesita. Sin embargo, sobre todo en El beso de la liebre, la idea de realidad o de verosimilitud está constantemente puesta en duda. Lo hice con total intención: el tiempo está roto, los episodios se vuelven a contar de maneras distintas, en tiempos diferentes. Es una novela que está desbaratada. Está escrita de manera fragmentaria también para poner en duda las nociones de tiempo, credibilidad, verosimilitud. Aquí esta mujer muere y revive, resucita. Yo pensé: si eso puede pasarle al personaje, pues yo puedo desmembrar mi novela y ése va a ser el mejor modo de contar la historia.

—También en El animal sobre la piedra también hay espacios, una construcción fragmentaria: no le das todo masticado al lector.

—Sí, es una preocupación, un asunto que me interesa. Creo que muchas veces pensamos que el lector va a necesitar más de lo que en realidad necesita y a mí incluso me gusta darle hasta menos que eso, es decir, invitarlo a que reconstruya, a que aporte más de lo habitual o de lo considerado como habitual en este tipo de textos. La participación activa del lector permite que la interpretación sea muy rica y que pueda encontrar quizás en esos espacios de silencio o vacíos una parte de su propia historia. Por lo menos a mí, como lectora de novelas que ponen en duda esta cuestión de la linealidad, me parece algo importantísimo de hacer. Esta participación activa, esa manera de completar el texto.

—¿Cuáles fueron los primeros libros que te dieron ganas de escribir?

—Desde luego, La metamorfosis, que es bastante obvio, pero me parecía sensacional que hubiera una historia donde eso pudiera ser contado. Yo pensaba: si esto puede ser contado, ya está. Fue una enorme atracción. Despues, la cuestión más de aventura y de fuga vino con El Mago de Oz, otro texto que para mí fue muy importante. Me fascinaban las posibilidades que estaban expuestas allí y el asunto de salir disparado a otro universo.

—Has sido leída en el marco del género fantástico, junto a escritoras como la argentina Silvina Ocampo. ¿Te sentís representada, te interesa inscribirte en algún género?

—No me interesa particularmente eso. Creo que cada escritor tiene un universo donde se siente mas cómodo, que le es más próximo. A mí estos universos me resultan más familiares, quizas porque mi infancia tuvo muchos elementos de magia. Mi abuela era poeta, y había en ella y en mi madre también una composición del mundo en donde había cosas muy absurdas que eran posibles. Eso, creo, ha sido una de las cosas que más agradezco haber experimentado, porque me dieron la chance de ver un poco más allá, inclusive en momentos difíciles. Veo esa posibilidad de la magia, del atravesar una pared. Eso era posible cuando yo era niña, y era hecho por los adultos.

—¿Tu abuela te pasaba libros?

—Sí, mi abuela me pasaba libros y fue quien me pasó de hecho Lazos de familia, de una de las escritoras que más he querido, Clarice Lispector. Me los pasaba como hacía las cosas mi abuela, era como una especie de misterio. Me decía: Bueno, te lo voy a dar y me dirás, sutilmente, qué. Era algo subrepticio, no era una comunicación abierta. Así me daba los libros.

—¿A qué edad leíste a Lispector?

—Como a los 17…

—Sé que has trabajado sobre ella, y entiendo estás enemistada un poco con la lectura que la suscribe únicamente a la parte feminista. Tus personajes también son mujeres y podrían predicarse cosas similares, ¿cómo te sentis con respecto a esa lectura?

—Creo que me resulta natural escribir personajes femeninos. Ahora estoy escribiendo otra vez uno femenino… Me parece que me es más natural contar una historia protagonizada por una mujer. Me han marcado dos cosas muy opuestas. En el caso de la primera novela me decían: tu personaje tiene que sufrir. Si está atravesando una transformación de esa naturaleza, si le están saliendo escamas, le está cambiando la visión, la lengua, el olfato, entonces tiene que sufrir. Y yo decía que no, porque el asunto precisamente en la novela es que esto es un ascenso en la escala evolutiva, ella está mejor en el mundo de esta manera. Fui muy necia al sostener eso. En cambio, en El beso de la liebre, me dicen que le hago cosas horrorosas a mi personaje, que cómo puede ser que le haga esas cosas…

—Pero tampoco sufre, ni se angustia, Hipólita. Quizás porque tiene superpoderes.

—No sé por qué, quizás porque es parte de la vida, la parten en muchos pedazos, la decapitan, pero eso pasa también de otras maneras en la vida y es una representación de eso, esa pérdida de miembros y extremidades que sufrimos. Para cerrar la idea, diría que son tratamientos muy distintos de personajes femeninos. El primero es instrospectivo, más formal, más preoccupado por una forma muy cuidada del lenguaje. Creo que la literatura escrita por mujeres es una de las escrituras que más me interesan, porque soy mujer, y me interesa leer y escribir acerca de eso.

—Además de Lispector, ¿qué otras escritoras te interesan?

—Me interesa mucho la escritura extraña de Amparo Dávila, que es terrible y sutil. Ella está hablando de cosas realmente muy duras y sin embargo logra hacerlo de una manera que se podría llamar elegante, y eso me gusta.

