por Gustavo F. Gros para Hacerse la crítica
Algunas consideraciones sobre Del caminar sobre hielo de
Werner Herzog. Supongamos una utopía semiótico-greimasiana pos estructuralista:
supongamos que Del caminar sobre hielo no tiene autor (apenas un enunciador);
es más, supongamos al mismo tiempo la utopía propuesta por George Steiner en
Presencias reales (1989) y asumamos que la obra no tiene ninguna conexión con
la crítica, las reseñas, los análisis críticos, e, inclusive, con las
voluntades estéticas circundantes con las que se podría relacionar el texto.
Digamos que a Del caminar sobre hielo lo escribió algún “anónimo”, en alemán,
en el año 1974 supuestamente, y dejó el manuscrito tirado en un bar. Asumamos
todas estas utopías y nos preguntemos cuál es, realmente, el valor literario de
Del caminar sobre hielo.
Muchos. Todos.
Del caminar sobre hielo es una pequeña joyita literaria.
Conjuga un estilo narrativo bien yanqui: oraciones cortas, despojadas,
precisas, descriptivas, sin metáforas casi, impresionistas -más que
expresionistas lo cual siempre es una virtud en un enunciador alemán- junto a
uno de los fetiches literarios más celebrados de todas las épocas: los diarios
de viajes. Poco importa si esos casi treinta días que narra el texto son verdad
o mentira. Poco importa si un 5, 10, 50, 85, 100% de las situaciones han sido
inventadas o realmente vividas. Como ficción plena, es una idea maravillosa
llevada a cabo con una imaginación frondosa (similar, quizás, a la que suele
exponer Cormac McCarthy cuando construye sus infiernos). Como registro documental
de un viaje, es detallista y certero, fotográfico más que cinematográfico. Como
manifiesto religioso, es de un misticismo encomiable: un tipo camina desde un
país a otro de Europa intentando que, a través de su brutal cansancio
(¿sacrificio, martirio, santidad pagana…?), una mujer postrada y enferma no se
muera. Como manifiesto político, es el interesante viaje de un hombre de 31
años de edad desde la ciudad más poderosa y rica de Alemania (Munich) hacia la
ciudad estrella de la intelectualidad europea por antonomasia, París; es decir,
es el viaje desde una ciudad urbano-industrial a otra, treinta años después de
la guerra más devastadora de todas, mostrando, en el medio del viaje, todo lo
que queda o sigue quedando de esa Alemania-Francia campesina, rural,
periférica, primitiva que, en cierta forma, retroalimenta a esa otra
Alemania-Francia industrial, intelectual y artística (el pasaje donde el
enunciador discute con el dueño de un negocio de fotos de un pueblo que no le
quiere vender los rollos de filmación porque cerraba a las 5 de la tarde
puntualmente, es un ejemplo más que simbólico al respecto).
Ahora bien, anulemos las torpes fantasías semióticas y
digamos que el autor existe, no es ningún anónimo, es, quizás, el director de
cine vivo más importante del mundo, se llama Werner Herzog, es alemán, es el
mismo que filmó la mejor película de todas las épocas, Fitzcarraldo (1982), y
es el mismo que con igual tino (talento) escribió un diario de filmación sobre
la misma película al que tituló como Conquista de lo inútil (2008). Es decir,
resemanticemos el libro a través de lo que el nombre y el peso propio de su
autor pueden aportar. Ahí es donde Del caminar sobre hielo se vuelve una suerte
de ejercicio íntimo de la voluntad hipnótico; es decir, un documento bien
herzoguiano cifrado en un formato literario que, no obstante, guarda una
coherencia estética y espiritual absoluta con esos ejercicios íntimos de la
voluntad expuestos por Herzog en formato cinematográfico. El mismo Herzog de
Fitzcarraldo como escritor y director de cine, es el mismo Herzog que camina
entre la ruralidad -por momentos esplendorosa, por momentos decadente- de una
Alemania invernal buscando (¿?) que la crítica alemana de cine Lotte Eisner
sobreviva a su internación por enfermedad, porque, en palabras del mismo
Herzog, “el cine alemán aún no podría prescindir de ella”.
El mismo Herzog que cinematográficamente siempre se ha
destacado como documentalista más que como un creador de ficciones, es el mismo
Herzog que como escritor documenta sus dolores, pensamientos, cansancios,
hambres, pasiones, obsesiones, fisiologías, visiones, sueños, anécdotas,
superficialidades, redenciones, martirios en su solitario caminar de casi un
mes por el noreste de Europa.
