Por José Miccio para Bazar Americano
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Al comienzo de
Subjetiva de nadie Marcos Vieytes dice que el inventor del cine es Dios. En la
página 88 se pregunta si no será obra del diablo. La posible contradicción
(habrá argumentos teológicos para explicar que lo que inventa uno lo inventa
también el otro) es menos importante que el ámbito del que proceden los dos
demiurgos. Porque si hay algo que se puede decir de Subjetiva de nadie sin
demasiado temor a equivocarse es que se trata de un libro religioso, como
parece serlo todo lo que tiene que ver con el
amor cuando el amor se toma en serio. Casi no hay página que no recuerde
al cristianismo. Vieytes dice que las imágenes cinematográficas de Romy
Schneider son ofrendas, que Terence Fisher es un satanista católico, que Mario
Bava es un multiplicador de panes y peces, que John Ford es la Biblia, que
Godard es Adán. Lo mismo que pasa con los directores pasa con las películas.
Wake in Fright es Génesis y Apocalipsis. Huracán, Antiguo y Nuevo Testamento.
Obviamente, a la palabra satén sigue Satán.
Pero antes que del
vocabulario cristiano – que bien podría ser solo retórica – la fuerza religiosa
del libro procede de su tono. Subjetiva de nadie no viene de un sacerdote con
autoridad y doctrina sino de un místico. O de un tipo como el Robert Duvall de
El apóstol, sacudido por palabras que parecen tenerlo como médium. Vieytes
escribe de cine entusiasmado. Es decir, poseso. Los pocos conectores que usa
hablan en parte de ello. Hay, por supuesto, algún por otra parte, algún por un
lado, algún entonces. Pero lo que hay fundamentalmente son oraciones largas,
adición y subordinación, comas y más comas. Los argumentos levantan la cabeza
de entre una sintaxis abigarrada, no se acomodan uno detrás de otro,
coordinados de manera clara y distinta. Podría ser una catástrofe: mala
literatura que habla de cine. O peor: otro caso de semiología hermética
perpetrado por la anticinefilia. Pero no. Es un trip. Contra su propio
subtítulo, hay que decir que más que un libro de crítica, y más que un diario,
Subjetiva de nadie es el cuaderno de notas de alguien interesado en ciertas
sustancias. La droga en este caso se llama cine, y de lo que sucede cuando el
cine entra en el cuerpo de Vieytes se trata todo.
He aquí un fragmento
ilustrativo y notable:
“La idea es delirante, genial, desmesurada, propia de un
subproducto del cine de terror europeo tan sugestivo y poético como acabó
siendo Horror Express (1972) de Eugenio Martín (Gene Martin para la
distribución internacional), protagonizada por el dúo dinámico de la Casa Hammer
que formaron para siempre Christopher Lee y Peter Cushing, trasplantados a esta
producción con director español, Telly Savalas haciendo de cosaco, Alberto de
Mendoza fagocitándose la película al dárselas con todo desparpajo de monje ruso
medio loco y medio brujo, más desatado aún que la suma del Rasputín histórico y
del mítico, un par de mujeres filmadas de verdad, un monstruo simultáneamente
material y metafísico, un tren que atraviesa el nevado desierto siberiano, tres
o cuatro secuencias que asustan como pocas, un silbido sibilino y asesino, ni
un solo plano irrelevante debido al imán iconográfico del reparto, y ese
momento maravilloso en el que, tras cazar y dar muerte al monstruo o a una de
sus encarnaciones, Peter Cushing le hace la autopsia para encontrarse con la sorpresa de que en el
ojo tiene grabadas – talladas, registradas, impresas – imágenes solamente
visibles a través de la lente de un microscopio. Pero eso no es todo, también
se revelan milenarias y extraterrestres. Algo así como si Dios hubiera tenido
una cámara y mandara home movies desde el cielo, películas de su panorámica
cenital. Solo que estas resultan ser las de un demonio, especie de subjetivas
cenitales de Satán en caída libre hacia la Tierra tras su derrota bíblica a
manos del arcángel Miguel. ¿Quién no pagaría la entrada – digo más: quién no
vendería su alma por ver esta película?”
Leer una aventura teológica de este tipo en Godard es fácil,
porque hay una marcada predisposición a encontrar en sus películas revelaciones
de todo tipo. Leerlo en una fascinante y olvidada película de terror de los
años 70 le da al libro de Vieytes un interés bien propio, independiente de la
dignidad que dan los grandes nombres y los elogios seguros.