—También aparece la cuestión de la medicina como arte que interviene los cuerpos en ambas novelas. ¿Cómo trabajaste eso? ¿Te documentaste, es algo que te obsesione?

—Sí, entrevisté a un médico que hizo el primer transplante de brazos de Latinoamérica, en México. Él me preguntó: ¿Por qué te interesa esto? Y bueno, yo no supe bien qué contestarle. En mi familia hay varios médicos, son ortopedistas todos. Sin embargo, no soy muy valiente para ver cirugías ni nada de esas cosas. Mi hermano ponía cirugías en la casa, en la televisión, grabadas, y yo no me atrevía a verlas, me daba mucho horror. No sé si ahora podría aventurarme, ahora que lo estoy diciendo se me antoja.

—A veces esas visiones que tenemos de chicos de lo que no queremos ver pero vemos de refilón son las que nos marcan más.

—Sí, son además muy apreciables, porque creo que son como pequeños núcleos que tienen mucha potencia de significado. Pequeñas bombas que cada uno tiene en su historia y a las que puede recurrir y puede desenmarañar y comprender un montón de cosas a través de esos recuerdos.

—Una cantera de horrores.

—Sí, claro, algo de lo que ir tomando elementos.

—Sé que tu papá te regaló un diario de chica y empezaste con eso, ¿no? Es el formato un poco de El animal sobre la piedra, el de diario.

—Sí. Estábamos de viaje y entramos a una juguetería. Había una pared con diarios rosas, azules, violetas, con dibujitos muy cursis, y mi papá me dijo: ¿Quieres un diario para escribir? Era de estos que venden con candadito, y a mí me parecía increíble tener algo que podía, por el momento, ocultar y tener resguardado. Y poder escribir ahí lo que se me diera la gana. Eso fue muy atractivo para mí y ahí lo tengo, desde luego, no sé si lo volví a abrir.

—¿Eso fue lo primero que escribiste?

—Sí, mis primeras incursiones en la escritura fueron mis diarios.

—En tu primer cuento había un monstruo, ¿no? Lo monstruoso ya estaba presente desde el principio.

—Sí, también estaba de viaje, estábamos con mi mamá en un centro comercial y de pronto había mucha gente y me pareció muy interesante la idea de imaginar que entraba un monstruo a ese lugar. Imaginar qué iba a hacer la gente al verlo, para dónde iban a correr, en dónde se iban a esconder. Creo que el cuento era muy breve, lo escribí en una servilleta, e hice un dibujo. En El animal también hay algunos dibujos. En realidad, era como si hubiera tachoneado la hoja, esta manera de rayar la hoja que uno no cesa y entonces la hoja se rompe. Así era el monstruo.

—¿Y escribías poesía?

—Sí, tengo unos poemarios que no he publicado. Era lo que escribía hasta que me dije: voy a hacer una novela. Me acuerdo que lo hablé con mi abuela, que todavía vivía, y empzamos a conversar sobre de qué podía ser. En aquel tiempo era la historia de una mujer que hacia un viaje, bastante alejada del resultado final. Empecé a escribir cosas. El primer tratamiento de ese texto me fue llamando, me tardé mucho tiempo, estaba pensando y haciendo otras cosas y volvía a ese texto inicial que sufrió muchas transformaciones hasta convertirse en el libro.

—Se llamaba Terciopelo en su primera versión, ¿por qué?

—Por la composición de la tela, que tiene dos urdimbres y una trama, y hace esta cuestión, como que brilla por un lado pero también al pasarle la mano tiene movimiento, por los hilos… Yo quería escribir una historia sobre todo que fuera ambigua, donde estuviera jugándose todo el tiempo la posibilidad de que el lector juzgara si realmente estaba pasando que ella se transformase en este animal o no. Parece a veces que sí, pero no del todo. Quería hacer ese juego de doble vista, de movimiento.

—¿Recordás cómo fue el momento, después de esos cinco o seis años, en que la diste por terminada?

—Fue bastante física la sensación. Yo me fui muchas veces a Tepoztlán, cerca de la Ciudad de México, a escribir ese libro. Y llegué al final de esa historia una tarde y pensé que era el final, no tenía la menor duda. No se por qué. Y qué tristeza que la terminé, sentí que me podría haber quedado escribiéndola. También creo que a veces se trata de eso; uno publica distintos libros, y se ha dicho mucho sobre esto, uno está muchas veces escribiendo el mismo libro. O tienes las mismas inquietudes.

—¿Cuales creés que son las que más persisten en vos?

—Creo que la pregunta sobre la identidad, sobre quién soy. Es algo que no se puede responder, entonces me lo pregunto una y otra vez porque creo que no somos susceptibles de ser definidos. El cambio es continuo. Tengo muy mala memoria, por ejemplo, entonces a veces tengo la sensación de que no soy yo la misma de antes, pero es una sensación bastante verídica, entonces esa descomposición de la memoria también me interesa. El cuerpo, las posibilidades del cuerpo. El otro día me contaban de un escalador que se fue de la plaza de un pueblo a un volcán, en México, corriendo, porque quería romper un récord y hacer algo así, extraordinario. Cuando escucho esas cosas u otras que tienen que ver más con historias de curación, de gente que iba a morirse y de repente resulta que se curan, eso… Hay posibilidades del cuerpo que me parecen asombrosas. Y también es extraño estar dentro del cuerpo, estar a la vez un poco contenido y en expansión.

