Por Santiago Venturini.
En El aprendizaje del escritor, uno de esos “hallazgos”
editoriales que suelen aparecer en las librerías con una faja sensacionalista
–y que suelen ser tan novedosos como poco fundamentales–, se leen las
transcripciones, traducidas al castellano, de tres encuentros que Borges tuvo
en la década del 70 con los estudiantes de la Universidad de Columbia. Borges
habla custodiado por Thomas Di Giovanni, su traductor al inglés, que a lo largo
del libro suena como una mezcla de discípulo, tutor y enfermera del escritor.
En uno de los encuentros, Borges hace una afirmación lacónica, eco de una
anterior de Di Giovanni: “Hablar en abstracto de traducción no nos va a llevar
a ninguna parte” (opinión sobre la que Borges se extenderá en la misma década,
en el mismo país, pero en un sentido que nos llevaría a otro lado). Podría
leerse Música prosaica desde esa advertencia de Borges. Porque en este nuevo
título de Entropía, Cohen arma un discurso que se sostiene, todo el tiempo, en
su experiencia con la traducción, en su vida como traductor profesional; una
vida que ya lleva décadas y que dio forma a un asombroso catálogo de nombres
traducidos al castellano: desde Jane Austen, Leopardi, Hawthorne, Machado de
Assis, Henry James, Stevenson, Italo Svevo, Raymond Roussel, Fitzgerald,
Wallace Stevens, Fernando Pessoa; pasando por William Burroughs, A.R. Ammons,
Budd Schulberg, Philip Larkin, Clarice Lispector, J.G. Ballard, Al Alvarez,
Alice Munro y Gene Wolf; hasta Martin Amis, John Harrison, Edmund de Waal,
Chris Kraus, China Mieville y Teju Cole. La lista, incompleta, es intimidante.
Música prosaica reúne “cuatro piezas sobre traducción”,
aunque esas piezas sean mucho más que eso. Esta breve pero atinada recopilación
recoge cuatro trabajos ya previamente publicados, principalmente en revistas.
Es posible rastrear la procedencia de cada una de estas “piezas” (la cual no se
indica en el volumen, un detalle de edición que no hubiera estado de más).
“Música prosaica”, el texto que da título al libro, apareció en el Nº 4 (2004)
de Otra Parte, la revista que Cohen dirige junto con su esposa, Graciela Speranza.
“Nuevas batallas por la propiedad de la lengua” es un artículo publicado en el
Nº 37 de la revista Vasos comunicantes (2007); una versión previa de ese texto,
titulada “Batallas por la propiedad de la lengua”, había sido publicada en el
volumen Poéticas de la distancia. Adentro y afuera de la literatura argentina
(2006). “Dos o más fantasmas” apareció en el Nº 23 de la revista Dossier.
Finalmente, “Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor” fue
publicado en el Nº 29 de Otra Parte.
Lo interesante es que en el paso del soporte revista al
libro, la combinación y sucesión de las piezas, el montaje, articula los textos
de forma perfecta esboza una especie de autobiografía del traductor. Música
prosaica es, tal vez, el libro más autobiográfico de Marcelo Cohen, y esto es
mucho decir para alguien que suele resistirse, en su literatura, a los encantos
y tiranías del ego, del self, del yo: “el self, eso que se supone que uno es
medularmente, signo de identidad irreductible y término que algunos se ven
obligados a traducir como yo, es verdaderamente recalcitrante en su apego a sí
mismo y a la congruencia de los relatos sobre sí mismo o sobre cualquier cosa
en que se refleje”.
Las primeras líneas del libro dicen: “Soy traductor.
Profesional. Esto quiere decir que traduzco varias páginas la mayor parte de
los días de mi vida y que, como todo lo que uno hace habitualmente por
necesidad o por elección, traducir se me ha vuelto un hábito, incluso una
dependencia que no se alivia escribiendo, por más que me considere escritor”.
Este inicio muestra que el pensamiento sobre traducción no se despega –ni se
despegará– de una experiencia personal. Y es precisamente este derrotero
personal es lo que le permite a Cohen desarrollar una visión más compleja sobre
los dilemas, las apuestas estéticas y políticas de la traducción sin caer nunca
en lugares comunes (tan fáciles cuando de traducción se trata). En Música
prosaica se expone, en cierta forma, el origen ambivalente y la construcción de
la sólida postura con respecto a la lengua y a la traducción que Cohen fue
elaborando a lo largo de años, en un intercambio entre experiencia y reflexión,
entre vida y pensamiento.
