“Creo que muchas veces pensamos que el lector va a necesitar
más de lo que en realidad necesita y a mí incluso me gusta darle hasta menos
que eso”. Entrevista a la escritora mexicana Daniela Tarazona, autora de El
animal sobre la piedra y El beso de la liebre, quien visitó Buenos Aires para
participar de la Feria del Libro.
Por Valeria Tentoni para el Blog de Eterna Cadencia
Daniela Tarazona nació en Ciudad de México en 1975. Es
autora del ensayo Clarice Lispector publicado por Nostra Ediciones en 2009.
Tres años antes, en 2006, ganó la beca Jóvenes Creadores del Fondo Nacional
para la Cultura y las Artes Mexicano, con el proyecto de su primera novela: El
animal sobre la piedra (que editó en México Almadía y en Argentina, Entropía).
Fue considerada una de las diez mejores obras de su tipo publicadas en México
durante 2008. En 2012, publicó su segunda novela El beso de la liebre
(Alfaguara), que resultó finalista del premio Las Américas. La escritora fue
reconocida como “uno de los 25 secretos literarios de América Latina” por la
Feria Internacional del Libro de Guadalajara, junto a la argentina Fernanda
García Lao. Ha dado talleres de escritura, “con intenciones de fomentar el
gusto por lo anómalo, deforme y extravagante”, según explica, y esos gustos son
concordantes con los que se evidencian en sus obras.
Los dos personajes centrales de estas novelas, Irma e
Hipólita, son seres extraordinarios en un sentido biológico: sus cuerpos pueden
cosas imposibles, tan imposibles que hasta a ellas les cuesta procesarlas con
el pensamiento, pasarlas al lenguaje. Tarazona acude a la animalidad como a una
fuente mayúscula y olvidada de sentido, y a la metamorfosis como proceso por el
cual sus personajes atraviesan las historias. Las tramas les reservan
modificaciones venidas de fuentes externas (dios y el amor, por caso, que es
como una enfermedad que debilita: “Era una mujer empobrecida por sus
sentimientos, era una mujer con un intelecto pervertido”), pero los cuerpos de
estas mujeres, a su vez, reaccionan a sí mismos. La autosuficiencia de esas
metamorfosis está concentrada en este pasaje de El beso de la liebre:
Una crisálida llevaba días pegada a la corteza del árbol.
Guillermo le mostró a Hipólita los cambios que había sufrido.
—Es la voluntad del encierro. Tal vez no puedes comprenderlo
aún, pero este animal crece por sí mismo, como otros dentro del cuerpo de sus
madres, sólo que la crisálida procura su propia mutación. Tú vas a resucitar,
Hipólita, y la resurrección es ventura y ruina —le dijo Guillermo, mientras
movía su boca desdentada como si alguien más hablara dentro de él. Enseguida,
puso la yema del índice sobre la mancha de nacimiento en la corva de Hipólita:
—Aquí está la marca.
Tarazona fue invitada a la Feria del Libro en Buenos Aires
para presentar sus libros y en ese marco se realizó una entrevista en vivo que
aquí desgrabamos:
—En una entrevista indicás que te cuesta distinguir entre
realidad y ficción, que tu propio tránsito por la vida cotidiana tiene que ver
con no insistir con esa distinción.
—Tiene que ver con tomar una extensión en otros territorios
que para mí son reales, existen, y esa es una de las problemáticas que he
expuesto en otras ocasiones; el pensar que todo esto puede ser verdadero. Tiene
su parte gozosa y su parte complicada. Trato de poner mucha atención en lo que
el personaje pide. Nunca he empezado a contar una historia, a escribir una
novela, en la que yo sepa qué es lo que va a suceder. Sé que el personaje
atraviesa distintas escenas, tres o cuatro, y entonces comienzo a escribir de
esa manera. A través de ese ejercicio, el de poner al personaje en acción y que
sea él quien llame al mundo que lo rodea, voy comprendiendo qué necesita. Sin
embargo, sobre todo en El beso de la liebre, la idea de realidad o de
verosimilitud está constantemente puesta en duda. Lo hice con total intención:
el tiempo está roto, los episodios se vuelven a contar de maneras distintas, en
tiempos diferentes. Es una novela que está desbaratada. Está escrita de manera
fragmentaria también para poner en duda las nociones de tiempo, credibilidad,
verosimilitud. Aquí esta mujer muere y revive, resucita. Yo pensé: si eso puede
pasarle al personaje, pues yo puedo desmembrar mi novela y ése va a ser el
mejor modo de contar la historia.