—Esa preocupación se ve también en la maternidad como tema. El beso de la liebre comienza en el útero, Hipólita en el vientre de su madre, e Irma está embarazada –y además se embaraza casi sin necesidad del hombre, con autosuficiencia. El embarazo como situación en la que hay un cuerpo dentro de otro cuerpo, que se parece a la preocupación también tuya de escritor habitando al personaje.

—Me interesa mucho también la idea de estar habitado por otros, creo que todos estamos habitados por otros. No distinguimos de manera natural a veces de qué modo lo que otros nos han transmitido y compartido es parte de nuestra composición más profunda. Esa cuestión del ser, es como el ser de Madame Noël en El beso de la liebre, esta composición de muchos pedazos de piel para hacer un ser nuevo es realmente algo que me parece fascinante. Qué ves cuando estás con una persona y la miras a los ojos, qué otras personas hay allí —que son personas reales, es decir históricamente reales, amigos suyos, hermanos, padres, lo que sea, pero también qué otras identidades hay formuladas dentro de cada uno de nosotros. Lo que decíamos hace un momento: de qué modo el recuerdo que es un núcleo que en un momento explota y nos puede hacer girar la cabeza asustadas, de qué modo nos podemos detener ante algo que no sabemos de dónde viene. Todas esas preguntas sobre la vida interior me parecen muy inquietantes, muy sabrosas.

—Es interesante el lugar que les das a los animales. Irma convive con un oso hormiguero, producís sistemas en los que los animales y los seres humanos están puestos en el mismo nivel.

—De hecho, hay un gato que entra, al principio de El animal sobre la piedra, al cuarto y orina. Hay un punto, una perspectiva que no tenía tan clara pero sí, considero que los animales… ¡Es que creo que hay muchas cosas que realmente no sabemos! ¡En general! Pero sí creo que con los animales se puede establecer un vínculo profundo, hay personas que hablan con sus animales, yo lo hago con mi gato, sé que hay mucha gente que cree esto. Y ese orden en que los humanos están con los animales en igualdad me parece el orden natural de las cosas.

—Y con respecto al futuro que imaginás en El beso de la liebre, ¿de dónde vienen estas visiones en debacle?

—Creo que estamos no muy lejos de que ocurra algo así. Estas estructuras existen y hay una procuración de uniformar, desde cómo vestir hasta uniformar las conciencias, el pensamiento, anular las diferencias. Creo que es algo que está ahí, que es muy visible. Mi interés va hacia la recuperación de esas particularidades. Por eso también me gusta mucho meter señas particulares; cicatrices, lunares. Todas esas cuestiones que hagan visible la individualidad, esa manera especial de cada uno de nosotros. Creo que de pronto hay muchas cuestiones dadas en nuestra sociedad que nos quieren alejar cada vez más de eso que nos hace ser a cada uno, único.

—¿Lo leerías como un libro de ciencia ficción?

—Sé que tiene elementos que corresponden a la ciencia ficción. Pero a mí lo que me ha interesado en estos dos libros, y en el libro que estoy ahora trabajando, es hacer algo distinto, uno de otro, aunque existan estas preocupaciones constantes. Me gusta que sea cada uno separado en su tratamiento, a pesar de que aparezcan mismas inquietudes. No me gustan tampoco mucho las etiquetas, son cosas que nos sirven para clasificar, claro, pero a veces creo que dejan mucho de lado. Es como una especie de visera.

—Ray Bradbury decía que al escribir hay que usar el teclado como una ouija y escribir cosas que una no sabía que sabía. ¿Te sentís identificada?

—Sí, ¡eso es lo espeluznante! Hay mucho de predicción en estos libros que yo escribí. Justo eso: saber que una escribió algo que después se manifiesta, y que quizás una no lo tiene claro porque es una especie de trance, está en la lectura que tiene de su propio texto cuando lo está escribiendo, y no te das cuenta, pero de pronto ahí está y es un llamado a situaciones que son realmente singulares. No diré muchos detalles al respecto pero, por ejemplo, en El animal sobre la piedra yo encontré muchas cosas que después viví.

—Dijiste en una entrevista con Andrés Hax que escribir es un peligro. ¿Por qué?

—Sí, porque cuando lo dije lo sentía, después lo comprobé. Ahí dije: siento peligro cuando escribo. Y después me di cuenta que escribir es algo peligroso, una no regresa de la misma manera, ni completa, ni feliz en oportunidades. Muchas veces es un acto bastante peligroso, sí, bastante de orilla. Un acto que sucede a la orilla de la conciencia, entonces a veces se pueden tomar caminos que uno no alcanzó a vislumbrar bien o de los que es difícil volver.


