El escritor y traductor argentino, Marcelo Cohen, publica
"Música prosaica", una recopilación de ensayos en los que reflexiona
sobre su oficio, ése que le ha permitido traducir a autores como Shakespeare,
Ballard, Austen y Pessoa.
Por Diego Zúñiga para Revista Qué Pasa
La lista es larga y sorprendente: William Shakespeare, T.S.
Eliot, Clarice Lispector, Francis Scott Fitzgerald, Raymond Roussel, Bradbury,
Ballard, Pessoa, Austen, William Burroughs y un largo etcétera, en el que
podríamos seguir enumerando escritores notables a los que leímos, muchas veces,
gracias a un hombre en particular, un traductor argentino, un narrador
deslumbrante: Marcelo Cohen (1951).
Puede que a muchos lectores chilenos su nombre les resulte
desconocido, pero si revisan en sus bibliotecas es probable que lo encuentren
en muchos de los libros más valiosos que han leído. Cohen: un escritor
argentino que se fue a vivir a Barcelona en 1975 y que desde allá hizo su
carrera de traductor, trabajando para editoriales grandes y también
independientes: traducciones desde el inglés, el portugués, el francés.
Novelas, cuentos, poemas. Paralelamente fue escribiendo y publicando una serie
de libros que lo convertirían en uno de los narradores más particulares de
Latinoamérica: algo de ciencia ficción, una narrativa más fantástica, un
lenguaje propio que se puede apreciar desde su primera y extraordinaria novela,
El país de la dama eléctrica, hasta Relatos reunidos, que publicó este año
Alfaguara -y que ojalá algún día llegue a nuestras librerías-.
Este mismo año, también, publicó el que es probablemente su
libro más personal: Música prosaica (cuatro piezas sobre la traducción)
(Entropía), una recopilación de cuatro ensayos en los que reflexiona sobre el
arte de traducir, sobre lo que significa trabajar con las palabras. Cohen se
detiene en el sonido que esconde toda escritura imprescindible e intenta
desentrañar el misterio que hay detrás del ejercicio de la traducción: las
certezas y las contradicciones que surgen, que le surgieron a él mientras se
formaba como traductor y trabajaba para editoriales españolas que le pedían
textos que serían leídos por españoles, es decir, editoriales, muchas, que
estaban en contra de las traducciones latinoamericanas que llegaron a sus
librerías en los 50 y 60, cuando estaban en dictadura.
A Cohen le tocó ser parte del renacer de la industria del
libro en España. Y fue en ese escenario donde se encontró con la “tendencia de
las grandes casas editoriales a aplanar las traducciones -atenuando relieves
estilísticos, reduciendo y segmentando las frases con más de una subordinada-
para facilitar el acceso de los consumidores al libro”, explica. Le tocó vivir
ese momento en que los editores, influenciados por esa costumbre española de
doblar todas las películas extranjeras a una lengua neutra, empezaron a exigir,
justamente, esa fórmula, esa lengua neutra para sus traducciones.
Cohen, un escritor absolutamente consciente de su tradición,
de su lengua argentina, rioplatense, se debatió entonces en cada traducción que
hizo, en cada momento en que debió elegir un modismo o alguna frase que lo hizo
dudar.
Sin embargo, descubrió que esto iba más allá de escribir
chaval, gilipollas o cerilla. Cohen explica: “Las diferencias importantes entre
el dialecto español central y los dialectos sudacas no son léxicas, sino las
relativas al orden de los elementos de la frase y sus consecuencias en la
entonación, (...) la preferencia por ciertos tiempos verbales y las respectivas
obediencias o desacatos a las normas y tradiciones”. Es decir, más allá de
palabras inusuales e incómodas, el problema está en la construcción de las
frases, en el montaje, en el asesinato del estilo en pos de un texto plano y
comprensible. Y agrega: “Mi ilusión no es ya el descartado, imposible idioma
neutro, sino una mezcla de variedades léxicas y entonaciones”.
Él, que creció en Argentina y que vivió más de 20 años en
Barcelona, sabe de esa mezcla de variedades léxicas y entonaciones. Basta leer
sus traducciones, basta leer su ficción, basta leer Música prosaica. Hay pocos
ensayos, publicados en el último tiempo, en los que se reflexione tanto -y con
tanta lucidez- sobre el problema de la lengua, de la escritura, de lo político
que hay detrás del lenguaje que hablamos y escribimos.
Revista Qué Pasa, 13/11/2014
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