Por Edgardo Scott.
“¿A qué traducción nos referimos?” se preguntaba Murena en
un breve texto de La metáfora y lo sagrado. Cada tanto, ciertos escritores
argentinos, también traductores, suelen retomar ese tema viejo y siempre
decisivo. En Música prosaica. Cuatro piezas sobre traducción (Ed. Entropía),
Marcelo Cohen vuelve a desplegar con originalidad y elegancia esa pregunta. Lo
hace de una manera que si bien mantiene a los cuatro artículos que componen el
libro dentro del género del ensayo, le permite desvíos y deslizamientos hacia
zonas más autobiográficas y narrativas, que alejan cualquier idea de tecnicismo
o especialización.
El primer ensayo –que además lleva el título del libro–
explora los vínculos de la traducción con la música, y hasta podría decirse con
la traducción musical. Pero esa apreciación de la música, para Cohen, es una
apreciación poética. La música como lenguaje intraducible o como traducción
ejemplar de la experiencia, la música como magia y representación. “Es
indicativo que tantos narradores posmodernos expresen el mismo deseo de
impermanencia y desposesión: que el origen del relato sea una tenue melodía”.
En los dos ensayos posteriores, y a través de un periplo
autobiográfico, Cohen señala en la traducción el problema, el estorbo de la
identidad. A través de anécdotas y epifanías, Cohen relata cómo llegó a
“…reconocer que uno no se pertenece, que cada vida o biografía es una forma
pasajera y mudable de algo que la antecede, la posibilita y la disipa al cabo,
que salimos de una corriente intemporal, indiferenciada, cuyas otras formas
deberían ser objeto de trato cuidadoso.” ¿Cuál es el lenguaje de un país, de
una región? ¿Cuál es el lenguaje de esa ficción cambiante e incierta que sería
uno mismo? Cohen afina un desguace, una amorosa disección de la identidad –que
no puede ser otra que una identidad discursiva– porque esa también es tarea del
traductor; y es una tarea, al fin de cuentas, de alcance político. En Buenos
Aires o en Barcelona, traduciendo para Argentina o para España, Cohen detalla
en esos textos su aprendizaje: “Comprendí rápida, casi atolondradamente, que
nadie que piense con alguna frecuencia en el lenguaje puede no desembocar en la
política”.
El libro se cierra con el texto “Persecución. Pormenores de
la mañana de un traductor” que pone en acto todas las ideas de los ensayos
anteriores. Así, Cohen hace una crónica en tiempo real sobre la traducción de
un libro; se expone y deja caer sus elecciones y criterios, nunca definitivos;
“Uno siempre está en medio de una frase; y entre lo que ya escribió, y es
pasado, y el descubrimiento que vislumbra cerca del punto está el momento de
pugna con las palabras en un umbral: esa duda inexorable es la fatiga del
oficio, pero también la dádiva.”
En “Las versiones homéricas”, Borges ya desmalezaba: “ningún
problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que
propone una traducción.” Por su parte, Carlos Correas en El deseo en Hegel y
Sartre, decía: “..es una cuestión delicada la de las traducciones, porque tal
vez uno está perdiendo el tiempo leyendo una traducción deficiente, que no
entiende, porque se equivoca el traductor”. Vale la pena subrayar cuando
Correas dice “se equivoca el traductor”. Porque si hay error, también hay
acierto. La clave, intuye y enseña Cohen, sería la duda: “Si una gran tarea
política del presente es hacernos una idea de qué urge eliminar de la lengua,
qué destruir y reciclar, qué guardar y poner a disposición, si se trata de
razonar cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir de veras, el
traductor puede esbozarlo porque está acostumbrado a dudar entre palabra y
palabra.”
Después de leer Música prosaica. Cuatro piezas sobre
traducción –menos una recopilación de ensayos o un instructivo manual, que uno
de esos libros íntimos, felices y misceláneos– se percibe la verdadera,
inmanente y luminosa dificultad de toda traducción: la continua, perpetua y
desfigurada traducción que opera el lenguaje sobre la vida. Porque como tradujo
Murena: “Existir. Todo lo existente es traducción”.
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