Por Matías Serra Bradford para Otra Parte Semanal
Ya era visible en las narraciones de Sergio Chejfec una
obviedad —de ahí quizá su insistencia— a menudo olvidada: la escritura es el
centro de la escritura. Única certeza en medio de la incertidumbre total. Su
último ensayo viene a cristalizar el asunto, estudiando ejemplos de la relación
de un autor y un receptor con lo escrito, los diversos modos de crearlo y
apreciarlo. Frente a un entretenido repertorio de formatos y soportes, el
ejercicio también se celebra entre líneas, justamente en un libro sobre la
tensión entre materialidad e inmaterialidad.
Uno de los puntos más originales en una obra que lo es en
sucesivas fases y facetas es que pareciera bastar la idea —la imagen— de la
escritura manual, aunque no se la practique, para seguir escribiendo (por otra
vía). Una concesión de Chejfec proyecta un interrogante: alguien que admite no
tener una relación natural con la escritura, ¿sentirá que no tiene derecho a la
escritura manual? Tal vez él no siguió escribiendo a mano —otros lo precisan
para alcanzar el mismo objetivo— con el fin de conservar una cierta cualidad
etérea que estima en la literatura.
Lo paradójico es que el estilo del autor aparenta ser el de
quien sólo puede redactar a mano. La de Chejfec es una prosa de bucles,
volutas, de lentitudes magnánimas y subordinadas consentidas, y el fervor
caligráfico quedó impregnado en su genética literaria, un acto reflejo después
de haberse escolarizado copiando relatos de Kafka en un cuaderno rayado. Hay
muchas formas de lo moroso, y la de Chejfec pertenece a una familia antigua que
arranca con Sterne y termina con Saer y Sebald, para volver a empezar. Ya en
Mis dos mundos (2008) y en La experiencia dramática (2012) se internaba en los
usos de la tecnología en la ficción y, como el resto de su obra, en las
delectaciones de la percepción. Ambos sondeos encuentran aquí un terreno común,
en conversación virtual con el arte contemporáneo.
El ensayo parece desdeñar la tentación de la superstición
(en el trato con materiales e instrumentos de escritura) pero el talismán de su
autor —una libreta verde— es fetichizado hasta el paroxismo, y es curioso que
sostenga que a máquina o a mano “los resultados están muy poco alejados”. Esta
suave falacia da por supuesto, entre otras cosas, que no existe la superstición
en un escritor, o que la superstición no tiene consecuencias técnicas,
literarias.
En otra instancia postula que “la textualidad electrónica presume de la existencia de un original escrito, pero todos sabemos que esa presunción es elíptica, remite a un paso innecesario para la escritura, aunque esta se presente como si hubiese cumplido con los necesarios requisitos físicos”. Lo que “innecesario” puede estar presumiendo es que escribir a mano comenzó a ser un paso inútil desde hace algunos años o que ya nadie compone de ese modo. (Conste, al menos, que siguen haciéndolo algunos de los escritores vivos más relevantes: DeLillo, Berger, Aira, Handke). Más adelante plantea otra buena idea sediciosa, terrorista, para un felix retrógrado como este lector: “Esa condición flotante de la escritura sobre la pantalla me hace pensar en ella como poseedora de una entidad más distintiva y ajustada que la física”.
En otra instancia postula que “la textualidad electrónica presume de la existencia de un original escrito, pero todos sabemos que esa presunción es elíptica, remite a un paso innecesario para la escritura, aunque esta se presente como si hubiese cumplido con los necesarios requisitos físicos”. Lo que “innecesario” puede estar presumiendo es que escribir a mano comenzó a ser un paso inútil desde hace algunos años o que ya nadie compone de ese modo. (Conste, al menos, que siguen haciéndolo algunos de los escritores vivos más relevantes: DeLillo, Berger, Aira, Handke). Más adelante plantea otra buena idea sediciosa, terrorista, para un felix retrógrado como este lector: “Esa condición flotante de la escritura sobre la pantalla me hace pensar en ella como poseedora de una entidad más distintiva y ajustada que la física”.
Esas instigaciones de aspecto inofensivo —lances de un
tímido— se emparientan por lo bajo con la hilaridad a lo Buster Keaton con que
los narradores de Chejfec suelen presentarse. La ausencia de falso candor se
nota desde Moral (1990), pero con más claridad desde Sobre Giannuzzi (2010). En
su caso quizá sea el precio de la persecución de un horizonte no excesivamente
común: una nueva forma para cada libro. El problema, en definitiva, no es
escritura a mano o no; el problema es qué mano.
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