Daniela Tarazona: “La inquietud es mi principal alimento"

Entrevista a Daniela Tarazona en Revista Ñ




Otros caminos. A contracorriente del realismo en boga, Daniela Tarazona explora el borde entre lo extraño y lo fantástico.

Su primera novela El animal sobre la piedra (Entropía) es de una perfección asombrosa: una mujer va mutando en reptil, en animal prehistórico, y ese tránsito es descripto con minuciosidad, gozosamente. La segunda, El beso de la liebre (Alfaguara), combina rasgos genéricos del cómic, la mitología y la ciencia ficción; sucede en un presente global y decadente, en un territorio cuya identificación no importa. Su protagonista es también femenina y tiene superpoderes. La tercera, todavía en proceso de escritura, es sobre una mujer que atraviesa el tiempo. Daniela Tarazona, una de las voces más impactantes de su generación, es parte de la comitiva mexicana. Estará presente en tres mesas de la Feria junto a escritores mexicanos y argentinos y en un evento en el Malba el 11 de mayo.

–Tu novela El animal sobre la piedra narra un viaje y una metamorfosis, en ambos casos se parte hacia lo nuevo y desconocido. Más allá de lo doloroso de dejar la propia piel, enfatizás que se trata de una transformación gozosa. ¿Por qué?

–Supongo que se debe a la necesidad de escribir sobre la experiencia vital, y la vida es cambio continuo. Cuando escribía El animal sobre la piedra pensaba que el cambio de Irma era gozoso porque no quería que el personaje pudiera verse como una víctima. Los lectores de un taller, en aquel entonces, insistían: “ella debe dolerse, debe sufrir”, y cuando les decía que para ella la transformación era un ascenso en la escala evolutiva, dejaban de insistir. ¿Dejar la propia piel es doloroso? Sí, me hice esta pregunta. Es doloroso perder las cualidades anteriores, eso que llamamos talentos, habilidades. Sin embargo, tras el cambio, aparecen nuevos atributos –como le sucede a Irma– y es cosa de vivir con esos nuevos talentos y dejar de lamentarse por los que se perdieron.

–En este libro se rozan los temas del trauma ante la muerte, del dolor y la maternidad. Parte de su extraordinario impacto en el lector tiene que ver con la sutileza con que se abordan esos temas, con lo enigmático de las situaciones. ¿Cuál es tu búsqueda estilística? ¿Qué es lo que más te interesa lograr?

–Que el lector no quiera irse. Atraparlo como si cayera en una telaraña. Eso, casi siempre. No sé si tenga una búsqueda estilística definida. Así como me gusta leer historias que se arriesgan en su forma, busco narrar de la manera más adecuada lo que estoy contando aunque implique un riesgo. Esto es: cada historia busca su forma. Por otra parte, la reunión de las palabras que componen un texto son invocadas desde la inquietud. La inquietud es mi principal alimento y espero contagiarla a los lectores. Considero que se puede contar algo simple de manera extraordinaria. Lo más complicado es encontrar el tono que seduzca al lector.

–Tanto en esta novela como en El beso de la liebre la narración parece borrar sus propias pisadas, los hechos no siempre parecen formar parte de un encadenamiento. ¿Dirías que esta es una marca de tu escritura?

–Sí, puede ser una marca de mi escritura. No me interesa contar nada de manera lineal porque no creo que la vida se experimente así. Enfrentamos un suceso y recordamos otro semejante o lo relacionamos con otro hecho perdido en nuestro tiempo vital. No me interesan las ideas absolutas y tengo pocas certezas. El encadenamiento de los hechos sucede en “desorden”, aunque eso no quiere decir que su devenir sea ilógico; me refiero a la inmensa cantidad de asuntos que desconocemos de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Me detengo en lo que no se entiende a golpe de vista. Los enigmas están por todas partes. La civilización contemporánea pretende hacernos creer, bajo el dinamismo de su información e imágenes, que la mayor parte de las preguntas sobre el mundo y la vida del hombre han sido respondidas. Yo creo que sabemos muy poco. Y muchas veces ignoramos nuestra propia composición interior.

–En ambas novelas se trata de mujeres con “cualidades únicas”. ¿Por qué esta recurrencia?

– He preferido escribir historias de personajes femeninos porque soy mujer. Me interesan los personajes anómalos. Es una vocación antigua, me entiendo mejor con los espíritus deformes. Las cualidades únicas son, obviamente, las que nos distinguen de los otros. No sólo seremos reconocidos por nuestras señas particulares si tenemos un accidente fatal. Nuestra particularidad existe. Tal vez esa recurrencia de escribir sobre mujeres con cualidades únicas se repita pues la protagonista de la novela que estoy escribiendo atraviesa el tiempo. Lo hace sin darse cuenta hasta que está del otro lado del tiempo.

–¿Frecuentas otros géneros?

–Antes de escribir narrativa me dedicaba a la poesía. Y tengo varios cuentos publicados. Pero la novela es mi género favorito: permite estar sumergida en un mismo tema durante periodos larguísimos de tiempo, obsesionarse con la historia y los personajes, con sus misterios. Me gusta la mirada horizontal que abarca la novela, su más allá: la línea frente a los ojos, ese extraño destino de los personajes: un secreto que va revelándose poco a poco.

