Reseña en Otra Parte Semanal.
Por Federico Romani
En las plataformas y los dispositivos digitales se ha
multiplicado uno de esos oficios laterales que prácticamente nacieron junto con
el cine, pero a los que ya hace un tiempo este último parece limitado a
soportar como un mal necesario. La crítica de cine, muchas veces fagocitada por
la más imprecisa “crítica de espectáculos”, luce hoy —salvo múltiples y muy
variadas resistencias— reducida al gacetilleo informal y desinformado, al
resumen argumental inofensivo o al inventario de virtudes técnicas. La
reducción del espacio textual y la dinámica de la red han encogido, también,
las posibilidades de explayarse o apelar a densidades del lenguaje que casi
siempre riñen con la instantaneidad del mundo virtual. Este replanteamiento de
los contenidos ha puesto de lado la función primordial de la crítica, que
debería ser el muestreo de posibilidades de lectura y no el juicio sumario a
base de “estrellitas” o “deditos” con que suele identificársela. Las
calificaciones casi siempre tienden a sellar la obra, del mismo modo en que suelen
ocasionar el bloqueo de las claves subjetivas de interpretación y de cualquier
orden de referencia que proponga complejidad.
La crítica local aferrada todavía a los espacios de largo
aliento (los libros, por ejemplo) ha venido ocupándose casi con exclusividad de
ese fenómeno inmanejable que es el llamado “nuevo cine argentino”. Mientras
sobran los textos de autoría nacional que se ocupan de ese tema, escasean los
que bucean en recorridos cinéfilos más amplios. El libro de Marcos Vieytes
vuelve manifiesta esa asimetría dando cuenta de una experiencia personal que
adquiere un inusual valor precisamente por su escasa frecuencia de aparición.
En Subjetiva de nadie no hay espacio para las boutades ni los gestos ampulosos
de posicionamiento, pero hay una tentativa —muy lograda— de obtener nuevas
verdades a través de un redescubrimiento de cierta “intensidad” de espectador.
No siempre lo esencial es invisible a los ojos, y los directores con los que
trabaja el libro (John Ford, Maurice Pialat, Naomi Kawase, Brian De Palma y
George Romero, entre muchos otros) marcan y enfatizan un tránsito sumamente
desaplicado —en el mejor sentido del término— donde el acto de ver cine no sólo
es aprehendido en su calidad de espectáculo de consumo sino también como un
rito melancólico que ya ha escuchado demasiadas veces las versiones de su
propia muerte clínica como para tomarse cualquiera de ellas en serio. Vieytes
no ha escrito semblanzas biográficas ni intenta entronizar a algún oscuro
realizador desterrado a las catacumbas del celuloide caduco (cediendo a ese
extraño culto de lo bizarro y lo freak que tanto daño produjo), ni se queja de
que las películas de ahora no sean como las de antes. Lo que ha hecho es
rastrear el destino secreto de algunas películas y directores en su propia
vida/memoria (¡esa bellísima referencia al Horror Express —1972— de Eugenio
Martín!) y escribirlo con un aire casual y sumamente atento por el que
sugerimos dejarse hamacar.
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