viernes, julio 24, 2015

Partida de nacimiento, de Virginia Cosin: vivir a 15 cm de suelo

Una novela acerca de lo cotidiano que pone en duda qué es vital.
En el blog Libros, Instrucciones de uso
Por Claudia Aboaf
 



Como un ángel caído –el clima de la novela recuerda a Alas del deseo de Wim Wenders, mezclado con destellos inteligentes y actuales de Lorie Moore–, la protagonista sobrevuela la ciudad.  Tal vez desobedeció (a Dios o a la Madre) y es una rebelde o solo arrastra tristeza por la creencia de que existe un cielo, uno donde se está mucho mejor, claro.  Gravita en tierra desconocida. Mira la vida para adentro y para afuera: «Calibrar el peso de mi propio centro para no caerme de costado». «Hacer planes. Cocinar e invitar amigos a comer. Salir de noche. Dar vueltas en la cama. Tenderme como una prenda mojada, para que escurra toda el agua, hasta recuperar la forma del cuerpo. Enredarme en la madeja del insomnio». «Se mueve como por brazadas, desplazándose del mismo modo que en esos sueños en los que quiere correr pero la voluntad no alcanza».

No se decide: «Si hay que vivir, bueno. Pero cocinar ya es rendirle tributo a la vida. Y no es ése el plan en este momento. No quiero seguir, pero sigo». «Ahora somos tantos los que queremos ser algo, que es tan difícil sobresalir como enganchar un fideo en el agua hirviendo con el tenedor».
Los ángeles caídos caen pero recién tocan el suelo al enamorarse de algún o alguna madeja de problemas o de un microgesto que él, el ángel considera profundamente humano. Así, la protagonista declara: «Soy una mamá, pienso».

Por momentos, Partida de nacimiento (acta que determina un acontecimiento, el nacimiento, o sea, la existencia de una persona) parece narrar más la partida por la puerta 4, el llamado a subirse en un avión que la devuelva al cielo. O podemos pensar que a la protagonista aún no le han dado su partida, su acta, y tiene 30 años de no nacida. Es un trámite sin terminar. Y aún así, o tal vez por eso, porque está aprendiendo, es una experta. La narradora presta mucha atención a lo cotidiano: es una madre, es una ex, es también «de esas personas que nunca hacen lo debería estar haciendo» y sin embargo hacen. «¿Es posible aún así tener una hija hacer las compras tomar una cerveza? »

La delicia en la lectura de esta novela está en recorrer con la protagonista el mapa que nos brinda de su quehacer diario, con una mirada nueva. Se pregunta si es linda, si es fea, si eso importa. Un viaje o dos a una clínica, un lavado de estómago, el rol que actúa Madre, así con mayúscula. Algo de la relación con Padre. Las catorce mudanzas.

Hay muchos detalles: «Pasar una noche de largo. Recostada, ensayar posiciones, una especie de Kama Sutra del insomnio. Recorrer la superficie del colchón, como la aguja del reloj hasta dar con los pies en la cabecera. Enredarme entre las sábanas (…) hacer cuentas, cálculos…Respirar».

La relación diaria con su hija, la ancla, la determina, «bailan juntas en el living», pero también “la saca de quicio».

Hay un viaje a la playa, hay un ex, hay amigas. Hay poesía.

Pero, ¿se puede vivir esperando la partida de nacimiento? Ser por fin una existencia: ¿qué lo determina?

Este ángel caído, la protagonista, descubre, como les suele pasar a los ángeles caídos, un amor irremediable por algún humano imperfecto o que, mientras degusta la pulpa de una cereza y retiene el carozo deslizándose entre los dientes, algo de esa consistencia maciza, es el último empujón que salva la distancia entre él y el suelo.  Poder sentir.
Una pregunta a la autora
P: ¿Importa, acaso?
R: Importa, siempre y cuando no sea muy serio.


Virginia Cosin nació en Venezuela, pero sus primeros recuerdos son de la Argentina, país que la adoptó a los cinco años y que ella adoptó a su vez. Su formación académica fue mucho más una deformación: estudió cine, filosofía, ciencias de la comunicación y y teatro, pero nunca estudió letras, aunque desde muy chica estuvo en contacto con libros, porque en su casa no había ni una pared sin bibliotecas. Escribe desde siempre y publicó su primera novela, Partida de nacimiento, en el año 2012. También colabora en suplementos culturales y blogs, como la revista Ñ del diario Clarín, la revista digital Otra parte y Eterna cadencia. Coordina encuentros de lectura y de escritura.