—También en El animal sobre la piedra también hay espacios,
una construcción fragmentaria: no le das todo masticado al lector.
—Sí, es una preocupación, un asunto que me interesa. Creo
que muchas veces pensamos que el lector va a necesitar más de lo que en
realidad necesita y a mí incluso me gusta darle hasta menos que eso, es decir,
invitarlo a que reconstruya, a que aporte más de lo habitual o de lo
considerado como habitual en este tipo de textos. La participación activa del
lector permite que la interpretación sea muy rica y que pueda encontrar quizás
en esos espacios de silencio o vacíos una parte de su propia historia. Por lo
menos a mí, como lectora de novelas que ponen en duda esta cuestión de la
linealidad, me parece algo importantísimo de hacer. Esta participación activa,
esa manera de completar el texto.
—¿Cuáles fueron los primeros libros que te dieron ganas de
escribir?
—Desde luego, La metamorfosis, que es bastante obvio, pero
me parecía sensacional que hubiera una historia donde eso pudiera ser contado.
Yo pensaba: si esto puede ser contado, ya está. Fue una enorme atracción.
Despues, la cuestión más de aventura y de fuga vino con El Mago de Oz, otro
texto que para mí fue muy importante. Me fascinaban las posibilidades que
estaban expuestas allí y el asunto de salir disparado a otro universo.
—Has sido leída en el marco del género fantástico, junto a
escritoras como la argentina Silvina Ocampo. ¿Te sentís representada, te
interesa inscribirte en algún género?
—No me interesa particularmente eso. Creo que cada escritor
tiene un universo donde se siente mas cómodo, que le es más próximo. A mí estos
universos me resultan más familiares, quizas porque mi infancia tuvo muchos
elementos de magia. Mi abuela era poeta, y había en ella y en mi madre también
una composición del mundo en donde había cosas muy absurdas que eran posibles.
Eso, creo, ha sido una de las cosas que más agradezco haber experimentado,
porque me dieron la chance de ver un poco más allá, inclusive en momentos
difíciles. Veo esa posibilidad de la magia, del atravesar una pared. Eso era
posible cuando yo era niña, y era hecho por los adultos.
—¿Tu abuela te pasaba libros?
—Sí, mi abuela me pasaba libros y fue quien me pasó de hecho
Lazos de familia, de una de las escritoras que más he querido, Clarice
Lispector. Me los pasaba como hacía las cosas mi abuela, era como una especie
de misterio. Me decía: Bueno, te lo voy a dar y me dirás, sutilmente, qué. Era
algo subrepticio, no era una comunicación abierta. Así me daba los libros.
—¿A qué edad leíste a Lispector?
—Como a los 17…
—Sé que has trabajado sobre ella, y entiendo estás
enemistada un poco con la lectura que la suscribe únicamente a la parte
feminista. Tus personajes también son mujeres y podrían predicarse cosas
similares, ¿cómo te sentis con respecto a esa lectura?
—Creo que me resulta natural escribir personajes femeninos.