2
Quien haya leído El
Amante en sus últimos años de existencia en papel sabrá de donde procede
fundamentalmente Subjetiva de nadie. Buena parte de los textos – sino todos –
aparecieron antes en la revista. Incluso han quedado marcas de tiempo
curiosamente desatendidas, como la referencia a la última década del cine de
Bellocchio, que se establece no desde 2014 sino desde 2010, año del estreno en
Argentina de Vincere y del número de El Amante para el que Vieytes escribió una
nota con poema. (La idea de diario explicaría esto con sencillez, pero no hay
ninguna fecha). El pasaje de la revista al libro tiene consecuencias profundas.
Es bien sabido: el libro otorga (impone) una coherencia que la edición
periódica no exige. El libro espacializa el tiempo. Antes significa atrás. Sin
un prólogo que avise de su historia, por el solo hecho de aparecer juntos, los
textos publicados durante varios años se vuelven todos contemporáneos entre sí,
hijos del día de su aparición entre tapas, como parte de una editorial y un
catálogo. El prestigio que confiere el libro no está libre de tributos. El
libro pide unidad, líneas de fuerza, arquitectura. Una contradicción - o cualquier cosa que la ortodoxia obligue a
pensar de esa manera – entre algo dicho en 2009 y algo dicho en 2014 cambia de
estatuto si pasa a ser una contradicción entre algo dicho en la página 34 y
algo dicho en la página 243. El libro es un disciplinador fenomenal. Cuanto más
fuerte es la coherencia, mayor es la virtud. Ni la novela ha logrado remover
esta superstición (de ahí que tanta gente piense todavía que César Aira manda
fruta).
Vieytes no es
insensible a esta presión libresca. Subjetiva de nadie está cosido con hilos
más robustos que los de la compilación. Los mismos textos leídos en El Amante
son otros textos porque el entramado del que forman parte es completamente
distinto. Lo más evidentemente singular es el modo en que el discurso sobre el
cine comparte ahora espacio con fragmentos autobiográficos. No es que una
anécdota de la vida de Vieytes dispare una reflexión sobre tal película o tal
director, como ocurre tan a menudo en el ensayo. Eso pasa algunas veces. Al
comienzo, por ejemplo, un juego que le hizo un amigo de su padre cuando era
pibe lleva a Vieytes a hablar de Melville y Johnnie To, y a poner de alguna
manera todo el libro bajo la protección de películas como Un flic y Running Out
of Time, en las que al cine se juega “sin culpa ni causa”. Pero hay párrafos y
párrafos que funcionan paralelamente al análisis vertiginoso que constituye el
corazón del libro. El efecto es notablemente orgánico: cuando habla de cine
Vieytes parece metido en algún tipo de viaje transpersonal; cuando habla de sí
mismo repone el yo que las películas y la crítica le borronean. De Herzog a la
mujer que lo cuidó durante su infancia, de los caminos de Kiarostami a
Polvaredas, el pueblo de su madre, Vieytes juega a encontrase y perderse todo
el tiempo, como un chico en el laberinto de espejos deformantes o algún
personaje de Rivette.
Para completar la
descripción, a la crítica y la autobiografía hay que sumar todavía un tercer
género (la palabra es indispensable y confusa). Siempre a pie de página
aparecen poemas (alrededor de cincuenta), con sus versos y estrofas divididos
por barras. El lugar que ocupan, la letra chica y la falta de verticalidad
hacen de Subjetiva de nadie también un poemario tímido.
3
En la memoria
desjerarquizada de Vieytes Godard llama a Del Toro y Mario Bava a Bresson.