Con un valsecito parece que volás

El prolífico Szpunberg, que en 2013 publicó su poesía reunida en el volumen Como sólo la muerte es pasajera, se presenta hoy y el próximo viernes junto al grupo del bandoneonista César Stroscio en la sala Borges de la Biblioteca Nacional.

Por Silvina Friera para Página 12.



La voz del bandoneón tiembla una tarde en Barcelona. Dos amigos que se cruzaron en el exilio europeo, el poeta Alberto Szpunberg y el bandoneonista César Stroscio, finalmente cumplen la vieja promesa de hacer algo juntos. El poeta balbucea y garabatea unos versos: “Nunca, nunca corazón,/ Nunca nadie lo sabrá si fue amor”... El fuelle va entrando en calor: sus músculos se repliegan y expanden. Entre palabras y acordes, entre tristezas y vibraciones, componen un valsecito inicial que los emociona, titulado “De los dos”. “Yo le iba a poner el nombre de la chica de la que estaba en ese momento enamoradísimo. César, que es muy sabio, me dijo: ‘las minas pasan, los valsecitos quedan’...”. De ese encuentro salieron muchas cosas, pero básicamente canciones, chacareras, milongas y otros valsecitos, recuerda Szpunberg frente a Página/12. Esta conspiración artística conduce a De ida sin vuelta, un concierto de poesía y música con el acompañamiento de Stroscio, Claudio “Pino” Enríquez (guitarra), Ricardo Capria (contrabajo) y Luis Sampaoli (canto), que se presentará hoy y el próximo viernes 24 a las 19 en la sala Borges de la Biblioteca Nacional (Agüero 2502), con entrada libre y gratuita.

El prolífico Szpunberg publicó en 2013 su poesía reunida, Como sólo la muerte es pasajera (Entropía), que ya está agotado. En un solo volumen congregó los diez libros que tenía editados hasta el momento: Poemas de la mano mayor (1962), Juego limpio (1963), El che amor (1965), Su fuego en la tibieza (1981), Apuntes (1987), La encendida calma (2002), El libro de Judith (2008), La academia de Piatock (2008), Luces que a lo lejos (2008) y Traslados (2012). Pero además incluyó cinco inéditos: Sol de noche (2008), Como sólo la muerte es pasajera (2009), El síndrome de Yessenin (2010), Ese azar, este milagro (2011) y Como el clavel del aire (2013). A los 75 años, el poeta continúa escribiendo y volviendo a luchar contra esa multitud de voces amotinadas en el gesto siempre abierto del poema. Lejos de la parálisis o del miedo a “no tener nada que decir o comunicar”, hay en sus archivos un puñado de poemarios inéditos, como Elogio de la insensatez, ¿Por qué no hay más bien brócoli? y los sonetos de La tarde muy lentamente, que piden pista para ser publicados. Que necesitan del manoseo de la lectura de los otros para conmover a sus destinatarios.

“No sé por qué, pero siempre me parece más transparente, más honesto, arrancar con lo que uno está haciendo ahora mismo. Uno va escribiendo más poemas y lo más reciente creo que es lo más auténtico”, subraya el poeta que comparte uno de los poemas recién salidos del horno de su intensa sensibilidad: “Avanzo a tientas según los trazos de tu magia/ pintados en la roca de oscuras prehistorias:/ de ahí mana el rocío de la rugosidad más tibia,/ la invocación de vos misma en el gemido/ que sube desde el fondo de la herida/ en un repentino destello de estremecimiento”. Una “saga” de catorce poemas inéditos y canciones articula el concierto de Ida sin vuelta. No es un principiante en la composición de milongas o chacareras. Cuando algún espasmo metafísico altera su ecosistema poético, Alberto domestica el alboroto existencial con la métrica de la canción, como lo experimentó anteriormente con “Vidalita de la casa dejada”, “Chacarera mezclada”, “Chacarera de memoria” y “Lo fusilaron contra un paredón del bajo Flores”, entre otras. “¡Qué charlatán que estoy!”, protesta Szpunberg y anticipa que el recital termina con la “Milonga de ida sin vuelta”: “Amor mío, no te olvides,/ de que yo ya te olvidé/ yo no soy el que te canta/ el que te canta se fue”// Se fue pa’donde el silencio/ se fue pa’donde el ayer./ Milonga la del espejo:/ quien se mira no se ve”. El poeta advierte que ese concepto “de ida sin vuelta” es de vital importancia. “Es como decir: avanzamos como sea; no hay retorno, no hay marcha atrás. Esto es una actitud ante la vida, una manera de incitar siempre a tirarse a la pileta. Si hay un poco de agua, mejor, ¿no?”

–¿Qué significa escribir una canción?

