martes, marzo 31, 2015

Sí, también es un gran escritor

por Gustavo F. Gros para Hacerse la crítica


Algunas consideraciones sobre Del caminar sobre hielo de Werner Herzog. Supongamos una utopía semiótico-greimasiana pos estructuralista: supongamos que Del caminar sobre hielo no tiene autor (apenas un enunciador); es más, supongamos al mismo tiempo la utopía propuesta por George Steiner en Presencias reales (1989) y asumamos que la obra no tiene ninguna conexión con la crítica, las reseñas, los análisis críticos, e, inclusive, con las voluntades estéticas circundantes con las que se podría relacionar el texto. Digamos que a Del caminar sobre hielo lo escribió algún “anónimo”, en alemán, en el año 1974 supuestamente, y dejó el manuscrito tirado en un bar. Asumamos todas estas utopías y nos preguntemos cuál es, realmente, el valor literario de Del caminar sobre hielo.

Muchos. Todos.

Del caminar sobre hielo es una pequeña joyita literaria. Conjuga un estilo narrativo bien yanqui: oraciones cortas, despojadas, precisas, descriptivas, sin metáforas casi, impresionistas -más que expresionistas lo cual siempre es una virtud en un enunciador alemán- junto a uno de los fetiches literarios más celebrados de todas las épocas: los diarios de viajes. Poco importa si esos casi treinta días que narra el texto son verdad o mentira. Poco importa si un 5, 10, 50, 85, 100% de las situaciones han sido inventadas o realmente vividas. Como ficción plena, es una idea maravillosa llevada a cabo con una imaginación frondosa (similar, quizás, a la que suele exponer Cormac McCarthy cuando construye sus infiernos). Como registro documental de un viaje, es detallista y certero, fotográfico más que cinematográfico. Como manifiesto religioso, es de un misticismo encomiable: un tipo camina desde un país a otro de Europa intentando que, a través de su brutal cansancio (¿sacrificio, martirio, santidad pagana…?), una mujer postrada y enferma no se muera. Como manifiesto político, es el interesante viaje de un hombre de 31 años de edad desde la ciudad más poderosa y rica de Alemania (Munich) hacia la ciudad estrella de la intelectualidad europea por antonomasia, París; es decir, es el viaje desde una ciudad urbano-industrial a otra, treinta años después de la guerra más devastadora de todas, mostrando, en el medio del viaje, todo lo que queda o sigue quedando de esa Alemania-Francia campesina, rural, periférica, primitiva que, en cierta forma, retroalimenta a esa otra Alemania-Francia industrial, intelectual y artística (el pasaje donde el enunciador discute con el dueño de un negocio de fotos de un pueblo que no le quiere vender los rollos de filmación porque cerraba a las 5 de la tarde puntualmente, es un ejemplo más que simbólico al respecto).

Ahora bien, anulemos las torpes fantasías semióticas y digamos que el autor existe, no es ningún anónimo, es, quizás, el director de cine vivo más importante del mundo, se llama Werner Herzog, es alemán, es el mismo que filmó la mejor película de todas las épocas, Fitzcarraldo (1982), y es el mismo que con igual tino (talento) escribió un diario de filmación sobre la misma película al que tituló como Conquista de lo inútil (2008). Es decir, resemanticemos el libro a través de lo que el nombre y el peso propio de su autor pueden aportar. Ahí es donde Del caminar sobre hielo se vuelve una suerte de ejercicio íntimo de la voluntad hipnótico; es decir, un documento bien herzoguiano cifrado en un formato literario que, no obstante, guarda una coherencia estética y espiritual absoluta con esos ejercicios íntimos de la voluntad expuestos por Herzog en formato cinematográfico. El mismo Herzog de Fitzcarraldo como escritor y director de cine, es el mismo Herzog que camina entre la ruralidad -por momentos esplendorosa, por momentos decadente- de una Alemania invernal buscando (¿?) que la crítica alemana de cine Lotte Eisner sobreviva a su internación por enfermedad, porque, en palabras del mismo Herzog, “el cine alemán aún no podría prescindir de ella”.