(Otro par inesperado: Ferreri y Ted Kotcheff). Lo único que puede reunir un
conjunto de directores tan poco afines entre sí, tan reacios a la doctrina, es
la cinefilia, ese modo de vincular el cine y la vida (y en un punto
confundirlos) que persiste hasta hoy a pesar de las acusaciones de ingenuidad
teórica e ideológica que siguen cayéndole encima. Subjetiva de nadie es un
libro ultracinéfilo. Lo que quiere decir también: un libro feliz, inocente,
enfermo, irresponsable, intransitivo. La cinefilia, es cierto, resulta pobre si
se le pide solvencia epistemológica. Su causa ha sido siempre el placer y el
gusto razonado. Al no ofrecer más que un simulacro de sistema, una pobre
interpretación histórica y un puñado de peticiones de principio dejó un margen
amplísimo para el goce del arte y el entretenimiento. Los cinéfilos no escriben
tesis sino libros con títulos como Las películas de mi vida. Y frases como
estas, tan poco aptas para los discursos del decoro. “No he visto de un tirón
casi ninguna película de Godard o de Marker” / “Todas las películas de
Verhoeven me calientan” / “Nunca me voy a olvidar de las tetas de esa mujer a
punto de estallar bajo el corset mientras Delon la busca por los pasillos de un
palacete abandonado”.
Algunos cineastas de
los que habla Vieytes: Pialat, Buñuel, Ford, Almodóvar, De Palma, Tourneur,
Sokurov, Mizoguchi, Errol Morris, Oshima, Bigelow, Carpenter, Tarantino,
Bellocchio, Fesser, Jackie Chan. (De Argentina, solo unas palabras veloces para
Favio y Caetano). Especialmente valorable es la atención que le dedica a Claude
Sautet, un director estupendo, considerado muy por debajo de sus virtudes y
confundido a veces con el academicismo francés. Vieytes tiene el coraje de
declararlo maestro del plano y contraplano, un procedimiento de montaje que la
crítica con aspiraciones de modernidad automática rechaza con aplomo (Negarse
al plano-contraplano es un acontecimiento político / El plano-contraplano es
fascista, por recordar dos despropósitos) para abrazar a cambio el mundo de
infracciones simples propias del cine bien educado, y aberraciones
universitarias como el denominado documental de creación, a esta altura un
género en sí mismo. (A Vieytes le gusta, hay que decir).
Alguien podría
pensar, teniendo en cuenta los cineastas mencionados: de lo alto a lo bajo, de
lo bajo a lo alto. Pero, ¿quién va en cada nivel? En el universo de Subjetiva
de nadie el trascendentalismo ruso de Sokurov no es más valioso que las
coreografías del chino Chan. Virtud nada menor de Vieytes: bancarse su capricho
sin melindres, negarse a redimir películas poniéndolas bajo la protección de
otras más prestigiosas o llenando la página de nombres respetables. Contra los
corazones académicos y rigoristas, los cinéfilos saben muy bien que el hecho de
que Deleuze haya hablado bien de Terence Fisher habla bien de Deleuze, no de
Fisher. La vocación (la fe) cinéfila podría definirse con estas palabras de
Vieytes: “Porque el espíritu sopla donde quiere, incluso en un peplum. Y cuando
esto sucede, su efecto, por inesperado, es todavía más poderoso que el de una
obra maestra”. O con estas otras: “Tarantino se vale de un cine desatendido por
los estándares del buen gusto para demostrar que el goce está más allá del
prestigio, y que puede hallarse en cualquier pedazo fortuito de celuloide”.
En fin. Uno se puede
enojar con esta afirmación o con aquella, dejar de leer pronto los poemas,
preguntarse por qué Vieytes habla solo de películas que lo entusiasman,
extrañar algunos nombres, renegar de otros. Pero es difícil que alguien no
sienta que Vieytes escribe. Se nota en cada párrafo que el deseo es lo único
que mueve el libro hacia adelante, y el convencimiento de que no se pide perdón
ni se anda uno con chiquitas cuando se habla de lo que nos sostiene en pie. De
ahí la moraleja. Nadie debe confiar en alguien que admira todas las películas
que se deben admirar, que carece de pasiones indecorosas o se mueve por la vida
tanteando opiniones ajenas, ganándose la honra. Nadie debe confiar en las
personas respetables. Hay algo pobre en ellas. Algo exangüe. La gente seria
sabe apreciar lo que fue hecho para merecer su elogio, y decir las palabras que
apuntalan su decencia, y sumar documentos a una futura sociología del arte,
condenada a dilucidar cómo pudieron gozar de favor unos procedimientos y unas
razones que se adivinaban ya en su tiempo injustificables. Vieytes no es un
tipo serio ni aspira con su libro a la respetabilidad, y eso le basta para que
Subjetiva de nadie gane lo primero que un libro debe ganar para sí: un fervor
propio que bien podemos llamar derecho a ser leído.
(Actualización mayo - junio 2015/ BazarAmericano)
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