–¿Con qué escritoras y escritores argentinos sentís afinidad?

–He leído con fascinación libros de Carlos Ríos, Roque Larraquy y Fernanda García Lao y siento afinidad con sus temáticas, los puntos de vista y el humor que presentan sus textos.

–¿Qué autores mexicanos recomendarías?


–Cristina Rivera Garza, Julián Herbert, Carla Faesler, Valeria Luiselli, Luis Felipe Fabre... La escritura mexicana atraviesa un momento excelente.

Yo creo en ti. Subjetiva de nadie (Fragmentos de un diario crítico), de Marcos Vieytes

Por José Miccio para Bazar Americano



1
 Al comienzo de Subjetiva de nadie Marcos Vieytes dice que el inventor del cine es Dios. En la página 88 se pregunta si no será obra del diablo. La posible contradicción (habrá argumentos teológicos para explicar que lo que inventa uno lo inventa también el otro) es menos importante que el ámbito del que proceden los dos demiurgos. Porque si hay algo que se puede decir de Subjetiva de nadie sin demasiado temor a equivocarse es que se trata de un libro religioso, como parece serlo todo lo que tiene que ver con el  amor cuando el amor se toma en serio. Casi no hay página que no recuerde al cristianismo. Vieytes dice que las imágenes cinematográficas de Romy Schneider son ofrendas, que Terence Fisher es un satanista católico, que Mario Bava es un multiplicador de panes y peces, que John Ford es la Biblia, que Godard es Adán. Lo mismo que pasa con los directores pasa con las películas. Wake in Fright es Génesis y Apocalipsis. Huracán, Antiguo y Nuevo Testamento. Obviamente, a la palabra satén sigue Satán.

 Pero antes que del vocabulario cristiano – que bien podría ser solo retórica – la fuerza religiosa del libro procede de su tono. Subjetiva de nadie no viene de un sacerdote con autoridad y doctrina sino de un místico. O de un tipo como el Robert Duvall de El apóstol, sacudido por palabras que parecen tenerlo como médium. Vieytes escribe de cine entusiasmado. Es decir, poseso. Los pocos conectores que usa hablan en parte de ello. Hay, por supuesto, algún por otra parte, algún por un lado, algún entonces. Pero lo que hay fundamentalmente son oraciones largas, adición y subordinación, comas y más comas. Los argumentos levantan la cabeza de entre una sintaxis abigarrada, no se acomodan uno detrás de otro, coordinados de manera clara y distinta. Podría ser una catástrofe: mala literatura que habla de cine. O peor: otro caso de semiología hermética perpetrado por la anticinefilia. Pero no. Es un trip. Contra su propio subtítulo, hay que decir que más que un libro de crítica, y más que un diario, Subjetiva de nadie es el cuaderno de notas de alguien interesado en ciertas sustancias. La droga en este caso se llama cine, y de lo que sucede cuando el cine entra en el cuerpo de Vieytes se trata todo.

 He aquí un fragmento ilustrativo y notable: 

“La idea es delirante, genial, desmesurada, propia de un subproducto del cine de terror europeo tan sugestivo y poético como acabó siendo Horror Express (1972) de Eugenio Martín (Gene Martin para la distribución internacional), protagonizada por el dúo dinámico de la Casa Hammer que formaron para siempre Christopher Lee y Peter Cushing, trasplantados a esta producción con director español, Telly Savalas haciendo de cosaco, Alberto de Mendoza fagocitándose la película al dárselas con todo desparpajo de monje ruso medio loco y medio brujo, más desatado aún que la suma del Rasputín histórico y del mítico, un par de mujeres filmadas de verdad, un monstruo simultáneamente material y metafísico, un tren que atraviesa el nevado desierto siberiano, tres o cuatro secuencias que asustan como pocas, un silbido sibilino y asesino, ni un solo plano irrelevante debido al imán iconográfico del reparto, y ese momento maravilloso en el que, tras cazar y dar muerte al monstruo o a una de sus encarnaciones, Peter Cushing le hace la autopsia  para encontrarse con la sorpresa de que en el ojo tiene grabadas – talladas, registradas, impresas – imágenes solamente visibles a través de la lente de un microscopio. Pero eso no es todo, también se revelan milenarias y extraterrestres. Algo así como si Dios hubiera tenido una cámara y mandara home movies desde el cielo, películas de su panorámica cenital. Solo que estas resultan ser las de un demonio, especie de subjetivas cenitales de Satán en caída libre hacia la Tierra tras su derrota bíblica a manos del arcángel Miguel. ¿Quién no pagaría la entrada – digo más: quién no vendería su alma por ver esta película?”
  
Leer una aventura teológica de este tipo en Godard es fácil, porque hay una marcada predisposición a encontrar en sus películas revelaciones de todo tipo. Leerlo en una fascinante y olvidada película de terror de los años 70 le da al libro de Vieytes un interés bien propio, independiente de la dignidad que dan los grandes nombres y los elogios seguros. 