Esta
cuestión aparece en las cuatro intervenciones, aunque hay dos en las que la
elaboración de esa postura se logra a través de un movimiento destacado. La
primera es “Nuevas batallas sobre la propiedad de la lengua”. En el texto,
Cohen comienza por su vida en España, desde 1975 hasta 1996 –“es una patraña
que veinte años no son nada”–, país donde se acercó “irresponsablemente” a la
traducción, tradujo “más de sesenta libros, la mitad muy buenos” y escribió
doce. La condición de traductor argentino en España desató en Cohen un
conflicto: “la tensión entre los deberes del exiliado para con su verbo raigal
y la obligación de traducir para el idioma de la península” lo llevaron a una
lucha por la propiedad de la lengua y le enseñaron algo para siempre:
“comprendí rápida, casi atolondradamente, que nadie que piense con frecuencia y
alguna profundidad en el lenguaje puede no desembocar en la política, o cambiar
su manera habitual de pensarla”. Esta batalla por la lengua tuvo diferentes
episodios y etapas: desde la devoción por la “lengua uterina”, “el
fundamentalismo rioplatense”, “la negativa maniática a españolizarme”, hasta la
configuración de una lengua híbrida de la traducción, una lengua de mezcla, un
“mejunje” hecho de “injertos, desvíos, erupciones en el lenguaje que se me
imponía” capaz de escribir en una lengua aceptable para la norma peninsular
pero alejada de las formas ibéricas más usuales. Es decir, la construcción de
“una argentinidad de incógnito y (…) una hibridez distinguida”. Algo que el
Cohen traductor pudo sostener hasta su vuelta a Argentina, momento en que se
produjo un nuevo desajuste al enfrentarse con la lengua actual de su país de
origen. La solución no fue aclimatar su lengua híbrida para lograr la
aceptación de los lectores vernáculos, sino conservar esa hibridez y su apuesta
política: “estoy seguro de que mis traducciones no suenan menos raras de lo que
sonaban en España. Lo hago adrede, claro. No es una veleidad. Es otra vez el
intento de que el cuerpo de las traducciones de un período sea un lugar, un
espacio sintético de disipación de uno mismo en una cierta multitud de
posibilidades, de comprensión de la identidad como agregación. Pero no un lugar
enajenado, ni protector, ni preservado; porque si algo concluí de tantas
escaramuzas es que un espacio hipotético se vuelve banal si no se ofrece como
ámbito de reunión, de comunidad, de ágape; si no intenta crear tejido fresco en
el gran síntoma del cuerpo extenso que somos. Creo que lugares así,
traducciones o ficciones digamos peculiares, son también encuentros de voces,
de multitud de voces, y centros desechables, locales pero siempre
provisionales, de agitación de la lengua del estereotipo, ahora cada vez más
internacional, en pro de una expresión polimorfa”.
La última intervención que incluye Música prosaica,
“Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor”, es un ejercicio de
lucidez. El texto reconstruye en presente la rutina de un día de trabajo,
centrado en la traducción de I love Dick (Amo a Dick), novela de la escritora
norteamericana Chris Kraus que Cohen prepara para la editorial española Alpha
Decay. A lo largo del artículo, Cohen se enfrenta a las oraciones de la novela
de Kraus, mide cada verbo, cada adjetivo, cada giro; propone una traducción,
fracasa, después lo logra y se conforma; avanza y mientras el mundo se mueve
alrededor: llaman por teléfono, su cuerpo le pide azúcar y come compulsivamente
unas frutas, suena el timbre y tiene que bajar a abrirle al medidor de gas; se
distrae con diferentes búsquedas en internet; más tarde, su mujer le pregunta
desde abajo qué está diciendo –pero es él, hablando en voz alta con su
traducción–; se hacen las dos y media de la tarde y baja a almorzar. A lo largo
de las horas de trabajo interrumpido, Cohen aborda diferentes cuestiones:
elabora una crítica al deficiente uso público de la lengua que exponen las
noticias de un diario; habla sobre la dificultad de vivir como traductor
profesional en Argentina, debido a “las infamantes tarifas locales”; hace
referencia al modo en que las tecnologías facilitan el trabajo del traductor
–aunque aclara que en el ansioso mundo de la cultura online “lo que se ahorra
en manejo de papeles se pierde en distancia lúcida con el texto”–; reflexiona
sobre las formas locales en la traducción (y el desprestigio de las
traducciones españolas). En relación con esta última cuestión, Cohen sostiene
que “la traición a la localidad” que pesa sobre todos, puede hacerle creer
equivocadamente al traductor que la única solución válida es la exacerbación de
lo local, olvidando que, en realidad, la diferencia entre las formas locales de
diferentes variedades del español no radica tanto en el léxico –poner coño o
concha en una traducción– como en cuestiones de prosodia, de tiempos verbales y
pronombres, es decir, en el “montaje de la frase”. En este punto, Cohen vuelve
a repetir su credo: “mi ilusión no es el ya descartado, imposible idioma
neutro, sino una mezcla de variedades léxicas y entonaciones”; una forma de
traducir que no se define en relación con una “identidad cultural basada en
localismos” sino con “la lengua politonal creada por la historia y el corpus de
las traducciones; es ahí donde la riqueza de la tradición se deja revolver por
las novedades y contravenciones”. Es por esto que, hacia el final de esta
última “pieza”, Cohen establece con claridad una responsabilidad política del
traductor: la duda ante la lengua. “El traductor tiene el privilegio de un uso
público de la palabra. Doble responsabilidad. Por eso duda (…) la traducción es
un amparo para lo único que cualquiera puede lesionar impunemente. Si una gran
tarea política del presente es hacernos una idea de qué urge eliminar de la
lengua, qué destruir y reciclar, qué guardar y poner a disposición, si se trata
de razonar cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir de veras, el
traductor puede esbozarlo porque está acostumbrado a dudar entre palabra y
palabra”. Después de esta afirmación nada menor, Cohen retoma su almuerzo y la
charla con su mujer, y tanto el libro como nosotros quedamos afuera de esa vida
en la que el traductor sigue atento a la lengua, bajo el aspecto de un hombre convencional.
(Actualización noviembre 2014 - febrero 2015/
BazarAmericano)