Ahora estoy escribiendo otra vez uno femenino… Me parece que me es más natural
contar una historia protagonizada por una mujer. Me han marcado dos cosas muy
opuestas. En el caso de la primera novela me decían: tu personaje tiene que
sufrir. Si está atravesando una transformación de esa naturaleza, si le están
saliendo escamas, le está cambiando la visión, la lengua, el olfato, entonces
tiene que sufrir. Y yo decía que no, porque el asunto precisamente en la novela
es que esto es un ascenso en la escala evolutiva, ella está mejor en el mundo
de esta manera. Fui muy necia al sostener eso. En cambio, en El beso de la
liebre, me dicen que le hago cosas horrorosas a mi personaje, que cómo puede
ser que le haga esas cosas…
—Pero tampoco sufre, ni se angustia, Hipólita. Quizás porque
tiene superpoderes.
—No sé por qué, quizás porque es parte de la vida, la parten
en muchos pedazos, la decapitan, pero eso pasa también de otras maneras en la
vida y es una representación de eso, esa pérdida de miembros y extremidades que
sufrimos. Para cerrar la idea, diría que son tratamientos muy distintos de
personajes femeninos. El primero es instrospectivo, más formal, más preoccupado
por una forma muy cuidada del lenguaje. Creo que la literatura escrita por
mujeres es una de las escrituras que más me interesan, porque soy mujer, y me
interesa leer y escribir acerca de eso.
—Además de Lispector, ¿qué otras escritoras te interesan?
—Me interesa mucho la escritura extraña de Amparo Dávila,
que es terrible y sutil. Ella está hablando de cosas realmente muy duras y sin
embargo logra hacerlo de una manera que se podría llamar elegante, y eso me
gusta.
—También aparece la cuestión de la medicina como arte que
interviene los cuerpos en ambas novelas. ¿Cómo trabajaste eso? ¿Te
documentaste, es algo que te obsesione?
—Sí, entrevisté a un médico que hizo el primer transplante
de brazos de Latinoamérica, en México. Él me preguntó: ¿Por qué te interesa
esto? Y bueno, yo no supe bien qué contestarle. En mi familia hay varios
médicos, son ortopedistas todos. Sin embargo, no soy muy valiente para ver
cirugías ni nada de esas cosas. Mi hermano ponía cirugías en la casa, en la
televisión, grabadas, y yo no me atrevía a verlas, me daba mucho horror. No sé
si ahora podría aventurarme, ahora que lo estoy diciendo se me antoja.
—A veces esas visiones que tenemos de chicos de lo que no
queremos ver pero vemos de refilón son las que nos marcan más.
—Sí, son además muy apreciables, porque creo que son como
pequeños núcleos que tienen mucha potencia de significado. Pequeñas bombas que
cada uno tiene en su historia y a las que puede recurrir y puede desenmarañar y
comprender un montón de cosas a través de esos recuerdos.
—Una cantera de horrores.
—Sí, claro, algo de lo que ir tomando elementos.
—Sé que tu papá te regaló un diario de chica y empezaste con
eso, ¿no? Es el formato un poco de El animal sobre la piedra, el de diario.
—Sí. Estábamos de viaje y entramos a una juguetería. Había
una pared con diarios rosas, azules, violetas, con dibujitos muy cursis, y mi
papá me dijo: ¿Quieres un diario para escribir? Era de estos que venden con
candadito, y a mí me parecía increíble tener algo que podía, por el momento,
ocultar y tener resguardado. Y poder escribir ahí lo que se me diera la gana.
Eso fue muy atractivo para mí y ahí lo tengo, desde luego, no sé si lo volví a
abrir.
—¿Eso fue lo primero que escribiste?
—Sí, mis primeras incursiones en la escritura fueron mis
diarios.
—En tu primer cuento había un monstruo, ¿no? Lo monstruoso
ya estaba presente desde el principio.
—Sí, también estaba de viaje, estábamos con mi mamá en un
centro comercial y de pronto había mucha gente y me pareció muy interesante la
idea de imaginar que entraba un monstruo a ese lugar. Imaginar qué iba a hacer
la gente al verlo, para dónde iban a correr, en dónde se iban a esconder. Creo
que el cuento era muy breve, lo escribí en una servilleta, e hice un dibujo. En
El animal también hay algunos dibujos. En realidad, era como si hubiera
tachoneado la hoja, esta manera de rayar la hoja que uno no cesa y entonces la
hoja se rompe. Así era el monstruo.
