viernes, mayo 29, 2015

Subjetiva de nadie, de Marcos Vieytes


Por Federico Romani



En las plataformas y los dispositivos digitales se ha multiplicado uno de esos oficios laterales que prácticamente nacieron junto con el cine, pero a los que ya hace un tiempo este último parece limitado a soportar como un mal necesario. La crítica de cine, muchas veces fagocitada por la más imprecisa “crítica de espectáculos”, luce hoy —salvo múltiples y muy variadas resistencias— reducida al gacetilleo informal y desinformado, al resumen argumental inofensivo o al inventario de virtudes técnicas. La reducción del espacio textual y la dinámica de la red han encogido, también, las posibilidades de explayarse o apelar a densidades del lenguaje que casi siempre riñen con la instantaneidad del mundo virtual. Este replanteamiento de los contenidos ha puesto de lado la función primordial de la crítica, que debería ser el muestreo de posibilidades de lectura y no el juicio sumario a base de “estrellitas” o “deditos” con que suele identificársela. Las calificaciones casi siempre tienden a sellar la obra, del mismo modo en que suelen ocasionar el bloqueo de las claves subjetivas de interpretación y de cualquier orden de referencia que proponga complejidad.

La crítica local aferrada todavía a los espacios de largo aliento (los libros, por ejemplo) ha venido ocupándose casi con exclusividad de ese fenómeno inmanejable que es el llamado “nuevo cine argentino”. Mientras sobran los textos de autoría nacional que se ocupan de ese tema, escasean los que bucean en recorridos cinéfilos más amplios. El libro de Marcos Vieytes vuelve manifiesta esa asimetría dando cuenta de una experiencia personal que adquiere un inusual valor precisamente por su escasa frecuencia de aparición. En Subjetiva de nadie no hay espacio para las boutades ni los gestos ampulosos de posicionamiento, pero hay una tentativa —muy lograda— de obtener nuevas verdades a través de un redescubrimiento de cierta “intensidad” de espectador. No siempre lo esencial es invisible a los ojos, y los directores con los que trabaja el libro (John Ford, Maurice Pialat, Naomi Kawase, Brian De Palma y George Romero, entre muchos otros) marcan y enfatizan un tránsito sumamente desaplicado —en el mejor sentido del término— donde el acto de ver cine no sólo es aprehendido en su calidad de espectáculo de consumo sino también como un rito melancólico que ya ha escuchado demasiadas veces las versiones de su propia muerte clínica como para tomarse cualquiera de ellas en serio. Vieytes no ha escrito semblanzas biográficas ni intenta entronizar a algún oscuro realizador desterrado a las catacumbas del celuloide caduco (cediendo a ese extraño culto de lo bizarro y lo freak que tanto daño produjo), ni se queja de que las películas de ahora no sean como las de antes. Lo que ha hecho es rastrear el destino secreto de algunas películas y directores en su propia vida/memoria (¡esa bellísima referencia al Horror Express —1972— de Eugenio Martín!) y escribirlo con un aire casual y sumamente atento por el que sugerimos dejarse hamacar.

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