El mismo Herzog que cinematográficamente siempre se ha destacado como documentalista más que como un creador de ficciones, es el mismo Herzog que como escritor documenta sus dolores, pensamientos, cansancios, hambres, pasiones, obsesiones, fisiologías, visiones, sueños, anécdotas, superficialidades, redenciones, martirios en su solitario caminar de casi un mes por el noreste de Europa.

Best-Werner-Herzog-FilmsDel caminar sobre hielo es otro documental de Herzog expresado bajo una estética literaria con eficiente estilo narrativo y una dinámica impresionista sumamente atractiva. Cada pequeña oración, es un hecho. Cada hecho es una persona, un paisaje, un estadio del día, un pensamiento, una añoranza, un pueblo, un árbol, una nimiedad, una casa, una luz, una sombra, un paso más yendo desde Munich a París. Cada pequeña oración es un paso más que Herzog nos invita a dar según él dio aparentemente. Por eso, recién en el año 78, cuatro años después del viaje, Herzog decidió hacer público este documento. Por eso recién después de que se aseguró durante cuatro años que todos estos escritos podrían tener algún valor literario, los hizo literatura.

Sin embargo, a pesar de este valor literario mencionado, la palabra “documental” sigue sobrevolando, mezclando, infectando, intertextualizando y relacionando al Herzog documentalista y cineasta, con el Herzog documentalista y literato. Supongamos, una vez más entonces, que usamos esa voz en off solemne, por momentos irritantemente lenta, impostada y, sobre todo, falsa que Herzog usa en casi todos sus documentales para leer este viaje, este diario de viaje, a este Herzog en primera persona caminando con el tendón de Aquiles inflamado. Supongamos que esa voz en off lee en voz alta, línea por línea, Del caminar sobre hielo. Supongamos que Herzog, con esa voz en off, se lee su propia voz (literaria). El contraste sería, por momentos, devastador. No hay misterios ni revelaciones en Del caminar sobre hielo. No hay viajes místicos ni oníricos -por más que a veces coquetee con los mismos- como sucedió con ese monje con la frente llena de callos en La rueda del tiempo (2003) con el que Herzog se intentó comparar en el documental. No hay suspenso, no hay peligros, no hay selva pornográfica, no hay disparos, no hay flechas indias, no hay enfermedades incurables, no hay expresionismos, no hay óperas, no hay mayor acecho de la muerte, no hay extremismos de ningún tipo. La voz en off con la que Herzog suele imprimir a sus documentales una dosis sobreactuada de objetividad y trascendentalismo aquí nada más serviría para ridiculizar el texto como se lo ha hecho en esa maravillosa parodia de “¿Dónde está Wally?” que se puede ver en youtube*(Aquí se puede ver el “¿Dónde está Wally?” con la recreación paródica de la voz en off de Herzog). Es decir, si Herzog usara su voz documental y cinematográfica para aplicar en este texto documental y literario, el resultado no sería otro más que una hilarante parodia sobre sí mismo.

Y es justamente aquí, en la frontera con la parodia, donde el carácter literario de Del caminar sobre hielo cobra plena importancia: el texto es una obra literaria escrita en clave literaria. Por eso es más bien fotográfica que cinematográfica. Son impresiones más que expresiones. Son impresiones que sólo pueden cobrar un relieve trascendental (simbólico, metafórico y artístico) a través del lenguaje escrito. De allí que haya un poco (mucho) de simulacro de la corriente de la conciencia a lo Faulkner más que a lo Joyce. De allí que haya un poco (mucho) de realismo falseado -elipsis mediante- más que de naturalismo fidedigno.

