La Serenidad, de Iosi Havilio, en Bazar Americano
Por Francisco Bitar.
Sobre el final de la nouvelle Bonsai de Alejandro Zambra,
Julio, protagonista y aspirante a escritor, consigue trabajo como secretario de
Gazmuri, autor consagrado. Gazmuri “ha publicado seis o siete novelas que en
conjunto forman una serie sobre la historia chilena reciente”. Es un viejo
arisco y desafiante: su secretaria anterior dice estar ocupada y su mujer –algo
así como una secretaria de repuesto– está cansada de él. Es difícil conversar
con Gazmuri, piensa Julio durante su primera entrevista, difícil pero
agradable. El viejo lo provoca sin descanso y Julio, en el fondo, parece
disfrutarlo. En un momento Gazmuri pregunta: “¿Tú escribes novelas, esas
novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas, que están de moda?”. No,
Julio no escribe novelas. Julio no ha escrito nada digno de mención. Si el
viejo escritor lo pregunta es porque desprecia la literatura que se escribe hoy
en día; no le interesa conocer los proyectos de su nuevo ayudante: no le
importa otra cosa que dejar sentada su posición.
Y bien, esa
diferencia entre las “novelas que en su conjunto forman una serie” del viejo
escritor y “esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas” que aparecen
como lo nuevo, no es una diferencia ajena a la literatura argentina. Podría
decirse que, entre los últimos pesos pesados de nuestra novelística, entre Saer
y Aira, la cuestión se dirime entre novelas que forman una serie, por el lado
de Saer, y las llamadas “novelitas” por el propio autor, del lado de Aira.
En este mismo orden de cosas, la pregunta por qué cosa es
una nouvelle no resulta ociosa, sobre todo cuando, desde Aira en adelante,
encontramos una respuesta distinta por cada autor digno de atención. Una
nouvelle es una cosa para Federico Falco y otra distinta para Carlos Ríos. Hay
un tipo de nouvelle en Segio Gaiteri próxima a la de Falco pero diferente de
una novela breve de Hernán Arias. Los poetas devenidos narradores encuentran
auxilio en el género: Beatriz Vignoli, Matías Moscardi, Osvaldo Bossi. Iosi
Havillo, con La Serenidad, responde a su manera a esta pregunta, y la editorial
Entropía, con su nueva colección de nouvelle, actualiza la cuestión.
En términos que a esta altura podríamos llamar clásicos, hay
dos maneras de encuadrar el género: la extensión por un lado y su encare
dramático por el otro. En cuanto a la extensión, la medida varía de acuerdo a
las intenciones editoriales; El viejo y el mar, por ejemplo, aparecería por
primera vez como cuento en la revista Life pero ese mismo año Scribner’s lo
publicaría en su colección de novela: un género le cabe mejor a la revista
mientras que el otro calza a la perfección con el formato libro, aunque se
trate en ambos casos del mismo relato. Así y todo, el lector se deja engañar
aunque solamente hasta cierto punto: el mínimo puede ser de 40 páginas, según
un irónico Gazmuri, el máximo con suerte excederá las 100, como ocurre con las
“novelitas” de Aira. En lo que respecta al encare dramático, la cuestión merece
un párrafo aparte.
Con un género fronterizo como la nouvelle, necesitamos, para
adentrarnos en su mecánica, de una aproximación a los dos polos que la
sostienen y la tensan: la novela y el cuento. La novela, como todo el mundo
sabe, es el relato de una serie de peripecias que juntas tienen por resultado
la transformación del personaje central; el cuento, en cambio, consiste en el
relato de un conflicto que incide directamente sobre un número también
restringido de personajes: una pareja, dos amigos, padre e hijo, etc. En la
novela, entonces, el foco estará puesto en la transformación del personaje
mientras que en el cuento se hará hincapié en el conflicto que media entre
ellos. En uno se trata de a quién le pasó tal o cual cosa, en el otro de qué
cosa fue lo que pasó. (Es en esta intención de hacer pie en el conflicto,
evitando a toda costa el fárrago psicologista que necesariamente contamina la
novela, que, por ejemplo, Claire Keegan prefiere hablar de cuento largo y no de
nouvelle al momento de referirse a su extraordinario relato Tres luces). A fin
de cuentas, para una definición clásica de nouvelle en un sentido dramático,
tampoco tendremos más opción que ajustarnos al medio justo: un número reducido
de peripecias ocurridas a un número también restringido de personajes.