–La canción me ordena. Esa necesidad de una métrica regular sobreviene cuando estoy en una situación de desorden práctico o afectivo. Hay un soneto dedicado a César, “El valsecito pide un minuto de silencio”, que para mí es muy entrañable.

–¿Qué le aporta el bandoneón a la palabra? ¿Cómo es la relación entre el poema y el bandoneón?

–El bandoneón habla; se reconocen quejidos, gemidos, desgarramientos. Y ni qué hablar con un valsecito; volás, te sentís por los aires. A veces viene bien hablar desde las alturas, no como engrupido, sino por una necesidad de transparencia, de algo más traslúcido. Por ejemplo, “El valsecito pide un minuto de silencio”, ese silencio que pide el valsecito –que implica una situación crítica porque sabemos lo que significa ese minuto de silencio–, que de repente se vuelva palabra, que se vuelva un balbuceo, es una sensación muy hermosa. El texto, si no habla, no es válido. La poesía siempre habla. Precisamente el libro inédito del brócoli termina diciendo: “Todo poema convoca a una asamblea permanente”. No es una invitación al baile, pero sí a hablar. Yo creo que hablamos poco. Son muy pocos los casos en los que realmente hablar es transmitir, comunicar, emprender juntos. La sociedad parece marchar hacia una cosa muy individualista, hosca, muy indiferente. Lo peor es esa indiferencia. La gente se acostumbra a cosas a las que es criminal acostumbrarse, como alguien que duerme en la calle.

–¿Hay planes para publicar estas canciones en un libro?


–¡Me encantaría! La idea es hacer un disco con César, con Pino, con toda la troupe. Que estos recitales se traduzcan en un disco en vivo. Y luego dios dirá... La pasamos muy bien, la verdad que es un disfrute. Uno va pensando, imaginando cosas. Lo que tiene que estar siempre es la disposición a escribir, a crear, a transmitir. Eso no se tiene que perder. Bueno... sonó a frase patriótica (risas). Hay que tener paciencia. Si no se publica no pasa nada, pero sí pasa... Si la literatura pierde una sílaba, pierde mucho. Hay algo que se interrumpe y que no llega al otro.

Diario del año de la peste

Sobre Las esferas invisibles de Diego Muzzio.
Por Maximiliano Tomas para La Nación.



Dos novedades editoriales simultáneas. Dos autores relativamente jóvenes. Dos obras sobre miasmas, podredumbres y apestados. Y, también, dos resultados diferentes a la hora de recrear una literatura del pasado. Una de ellas es la novela breve De ganados y de hombres, firmada por la escritora brasileña Ana Paula Maia (Nova Iguaçu, 1977). La otra lleva por título Las esferas invisibles, y se trata de tres nouvelles agrupadas en un mismo volumen por el escritor argentino Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969). Por defectos y virtudes que veremos a continuación, una queda presa de una tradición agotada y la otra logra interpretar, desde la actualidad, la codificación de géneros literarios que permanecían relegados.

De ganados y de hombres es el primer libro de Maia que se publica en la Argentina, pese a que sus obras anteriores fueron publicadas en Europa. La novela, dividida en once capítulos cortos, sigue la vida de un grupo de hombres que trabaja en un matadero, en el marco de una geografía apestada por los desechos de las faenas que se vierten ilegalmente en la naturaleza circundante: al lugar se lo conoce como el Valle de los Rumiantes (por la múltiple presencia de mataderos y fábricas de hamburguesas) y al cauce que lo atraviesa, plagado de sangre y vísceras, Río de las Moscas. El protagonista es un tal Edgar Wilson, el encargado de voltear el ganado, es decir, de atontar a las vacas a golpes de maza antes de que sean pasadas a degüello. No pocas veces Maia se solaza en la descripción cruda de las diversas etapas del faenamiento, logrando escenas de una vívida impresión, aunque cueste encontrarles la pertinencia, ya que parecen transcurrir de forma paralela el desarrollo argumental del relato, como ilustración documental. Porque el motor de la historia son los devaneos de Wilson, sus jornadas de trabajo, y la manera en que ciertos hechos misteriosos (la desaparición de ganado durante las noches, la salinización del agua del río, cierta fatalidad que se abate sobre las vidas de los empleados del matadero) afectarán el curso de sus días.