Sin embargo, hay otro dato que el Herzog documentalista-cinematográfico le puede aportar, en contraste, al Herzog documentalista-escritor para potenciar a este último. En el 2010, Herzog estrenó un documental en 3D llamado La caverna de los sueños olvidados. En este documental, Herzog muestra la famosa Cueva de Chauvet en Francia y las pinturas que ahí adentro se encuentran pintadas desde hace más de treinta mil años. Son, supuestamente, el registro de pinturas más viejas que tiene la humanidad. Sin embargo, cuando uno ve finalmente las pinturas, no hay nada místico o revelador en las mismas. Más allá de la belleza que uno le pueda encontrar o no a las pinturas -y que el 3D de Herzog potencia- no hay nada mayormente trascendental en esas pictografías que las que uno puede encontrar en los graffities pintados en los trenes que encolerizan tanto a Randazzo. Son eso: graffities primitivos del hombre recreando su (medio)ambiente inmediato: animales, ríos, montañas, hombres. Un mero registro de territorialidad. No hay naves espaciales, ni dioses, ni ningún dato simbólico con el que uno podría especular sobre un conocimiento antiguo, vedado y fundamental para la existencia humana del presente. Herzog lo advierte. Sí, las pinturas son lindas y nada más. Por eso comienza a hacer foco en la locura paranoica que se establece alrededor de la caverna: miles de euros se gastan al año para preservar al lugar con las tecnologías de seguridad y aislación más modernas que existen. Apenas una semana al año se abre la cueva para que los especialistas y eruditos científicos más sobresalientes en su área entren a la cueva e investiguen las mismas pinturas que desde hace décadas investigan. De allí que Herzog simula involuntariamente, filmar ese “ridículo” humano en el que se transforman esos “formidables” eruditos al ser entrevistados y mostrar “un conocimiento supremo” que, claramente, no sirve para nada. El ejemplo más patético es cuando muestra a uno de estos científicos intentando usar de manera fallida y grotesca los métodos con los que supuestamente cazaban los antiguos hace treinta mil años. Herzog entiende que lo importante en ese documental no son las pinturas o lo que se dice o puede decir de ellas, si no, en todo caso, la pasión íntima y total con la que cada uno de los involucrados se relacionan con las mismas; es decir, ese apasionamiento conque las investigan, analizan, viven y desviven por más ridículos o sabios que parezcan. El final del documental con el cocodrilo blanco y su retórica es una maravillosa síntesis de este espíritu pasional buscado y su actualización permanente dentro del espíritu humano a pesar de que pasen miles y miles de años.

Pues bien, en Del caminar sobre hielo, el 90% de las situaciones que Herzog va viviendo en su periplo son totalmente intrascendentes. Sentarse a ver un pájaro, tomarse una cerveza en un bar, ver fragmentos de una revista porno, el dolor de una ampolla, la lluvia, la nieve, una casa irrumpida, una brújula perdida, no hay nada mayormente interesante en el sentido trascendental en el que uno espera encontrar en un viaje herzoguiano de este tipo. No es Fata Morgana (1969). No hay descubrimientos ni revelaciones poderosas. No hay aventuras ni personajes descabellados. Hay lo que queda del ruralismo de un país hiper industrial renacido de sus propias cenizas para volverse en tiempo récord, potencia mundial. Si Herzog hubiera filmado este viaje, más allá de algunas bellas imágenes tomadas en algún que otro paisaje, no hubiera encontrado fílmicamente hablando nada mayormente relevante de la condición humana. Siquiera de su condición personal. Sin embargo, esas imágenes intrascendentes, esa acumulación de momentos mínimos al ser registrados en clave literaria, cobran una singularidad poderosa: en vez de viajar por Alemania y Francia, viajamos por dentro de Herzog y su conciencia: vemos el mundo a través de sus ojos. Vemos el mundo construido a través de un lenguaje literario despojado y en esta construcción, es que lo intrascendente se vuelve o puede volver metafórico, simbólico y hasta épico en cierto sentido como bien ya mencionamos.

Del caminar sobre hielo es un texto relativamente corto, bellamente editado, donde caminamos por los campos alemanes y franceses con un director de cine que si bien ya tenía un nombre en aquel año 74, todavía no era la leyenda que es hoy casi 40 años después. Del caminar sobre hielo es una experiencia más del mejor Herzog: el Herzog documentalista que encuentra en su propio lenguaje literario, esa cámara, esa fotografía, ese sonido, esa voz en off propicia para, con la excusa de “salvar” a Lotte Eisner, probarnos una vez más la condición humana; la condición herzoguiana dentro de la condición humana. La que Herzog entiende, más bien, como la misma: esa donde se pasan barcos por una montaña; esa donde se escalan cerros argentinos inalcanzables para demostrar un amor sincero; esa donde él, y solamente él, puede pasar un barco por una montaña y filmar la punta de un cerro argentino alcanzado por amor.

Esa donde después del caminar hasta París, Lotte Eisner vivió nueve años más.


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