Y bien, en La Serenidad Havilio excede ambas medidas: supera
por 40 las cien páginas (un exceso que, según Gazmuri, equivale por sí mismo a
una nouvelle) y rebasa largamente el número reducido de peripecias que, según
el modo clásico, atraviesan los personajes. ¿Por qué entonces los editores de
Entropía decidieron incluir a La Serenidad en su colección de nouvelle? Acaso
por poner de manifiesto el problema y por proponer, con el libro de Havilio,
una manera singular de resolverlo: ofreciendo al lector un modo de lectura que
puede acompasarse con el género. Una lectura rápida.
Los indicios de esta lectura no aparecen en el tipo de
lenguaje empleado (próximo al barroco) ni en la descripción de situaciones
siempre susceptibles a la fuga de la narración: ambos, barroquismo y fuga, son
como se sabe dos caras de una misma moneda (aquella que se ha dado en llamar
pliegue) y aparecen en las antípodas del modelo clásico de nouvelle. Estos
aspectos alimentan en todo caso un tipo de lengua delirante y por momentos
alucinatoria que hace juego con uno de los epígrafes del libro, ahí donde se
refiere al capítulo mágico del Ulises en que Leopold y Stephen vuelven a
casa.
Las operaciones que habilitan una lectura rápida están en
otra parte. Una de ellas hace a la estructura del relato, la otra a la
estructura del sintagma. A la manera del Quijote, cada capítulo aparece
encabezado por un resumen anticipatorio con el recuento de las acciones
destacadas (nunca más de tres) que se ocupa de indicar al lector qué parte de
los sucesos deberá retener. Una vez concentrada la atención en estas pocas
acciones, se desocupa al lector: la lectura deja de trabajar para volverse
flotante. El narrador puede delirar en paz.
Pero este delirio -como el delirio joyceano del Ulises, no
el de Finnegan´s- todavía es capaz de encontrar su sintaxis; después de todo,
hasta el delirio de John Wilkins puede codificarse. Y de la misma manera que en
Wilkins, la sintaxis de La Serenidad tenderá a la enumeración. Constantemente
se enumeran objetos (“Un mechón pelirrojo; Media docena de cargadores; Diez
pares de guantes de gamuza; Un abridor articulado ‘cabeza de turco’; Tres bics
negras”); acciones (“El Protagonista podría ensayar palabras con cenizas,
balbucear el lenguaje estúpido de la reconciliación, convertirse en un ciempiés que todo lo comprende”) y hasta
personajes (“El Amante Del Box. El Que No Para Nunca. El Que Deja Entrar A
Todos En Su Casa. El Que No Le Teme Al Destino, El Que Cualquiera Se Comería
Vivo”). La enumeración, en su desencadenamiento, produce la impresión de que la
lectura no cesa de progresar. En este contexto, la misma función cumplen las
comas, utilizadas no de manera recursiva, como lo hace la progenie saeriana,
sino progresiva, hacia delante.
Cuando le preguntaron por qué, habiendo declarado cierta
admiración por los neobarrocos, su prosa aún resultaba transparente, Aira
respondió que, siendo sus tramas tan enrevesadas, no podía sino conceder al
lector cierto grado de claridad. Dicha claridad, en este libro de Havilio,
aparece en estos dos procedimientos que son además los que traccionan la
lectura, los que recuerdan al lector.
(Actualización noviembre 2014 – febrero 2015/
BazarAmericano)
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