Best-Werner-Herzog-FilmsDel caminar sobre hielo es otro
documental de Herzog expresado bajo una estética literaria con eficiente estilo
narrativo y una dinámica impresionista sumamente atractiva. Cada pequeña
oración, es un hecho. Cada hecho es una persona, un paisaje, un estadio del
día, un pensamiento, una añoranza, un pueblo, un árbol, una nimiedad, una casa,
una luz, una sombra, un paso más yendo desde Munich a París. Cada pequeña
oración es un paso más que Herzog nos invita a dar según él dio aparentemente.
Por eso, recién en el año 78, cuatro años después del viaje, Herzog decidió
hacer público este documento. Por eso recién después de que se aseguró durante
cuatro años que todos estos escritos podrían tener algún valor literario, los
hizo literatura.
Sin embargo, a pesar de este valor literario mencionado, la
palabra “documental” sigue sobrevolando, mezclando, infectando,
intertextualizando y relacionando al Herzog documentalista y cineasta, con el
Herzog documentalista y literato. Supongamos, una vez más entonces, que usamos
esa voz en off solemne, por momentos irritantemente lenta, impostada y, sobre
todo, falsa que Herzog usa en casi todos sus documentales para leer este viaje,
este diario de viaje, a este Herzog en primera persona caminando con el tendón
de Aquiles inflamado. Supongamos que esa voz en off lee en voz alta, línea por
línea, Del caminar sobre hielo. Supongamos que Herzog, con esa voz en off, se
lee su propia voz (literaria). El contraste sería, por momentos, devastador. No
hay misterios ni revelaciones en Del caminar sobre hielo. No hay viajes
místicos ni oníricos -por más que a veces coquetee con los mismos- como sucedió
con ese monje con la frente llena de callos en La rueda del tiempo (2003) con
el que Herzog se intentó comparar en el documental. No hay suspenso, no hay
peligros, no hay selva pornográfica, no hay disparos, no hay flechas indias, no
hay enfermedades incurables, no hay expresionismos, no hay óperas, no hay mayor
acecho de la muerte, no hay extremismos de ningún tipo. La voz en off con la
que Herzog suele imprimir a sus documentales una dosis sobreactuada de
objetividad y trascendentalismo aquí nada más serviría para ridiculizar el
texto como se lo ha hecho en esa maravillosa parodia de “¿Dónde está Wally?”
que se puede ver en youtube*(Aquí se puede ver el “¿Dónde está Wally?” con la
recreación paródica de la voz en off de Herzog). Es decir, si Herzog usara su
voz documental y cinematográfica para aplicar en este texto documental y
literario, el resultado no sería otro más que una hilarante parodia sobre sí
mismo.
Y es justamente aquí, en la frontera con
la parodia, donde el carácter literario de Del caminar sobre hielo cobra plena
importancia: el texto es una obra literaria escrita en clave literaria. Por eso
es más bien fotográfica que cinematográfica. Son impresiones más que
expresiones. Son impresiones que sólo pueden cobrar un relieve trascendental
(simbólico, metafórico y artístico) a través del lenguaje escrito. De allí que
haya un poco (mucho) de simulacro de la corriente de la conciencia a lo
Faulkner más que a lo Joyce. De allí que haya un poco (mucho) de realismo
falseado -elipsis mediante- más que de naturalismo fidedigno.
