Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción) en el
suplemento Cultura del diario Perfil.
Por Mariano Vespa.
Intervenir, resignificar, jugar, traicionar. El enjambre
verbal que acompaña al oficio de traducir es variado y remite a su esencia. “Los
dedos inquietos están manifestando una nostalgia de la música muy típica de los
que trabajan con palabras, y se persuaden de que traduciendo la alivianan”,
escribe Marcelo Cohen en el primero de los cuatro ensayos que componen Música prosaica. Ese juego
traducción-imposición musical se despliega como una dialéctica que incluye la
experiencia física y la mental; el ruido y el silencio; la identificación y el
abandono. El segundo texto es el más autobiográfico: Cohen relata su exilio a
España en 1975. Su primer trabajo como traductor en tierra ibérica fue una
biografía de Indira Gandhi. Traducir, está claro, implica desplazarse. En una
cruzada contra las editoriales que le imponían traducciones “gallegas” –tal como
lo alertó Osvaldo Lamborghini–, Cohen entendió que el mapa no es el territorio:
“Yo era un extranjero en una lengua madre que no era mi lengua materna”.
En la tercera parte del libro, este traductor de Jane
Austen, Henry James, T.S. Eliot y J.G. Ballard, entre otros, reflexiona sobre
su regreso a Buenos Aires: “El que vuelve tarda en percatarse de que el
intervalo subsiste: que el exilio es para siempre”. El último ensayo se sitúa
en un ejercicio típico de traducción, donde refleja las elecciones gramaticales
–en este caso de I Love Dick, de
Chris Krauss– y muestra cómo opera el contexto doméstico y mediático en su
actividad. Con un pulso riguroso pero sin dejar de lado el tempo allegro, Cohen
demuestra que traducir no es sólo un problema lingüístico o paraonomástico,
sino que también atañe al orden cultural.
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