2

 Quien haya leído El Amante en sus últimos años de existencia en papel sabrá de donde procede fundamentalmente Subjetiva de nadie. Buena parte de los textos – sino todos – aparecieron antes en la revista. Incluso han quedado marcas de tiempo curiosamente desatendidas, como la referencia a la última década del cine de Bellocchio, que se establece no desde 2014 sino desde 2010, año del estreno en Argentina de Vincere y del número de El Amante para el que Vieytes escribió una nota con poema. (La idea de diario explicaría esto con sencillez, pero no hay ninguna fecha). El pasaje de la revista al libro tiene consecuencias profundas. Es bien sabido: el libro otorga (impone) una coherencia que la edición periódica no exige. El libro espacializa el tiempo. Antes significa atrás. Sin un prólogo que avise de su historia, por el solo hecho de aparecer juntos, los textos publicados durante varios años se vuelven todos contemporáneos entre sí, hijos del día de su aparición entre tapas, como parte de una editorial y un catálogo. El prestigio que confiere el libro no está libre de tributos. El libro pide unidad, líneas de fuerza, arquitectura. Una contradicción  - o cualquier cosa que la ortodoxia obligue a pensar de esa manera – entre algo dicho en 2009 y algo dicho en 2014 cambia de estatuto si pasa a ser una contradicción entre algo dicho en la página 34 y algo dicho en la página 243. El libro es un disciplinador fenomenal. Cuanto más fuerte es la coherencia, mayor es la virtud. Ni la novela ha logrado remover esta superstición (de ahí que tanta gente piense todavía que César Aira manda fruta).

 Vieytes no es insensible a esta presión libresca. Subjetiva de nadie está cosido con hilos más robustos que los de la compilación. Los mismos textos leídos en El Amante son otros textos porque el entramado del que forman parte es completamente distinto. Lo más evidentemente singular es el modo en que el discurso sobre el cine comparte ahora espacio con fragmentos autobiográficos. No es que una anécdota de la vida de Vieytes dispare una reflexión sobre tal película o tal director, como ocurre tan a menudo en el ensayo. Eso pasa algunas veces. Al comienzo, por ejemplo, un juego que le hizo un amigo de su padre cuando era pibe lleva a Vieytes a hablar de Melville y Johnnie To, y a poner de alguna manera todo el libro bajo la protección de películas como Un flic y Running Out of Time, en las que al cine se juega “sin culpa ni causa”. Pero hay párrafos y párrafos que funcionan paralelamente al análisis vertiginoso que constituye el corazón del libro. El efecto es notablemente orgánico: cuando habla de cine Vieytes parece metido en algún tipo de viaje transpersonal; cuando habla de sí mismo repone el yo que las películas y la crítica le borronean. De Herzog a la mujer que lo cuidó durante su infancia, de los caminos de Kiarostami a Polvaredas, el pueblo de su madre, Vieytes juega a encontrase y perderse todo el tiempo, como un chico en el laberinto de espejos deformantes o algún personaje de Rivette.

 Para completar la descripción, a la crítica y la autobiografía hay que sumar todavía un tercer género (la palabra es indispensable y confusa). Siempre a pie de página aparecen poemas (alrededor de cincuenta), con sus versos y estrofas divididos por barras. El lugar que ocupan, la letra chica y la falta de verticalidad hacen de Subjetiva de nadie también un poemario tímido.
  
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 En la memoria desjerarquizada de Vieytes Godard llama a Del Toro y Mario Bava a Bresson. (Otro par inesperado: Ferreri y Ted Kotcheff). Lo único que puede reunir un conjunto de directores tan poco afines entre sí, tan reacios a la doctrina, es la cinefilia, ese modo de vincular el cine y la vida (y en un punto confundirlos) que persiste hasta hoy a pesar de las acusaciones de ingenuidad teórica e ideológica que siguen cayéndole encima. Subjetiva de nadie es un libro ultracinéfilo. Lo que quiere decir también: un libro feliz, inocente, enfermo, irresponsable, intransitivo. La cinefilia, es cierto, resulta pobre si se le pide solvencia epistemológica. Su causa ha sido siempre el placer y el gusto razonado. Al no ofrecer más que un simulacro de sistema, una pobre interpretación histórica y un puñado de peticiones de principio dejó un margen amplísimo para el goce del arte y el entretenimiento. Los cinéfilos no escriben tesis sino libros con títulos como Las películas de mi vida. Y frases como estas, tan poco aptas para los discursos del decoro. “No he visto de un tirón casi ninguna película de Godard o de Marker” / “Todas las películas de Verhoeven me calientan” / “Nunca me voy a olvidar de las tetas de esa mujer a punto de estallar bajo el corset mientras Delon la busca por los pasillos de un palacete abandonado”.