—¿Y escribías poesía?
—Sí, tengo unos poemarios que no he publicado. Era lo que
escribía hasta que me dije: voy a hacer una novela. Me acuerdo que lo hablé con
mi abuela, que todavía vivía, y empzamos a conversar sobre de qué podía ser. En
aquel tiempo era la historia de una mujer que hacia un viaje, bastante alejada
del resultado final. Empecé a escribir cosas. El primer tratamiento de ese
texto me fue llamando, me tardé mucho tiempo, estaba pensando y haciendo otras
cosas y volvía a ese texto inicial que sufrió muchas transformaciones hasta
convertirse en el libro.
—Se llamaba Terciopelo en su primera versión, ¿por qué?
—Por la composición de la tela, que tiene dos urdimbres y
una trama, y hace esta cuestión, como que brilla por un lado pero también al
pasarle la mano tiene movimiento, por los hilos… Yo quería escribir una
historia sobre todo que fuera ambigua, donde estuviera jugándose todo el tiempo
la posibilidad de que el lector juzgara si realmente estaba pasando que ella se
transformase en este animal o no. Parece a veces que sí, pero no del todo.
Quería hacer ese juego de doble vista, de movimiento.
—¿Recordás cómo fue el momento, después de esos cinco o seis
años, en que la diste por terminada?
—Fue bastante física la sensación. Yo me fui muchas veces a
Tepoztlán, cerca de la Ciudad de México, a escribir ese libro. Y llegué al
final de esa historia una tarde y pensé que era el final, no tenía la menor
duda. No se por qué. Y qué tristeza que la terminé, sentí que me podría haber
quedado escribiéndola. También creo que a veces se trata de eso; uno publica
distintos libros, y se ha dicho mucho sobre esto, uno está muchas veces
escribiendo el mismo libro. O tienes las mismas inquietudes.
—¿Cuales creés que son las que más persisten en vos?
—Creo que la pregunta sobre la identidad, sobre quién soy.
Es algo que no se puede responder, entonces me lo pregunto una y otra vez
porque creo que no somos susceptibles de ser definidos. El cambio es continuo.
Tengo muy mala memoria, por ejemplo, entonces a veces tengo la sensación de que
no soy yo la misma de antes, pero es una sensación bastante verídica, entonces
esa descomposición de la memoria también me interesa. El cuerpo, las
posibilidades del cuerpo. El otro día me contaban de un escalador que se fue de
la plaza de un pueblo a un volcán, en México, corriendo, porque quería romper
un récord y hacer algo así, extraordinario. Cuando escucho esas cosas u otras
que tienen que ver más con historias de curación, de gente que iba a morirse y
de repente resulta que se curan, eso… Hay posibilidades del cuerpo que me
parecen asombrosas. Y también es extraño estar dentro del cuerpo, estar a la
vez un poco contenido y en expansión.
—Esa preocupación se ve también en la maternidad como tema.
El beso de la liebre comienza en el útero, Hipólita en el vientre de su madre,
e Irma está embarazada –y además se embaraza casi sin necesidad del hombre, con
autosuficiencia. El embarazo como situación en la que hay un cuerpo dentro de
otro cuerpo, que se parece a la preocupación también tuya de escritor habitando
al personaje.
