Los incapaces, de Alberto Montero, por Patricio Zunini para el Blog de Eterna Cadencia
Dice Robert Walser —citado por Enrique Vila-Matas en
Bartleby y compañía— que «saber que no se puede escribir es una forma de
escribir». Hay todo un género sobre la imposibilidad de escribir, del escritor
que intenta y falla, insiste y falla, se obsesiona y vuelve a fallar. Como
decía Becket: «Fracasa de nuevo, fracasa mejor». Grandísimos libros están
hechos con las cenizas del escritor consumido en la “incapacidad” de contar.
Baste mencionar como ejemplos dos vacíos: El libro vacío, de Josefina Vicens,
El discurso vacío, de Mario Levrero. A esta tradición se incorpora Los incapaces
(Entropía), de Alberto Montero, que, como dato adicional, publica su ópera
prima a los 61 años de edad.
El narrador es el prestigioso analista T. Monroe, anagrama
del apellido del autor, quien, con la necesidad imperiosa de escribir «una
novela de calidad», y luego de muchos intentos fallidos («en verdad
infinitos»), tras haber ensayado estilos y formatos y recurrido a maneras
faulknerianas, maneras eliotianas, maneras joyceanas, maneras becketianas,
encuentra en su «admirado Thomas Bernhard» el camino para avanzar. El
pensamiento obsesivo —como el de una pasión, como el del amor—, desenfrenado,
furioso, sigue la manera bernhardiana para decir/escribir una única oración de
379 páginas, que se lee al principio con vértigo y después, cuando esa
impresión se aquieta, siguiendo el vértigo del que escribe. Así comienza (las
cursivas son del original):
Después de vivir, con algunas interrupciones, durante más de treinta años en Kellner, no tuve otra idea que, sin la menor consideración hacia los míos, ni hacia mi persona, ávidamente como es en mí costumbre, buscar información, y reunir información, toda la información posible, explotando la versatilidad de Internet, no sólo de la Internet, pero muy especialmente de la Internet, acerca de novedades arquitectónicas, de concepciones temáticas, de métodos constructivos, insumos, herramientas, equipos, maquinaria de mano, maquinaria semi-pesada, de todo lo que consideré de utilidad, y, que, supuse iba a convenir a la construcción de las llamadas, arquitectónicamente hablando, viviendas unifamiliares, a bien de sumar, a mis conocimientos previos en el Campo de la Construcción de las llamadas viviendas unifamiliares, conocimientos de orden práctico exclusivamente, haciendo especial hincapié en basamentos y estructuras, pero mayormente, en materiales, todo aquello que consideré imprescindible, diría —escribo—, a la hora de construir esta, mi vivienda unifamiliar…
Sumando otra tradición a la novela, Monroe a escribe la
muerte del padre —un hombre estructuralmente depravado que jamás se dignó a
corresponder su amor. En toda ficción hay escondida una autobiografía, «uno
termina por escribir», dice Monroe/Montero, «exclusivamente, algo acerca de uno
mismo transustanciado y consustanciado sólo en uno mismo». Con esa certeza, obsesivo,
furioso, desenfrenado, se descarga en un «nuevo intento literario, o
analítico-literario, o auto-analítico-literario» para librarse de la sombra del
padre, con la ferocidad de quien intenta levantar una casa y construye un
mausoleo, sabiendo que es imposible escribir pero a la vez inevitable.
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