 Algunos cineastas de los que habla Vieytes: Pialat, Buñuel, Ford, Almodóvar, De Palma, Tourneur, Sokurov, Mizoguchi, Errol Morris, Oshima, Bigelow, Carpenter, Tarantino, Bellocchio, Fesser, Jackie Chan. (De Argentina, solo unas palabras veloces para Favio y Caetano). Especialmente valorable es la atención que le dedica a Claude Sautet, un director estupendo, considerado muy por debajo de sus virtudes y confundido a veces con el academicismo francés. Vieytes tiene el coraje de declararlo maestro del plano y contraplano, un procedimiento de montaje que la crítica con aspiraciones de modernidad automática rechaza con aplomo (Negarse al plano-contraplano es un acontecimiento político / El plano-contraplano es fascista, por recordar dos despropósitos) para abrazar a cambio el mundo de infracciones simples propias del cine bien educado, y aberraciones universitarias como el denominado documental de creación, a esta altura un género en sí mismo. (A Vieytes le gusta, hay que decir).

 Alguien podría pensar, teniendo en cuenta los cineastas mencionados: de lo alto a lo bajo, de lo bajo a lo alto. Pero, ¿quién va en cada nivel? En el universo de Subjetiva de nadie el trascendentalismo ruso de Sokurov no es más valioso que las coreografías del chino Chan. Virtud nada menor de Vieytes: bancarse su capricho sin melindres, negarse a redimir películas poniéndolas bajo la protección de otras más prestigiosas o llenando la página de nombres respetables. Contra los corazones académicos y rigoristas, los cinéfilos saben muy bien que el hecho de que Deleuze haya hablado bien de Terence Fisher habla bien de Deleuze, no de Fisher. La vocación (la fe) cinéfila podría definirse con estas palabras de Vieytes: “Porque el espíritu sopla donde quiere, incluso en un peplum. Y cuando esto sucede, su efecto, por inesperado, es todavía más poderoso que el de una obra maestra”. O con estas otras: “Tarantino se vale de un cine desatendido por los estándares del buen gusto para demostrar que el goce está más allá del prestigio, y que puede hallarse en cualquier pedazo fortuito de celuloide”.

 En fin. Uno se puede enojar con esta afirmación o con aquella, dejar de leer pronto los poemas, preguntarse por qué Vieytes habla solo de películas que lo entusiasman, extrañar algunos nombres, renegar de otros. Pero es difícil que alguien no sienta que Vieytes escribe. Se nota en cada párrafo que el deseo es lo único que mueve el libro hacia adelante, y el convencimiento de que no se pide perdón ni se anda uno con chiquitas cuando se habla de lo que nos sostiene en pie. De ahí la moraleja. Nadie debe confiar en alguien que admira todas las películas que se deben admirar, que carece de pasiones indecorosas o se mueve por la vida tanteando opiniones ajenas, ganándose la honra. Nadie debe confiar en las personas respetables. Hay algo pobre en ellas. Algo exangüe. La gente seria sabe apreciar lo que fue hecho para merecer su elogio, y decir las palabras que apuntalan su decencia, y sumar documentos a una futura sociología del arte, condenada a dilucidar cómo pudieron gozar de favor unos procedimientos y unas razones que se adivinaban ya en su tiempo injustificables. Vieytes no es un tipo serio ni aspira con su libro a la respetabilidad, y eso le basta para que Subjetiva de nadie gane lo primero que un libro debe ganar para sí: un fervor propio que bien podemos llamar derecho a ser leído.
  

(Actualización mayo - junio 2015/ BazarAmericano)

Dos libros

Sobre Cuento para una persona, de Laura Petrecca
Por Damián Tabarovsky para Perfil




Cuento para una persona, editado por Entropía, es el tercer libro de Laura Petrecca (Buenos Aires, 1985). Está escrito con una deliberada ambigüedad (no sólo de género: ¿es poesía? ¿Es una novela? ¿Una nouvelle, como anuncia la tapa del libro? Preguntas que a esta altura no tienen ya casi sentido), pero por sobre todo con una sintaxis perturbadora que se cuela, se filtra y se expande por la violencia en que se escanden los versos. Escandir –es decir: salirse de truco de escandir como recurso de taller literario– no es un arte fácil, y Petrecca lo logra con autoridad. Y si digo violencia es porque el balbuceo (el tartamudeo, escribe Arturo Carrera, como una cita a Deleuze, en el paratexto del libro) detrás de esa fachada de levedad, de indefinición topológica (va para acá, va para allá), esconde –es decir, exhibe– una formidable violencia sobre el sentido, al que coloca en la indefensión de la demora, del extravío. Compacto, Cuento para una persona parece desconfiar de la búsqueda de la frase perfecta (búsqueda fallida de antemano) y concentrarse en el flujo de los párrafos, en la circulación de la tensión interna de texto: “Cuando él salió/ ella se dio cuenta que hacía mucho/ no sentía una tranquilidad tan cierta.”

