Virginia Cosin escribe sobre Circuito de memoria para Revista Ñ
En la antigüedad los griegos distinguieron dos términos para
la creación: Techné y Poiesis. Del primero deriva la palabra técnica y refiere
a la actividad mediante la cual se fabrica un objeto que no existe en la
naturaleza y requiere cierto tipo de habilidad práctica. Del segundo deriva la
palabra poesía y nombra también a una actividad creativa pero, para esta, se
necesita un saber previo. La traducción de techné al latín es ars, y de ahí
viene la palabra arte.
Con el tiempo arte, técnica y ciencia se imbricaron de muy
diferentes maneras. A fines de la modernidad algunos pensadores ubicaron en el
centro de sus reflexiones estos modos de imbricación. La técnica estaba
cambiando las formas de pensar y hacer el mundo.
La literatura, incluso antes que la filosofía, cruzó estas
dos especies supuestamente distintas y antagónicas (arte y ciencia) y dio a luz
un cuerpo hecho de saber científico y de fantasía al mismo tiempo. Las novelas
de Julio Verne y Mary Shelley, pero también la serie Breaking Bad, son ejemplos
manifiestos de esta capacidad de acoplamiento narrativo. El interés de la
literatura por la ciencia, en los últimos años, ha ido creciendo como si, por
fin, hubiera algo o alguien que pudiera reconocer que no hay nada de duro en
las ciencias duras y que imaginación, fantasía y fe son tan necesarias para la
ciencia como para el arte.
En estas aguas navega Circuito de memoria, el segundo libro
de Raúl Castro. Un libro que, de tan anfibio, forma parte de una colección de
inclasificables. Ni novela, ni ensayo, ni crónica. En cierto modo,
autobiografía, si podemos relacionar “auto” con ese volver a sí para escribir
un texto compuesto de palabras (grafía) ahora que su autor las ha dominado –y
con gran elegancia– aunque de niño, y también de joven, percibiera al mundo,
despojado del poder de nombrar, como un rizoma que crecía indefinidamente, del
modo que lo hacen los electrones a través de sus circuitos y sus redes.
Circuito de memoria es un libro, además de extraño,
precioso, escrito con la tranquilidad del que mira hacia atrás después de haber
vivido un tiempo bastante largo, pero con la inquietud y la pasión del niño que
recuerda haber sido.
A través de capítulos breves, la memoria establece
relaciones no siempre sincrónicas, de modo que lo relativo del tiempo se hace
patente en una diacronía donde conviven gramaticalmente pasado y presente, el
niño que a los seis años encuentra un vetusto libro de física a partir de cuya
lectura construye el primero de una larga serie de tecnofactos y el hombre que
es hoy: “No sabía qué hacer –escribe–. En esos casos no sirvo para nada”.
La solapa del libro sólo nos informa sobre Raúl Castro que
nació en Buenos Aires en 1936 y publicó la novela Antuca en 2005. Ese silencio
celeste en el que se pierden las poquísimas referencias que nos conceden los
editores es la laguna que, sólo en parte, se repone en el cuerpo del texto que
le sigue y transcurre entre el descubrimiento de fenómenos físicos, la pasión
exploratoria del inventor y del mago, la soledad del que se sabe poseedor de un
don y el descubrimiento del poder magnético de la materia pero, también, de los
afectos.
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