Sin embargo, hay otro dato que el Herzog
documentalista-cinematográfico le puede aportar, en contraste, al Herzog
documentalista-escritor para potenciar a este último. En el 2010, Herzog
estrenó un documental en 3D llamado La caverna de los sueños olvidados. En este
documental, Herzog muestra la famosa Cueva de Chauvet en Francia y las pinturas
que ahí adentro se encuentran pintadas desde hace más de treinta mil años. Son,
supuestamente, el registro de pinturas más viejas que tiene la humanidad. Sin
embargo, cuando uno ve finalmente las pinturas, no hay nada místico o revelador
en las mismas. Más allá de la belleza que uno le pueda encontrar o no a las
pinturas -y que el 3D de Herzog potencia- no hay nada mayormente trascendental
en esas pictografías que las que uno puede encontrar en los graffities pintados
en los trenes que encolerizan tanto a Randazzo. Son eso: graffities primitivos
del hombre recreando su (medio)ambiente inmediato: animales, ríos, montañas,
hombres. Un mero registro de territorialidad. No hay naves espaciales, ni
dioses, ni ningún dato simbólico con el que uno podría especular sobre un
conocimiento antiguo, vedado y fundamental para la existencia humana del
presente. Herzog lo advierte. Sí, las pinturas son lindas y nada más. Por eso
comienza a hacer foco en la locura paranoica que se establece alrededor de la
caverna: miles de euros se gastan al año para preservar al lugar con las
tecnologías de seguridad y aislación más modernas que existen. Apenas una
semana al año se abre la cueva para que los especialistas y eruditos
científicos más sobresalientes en su área entren a la cueva e investiguen las
mismas pinturas que desde hace décadas investigan. De allí que Herzog simula
involuntariamente, filmar ese “ridículo” humano en el que se transforman esos
“formidables” eruditos al ser entrevistados y mostrar “un conocimiento supremo”
que, claramente, no sirve para nada. El ejemplo más patético es cuando muestra
a uno de estos científicos intentando usar de manera fallida y grotesca los
métodos con los que supuestamente cazaban los antiguos hace treinta mil años.
Herzog entiende que lo importante en ese documental no son las pinturas o lo
que se dice o puede decir de ellas, si no, en todo caso, la pasión íntima y
total con la que cada uno de los involucrados se relacionan con las mismas; es
decir, ese apasionamiento conque las investigan, analizan, viven y desviven por
más ridículos o sabios que parezcan. El final del documental con el cocodrilo
blanco y su retórica es una maravillosa síntesis de este espíritu pasional
buscado y su actualización permanente dentro del espíritu humano a pesar de que
pasen miles y miles de años.
Pues bien, en Del caminar sobre hielo, el 90% de las
situaciones que Herzog va viviendo en su periplo son totalmente
intrascendentes. Sentarse a ver un pájaro, tomarse una cerveza en un bar, ver fragmentos
de una revista porno, el dolor de una ampolla, la lluvia, la nieve, una casa
irrumpida, una brújula perdida, no hay nada mayormente interesante en el
sentido trascendental en el que uno espera encontrar en un viaje herzoguiano de
este tipo. No es Fata Morgana (1969). No hay descubrimientos ni revelaciones
poderosas. No hay aventuras ni personajes descabellados. Hay lo que queda del
ruralismo de un país hiper industrial renacido de sus propias cenizas para
volverse en tiempo récord, potencia mundial. Si Herzog hubiera filmado este
viaje, más allá de algunas bellas imágenes tomadas en algún que otro paisaje,
no hubiera encontrado fílmicamente hablando nada mayormente relevante de la
condición humana. Siquiera de su condición personal. Sin embargo, esas imágenes
intrascendentes, esa acumulación de momentos mínimos al ser registrados en
clave literaria, cobran una singularidad poderosa: en vez de viajar por
Alemania y Francia, viajamos por dentro de Herzog y su conciencia: vemos el
mundo a través de sus ojos. Vemos el mundo construido a través de un lenguaje
literario despojado y en esta construcción, es que lo intrascendente se vuelve
o puede volver metafórico, simbólico y hasta épico en cierto sentido como bien
ya mencionamos.
Del caminar sobre hielo es un texto relativamente corto,
bellamente editado, donde caminamos por los campos alemanes y franceses con un
director de cine que si bien ya tenía un nombre en aquel año 74, todavía no era
la leyenda que es hoy casi 40 años después. Del caminar sobre hielo es una
experiencia más del mejor Herzog: el Herzog documentalista que encuentra en su
propio lenguaje literario, esa cámara, esa fotografía, ese sonido, esa voz en
off propicia para, con la excusa de “salvar” a Lotte Eisner, probarnos una vez
más la condición humana; la condición herzoguiana dentro de la condición
humana. La que Herzog entiende, más bien, como la misma: esa donde se pasan
barcos por una montaña; esa donde se escalan cerros argentinos inalcanzables
para demostrar un amor sincero; esa donde él, y solamente él, puede pasar un
barco por una montaña y filmar la punta de un cerro argentino alcanzado por
amor.
Esa donde después del caminar hasta París, Lotte Eisner
vivió nueve años más.
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