miércoles, mayo 06, 2015

Subjetiva de nadie, de Marcos Vieytes






“En cine, la cámara objetiva es aquella que representa lo que ven los espectadores. Cuando la cámara se identifica con el punto de vista de uno de los personajes, es decir, nos identificamos con lo que éste ve, se denomina cámara subjetiva” (La Literatura en las Artes Combinadas 1 Ficha de cátedra: Términos cinematográficos Realizada por: Lic. Mónica Gruber)
“De repente termina la película. Sobre la pantalla, gastada, carraspea la cinta, se ilumina la sala tenuemente, miramos hacia atrás. Los hombres quietos. Sobrevivientes todos de batallas perdidas.
Como muertos.
Esperan.
Otra película.
Mientras dure la cinta olvidarán” (fragmento de la novela “El cine de los sábados”, de José María Gómez)

La subjetiva de Vieytes

Como un verdadero amante del cine, Marcos Vieytes, el autor de este libro fascinante, nos lleva de la mano, haciéndonos luz en el camino, hacia uno de los fenómenos más complejos y relevantes de la modernidad: precisamente el cine, es decir, el sistema productor de imágenes más espectacular que rodea a nuestras vidas. ¿Existe una vida sin el cine, existe una vida sin imágenes? Las bastardillas son a propósito, términos de un posible cuaderno de bitácora para adentrarnos en el libro. La tarea es para todos los afortunados que lo lean, yo ya hice mi tarea, es decir, me dejé ganar por la apuesta de la obra y cada uno deberá corresponder por sí mismo a las imágenes que provoca su lectura y al despliegue meticuloso de estas. Como cuando uno mira una película.
Como un verdadero intelectual, Marcos Vieytes hace foco (encuadra, recorta alguna realidad, dirige una mirada, hace plano, etc.,etc.) en un determinado campo artístico (la cinematografía) y lo hace a través de las realizaciones concretas (las películas: cientos, muchas de ellas no las hemos visto y no las veremos jamás) pero no para criticarlas (en el sentido de la conocida actividad profesional que reseña aspectos técnicos y argumentales de un filme) sino para adentrarnos en el fenómeno, el hecho, la cosa, y salgamos de eso sabios, es decir, provistos de un ropaje de cuya necesidad no habíamos reparado todavía –a pesar de que vivimos en el cine–, y apropiados de un bagaje cuyas consecuencias nos perseguirán (como un  perro andalúz, por decir algo) y que era hora de que nos diésemos cuenta. A mí me pasó eso, y aquí lo digo, con todas las letras, al igual que el autor me lo hizo saber (y ver) con todas las imágenes a las que remite en extensión y con profundidad. Extracto solamente un párrafo del libro, cuando habla de un director de cine: “… erige su catedral… hecha de sombras tan precarias como el celuloide, materia de la están hechos nuestros sueños…”, dice, casi al final.

Aún así, una de las características mas sorprendentes del libro es que Marcos Vieytes se remite a sí mismo todas las veces, a su mirada particular, su subjetiva, y sin escatimar las consecuencias: como nadie y sin antecedentes en su profesión, el autor pone su propio cuerpo en la estacada (por medio de referencias autobiográficas, poesías de su autoría, reflexiones sobre su propio acto de mirar películas o preguntarse, por ejemplo: “¿Por qué me gusta tanto esa película…”?). Y lo hace porque justamente el libro habla de eso, no solamente de películas –y de ahí la potencia y la inteligente concepción de la obra– sino del acto de mirarlas. Y entonces, por esa vía, el libro adquiere un plus particular, de alguna manera inédito. Y también perturbador. ¿Por qué? Porque no habla solamente de ese acto –con todas las condiciones intelectuales al servicio de la idea rectora del libro– sino del acto mismo en el momento de responder a una pregunta, sumamente indiscreta: ¿Quién está ahí, mirando una película? Y la pregunta no podría ser otra que: “Un hombre”, y, en este caso, ese hombre es Marcos Vieytes. Subjetiva de nadie, subjetiva de todos, subjetiva de Marcos Vieytes.

Igual que si la Esfinge, luego del primer acertijo (donde la respuesta que todos conocemos es: “El hombre”) preguntara, en el colmo de la indiscreción: ¿Y qué está haciendo? Y la respuesta fuera, es: “Mirando una película”.
El hombre, es decir, sus deseos, el desgarramiento, también la soledad –infinita–. Por eso es que se apagan las luces de la sala, para permitir el encantamiento, para no ver a los demás en las butacas, estar solo mirándose al espejo. Ver películas es como estar frente a un espejo. Ese espejo es terrible porque es vasto, abigarrado, multicolor, y sólo los que saben lo que están haciendo (los creadores) consiguen en algún momento componer una imagen, una sola, y que sea capaz de dar cuenta de todo el universo; pero no el universo de todos, sino el del único, irrepetible y particular hombre que está ahí, en la platea, solo consigo mismo.
Es un ejercicio peligroso.
Se debería ver cine con los ojos cerrados.
Todos los hombres buscan su película, incansablemente, y muy pocos la encuentran. La felicidad es muy difícil de lograr. A veces está ahí, muy cerca de nosotros, y es apenas una imagen pero en la que nos reconocemos completamente. “Padre nuestro que estás en los cielos, la imagen de cada día, dánosla hoy…”

Sin ninguna duda, “Subjetiva de nadie”, de Marcos Vieytes, es un gran libro sobre el cine.