—Me interesa mucho también la idea de estar habitado por
otros, creo que todos estamos habitados por otros. No distinguimos de manera
natural a veces de qué modo lo que otros nos han transmitido y compartido es
parte de nuestra composición más profunda. Esa cuestión del ser, es como el ser
de Madame Noël en El beso de la liebre, esta composición de muchos pedazos de
piel para hacer un ser nuevo es realmente algo que me parece fascinante. Qué
ves cuando estás con una persona y la miras a los ojos, qué otras personas hay
allí —que son personas reales, es decir históricamente reales, amigos suyos,
hermanos, padres, lo que sea, pero también qué otras identidades hay formuladas
dentro de cada uno de nosotros. Lo que decíamos hace un momento: de qué modo el
recuerdo que es un núcleo que en un momento explota y nos puede hacer girar la
cabeza asustadas, de qué modo nos podemos detener ante algo que no sabemos de
dónde viene. Todas esas preguntas sobre la vida interior me parecen muy inquietantes,
muy sabrosas.
—Es interesante el lugar que les das a los animales. Irma
convive con un oso hormiguero, producís sistemas en los que los animales y los
seres humanos están puestos en el mismo nivel.
—De hecho, hay un gato que entra, al principio de El animal
sobre la piedra, al cuarto y orina. Hay un punto, una perspectiva que no tenía
tan clara pero sí, considero que los animales… ¡Es que creo que hay muchas
cosas que realmente no sabemos! ¡En general! Pero sí creo que con los animales
se puede establecer un vínculo profundo, hay personas que hablan con sus
animales, yo lo hago con mi gato, sé que hay mucha gente que cree esto. Y ese
orden en que los humanos están con los animales en igualdad me parece el orden
natural de las cosas.
—Y con respecto al futuro que imaginás en El beso de la
liebre, ¿de dónde vienen estas visiones en debacle?
—Creo que estamos no muy lejos de que ocurra algo así. Estas
estructuras existen y hay una procuración de uniformar, desde cómo vestir hasta
uniformar las conciencias, el pensamiento, anular las diferencias. Creo que es
algo que está ahí, que es muy visible. Mi interés va hacia la recuperación de
esas particularidades. Por eso también me gusta mucho meter señas particulares;
cicatrices, lunares. Todas esas cuestiones que hagan visible la individualidad,
esa manera especial de cada uno de nosotros. Creo que de pronto hay muchas
cuestiones dadas en nuestra sociedad que nos quieren alejar cada vez más de eso
que nos hace ser a cada uno, único.
—¿Lo leerías como un libro de ciencia ficción?
—Sé que tiene elementos que corresponden a la ciencia
ficción. Pero a mí lo que me ha interesado en estos dos libros, y en el libro
que estoy ahora trabajando, es hacer algo distinto, uno de otro, aunque existan
estas preocupaciones constantes. Me gusta que sea cada uno separado en su
tratamiento, a pesar de que aparezcan mismas inquietudes. No me gustan tampoco
mucho las etiquetas, son cosas que nos sirven para clasificar, claro, pero a
veces creo que dejan mucho de lado. Es como una especie de visera.
—Ray Bradbury decía que al escribir hay que usar el teclado
como una ouija y escribir cosas que una no sabía que sabía. ¿Te sentís
identificada?
—Sí, ¡eso es lo espeluznante! Hay mucho de predicción en
estos libros que yo escribí. Justo eso: saber que una escribió algo que después
se manifiesta, y que quizás una no lo tiene claro porque es una especie de
trance, está en la lectura que tiene de su propio texto cuando lo está
escribiendo, y no te das cuenta, pero de pronto ahí está y es un llamado a
situaciones que son realmente singulares. No diré muchos detalles al respecto
pero, por ejemplo, en El animal sobre la piedra yo encontré muchas cosas que
después viví.
—Dijiste en una entrevista con Andrés Hax que escribir es un
peligro. ¿Por qué?
—Sí, porque cuando lo dije lo sentía, después lo comprobé.
Ahí dije: siento peligro cuando escribo. Y después me di cuenta que escribir es
algo peligroso, una no regresa de la misma manera, ni completa, ni feliz en
oportunidades. Muchas veces es un acto bastante peligroso, sí, bastante de
orilla. Un acto que sucede a la orilla de la conciencia, entonces a veces se
pueden tomar caminos que uno no alcanzó a vislumbrar bien o de los que es
difícil volver.
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