Aunque en la contratapa se relacione a Maia con Rubem Fonseca, es más sencillo atribuirle a De ganados y de hombres cierta filiación con la literatura americana rural de principios del siglo XX, sobre todo con la obra de John Steinbeck (la similitud del título con uno de sus libros más conocidos, Of Mice and Men, no parece ser gratuita). El laconismo de los personajes, el lenguaje simple, la morosidad del relato hablan de un homenaje consciente. ¿Cómo y por qué volver a una literatura que parece agotada hace tiempo, si no es desde la actualización por la parodia o el pastiche? La narración avanza y amaga con resolver una serie de enigmas que finalmente jamás se aclararán. Y los personajes, vacíos de motivos y pensamientos, tampoco sufren verdaderas transformaciones. Al mismo tiempo, flota sobre la trama cierta condena moral, un juicio externo (¿la propia ideología de la autora?) sobre el derramamiento de sangre animal, aunque sea para alimentación humana. ¿Estamos frente a la primera novela vegetarianista de la literatura brasileña contemporánea? El epígrafe que cierra el libro, atribuido a Dostoievsky, parece abonar esta teoría.

Del otro lado tenemos los tres relatos ("El intercesor", "El ataúd de ébano" y "La ruta de la mangosta") de Muzzio, quien ya había publicado volúmenes de cuentos, de poesía e incluso de literatura infantil. En Las esferas invisibles también se revela una apuesta a reelaborar cierta tradición literaria, en este caso todavía más lejana: los cuentos de fantasmas y aparecidos del siglo XVIII y XIX. Hay un hecho histórico que hilvana las tres nouvelles (el brote de fiebre amarilla que se extendió por Buenos Aires desde enero de 1871 y acabó matando a catorce mil personas) pero sobre todo hay una manera de contar a la que el libro es fiel de principio a fin: un clasicismo que se hace evidente en la estructura de los relatos y en el registro lingüístico. La virtud más evidente de Las esferas invisibles, más allá de la proliferación narrativa y de la no menos virtuosa capacidad imaginativa, reside en trasplantar un modelo original (ya sea el gótico, el fantástico o el terror) a una geografía como la rioplatense, donde no ha sido cultivado con persistencia: Muzzio escribe desde el siglo XXI pero mirando por el retrovisor a un horizonte que está dos o tres siglos atrás, como si uno pudiera cruzar a Mary Shelley y a Poe con Sarmiento y Echeverría. Lo de Muzzio está más cerca de ciertas narraciones de Leopoldo Lugones y de Macedonio Fernández que de Mujica Láinez o Sabato.

"La ruta de la mangosta" quizá sea el relato más ambicioso y el más logrado de los tres. Se trata de la autobiografía de un personaje llamado Lisandro Martínez, que enfermo de fiebre amarilla escribe desde su lecho de muerte. Allí nos revelará cómo el amor de una mujer tísica lo empujó a viajar por el mundo siguiendo el rastro de las grandes masacres de las guerras entre naciones, en busca de un misterioso elemento vital captado a través de las fotografías de cadáveres (algo llamado "lúmina") y que, luego de ser mezclado con opio e ingerido, ha logrado mantenerlos con vida hasta ese momento.


La forma en que la literatura sacude el polvo del pasado es lo que determina si en una obra nueva existirá reproducción o recombinación. En la reproducción la nostalgia y el homenaje ahogan cualquier atisbo de productividad. Es en la apuesta por la recombinación donde se cifra la posibilidad de realizar, desde el presente, un verdadero aporte a la tradición..

lunes, julio 20, 2015

Del caminar sobre hielo

“SPRICH DEIN WORT UND ZERBRICH”

Por El Genio Maligno para el sitio chileno EANoticias



Werner Herzog, Del caminar sobre hielo. Entropia: Buenos Aires. 2015. 112 pags.

En 1987, Gilles Deleuze, filósofo francés de largas uñas y cinéfilo empedernido, pronuncia una conferencia relativamente famosa titulada ¿Qué es el acto de creación?

En ella Deleuze plantea la afinidad entre la obra de arte y el acto de resistencia, para lo que recurre a un pensador ya casi olvidado (entonces y ahora): André Malraux, novelista, intelectual orgánico del gobierno de de Gaulle y uno de los intelectuales que ayudó a apagar los fuegos del mayo francés, que el mismo Deleuze ayudó a iniciar.

¿Qué rescata Deleuze de Malraux? Un concepto, una cosa muy simple sobre el arte: Malraux dice que el arte es la única cosa que resiste a la muerte.

Saltemos en el tiempo al invierno de 1974. “Solo si fuera una película creería que todo esto es real” anota Werner Herzog en su libreta, al poco de comenzar su caminata. Una larga marcha desde Múnich hacia París en línea recta. Su peregrinaje tiene como objetivo llegar hasta la cama de una amiga moribunda. El caminante cree que sus pasos, su peregrinar, la mantendrá viva.

Herzog, quien ya había filmado para entonces dos de sus películas más importantes (Aguirre, la cólera de Dios y Kaspar Hauser), llena su libreta de anotaciones inconexas, instantáneas que retratan el frío y el camino que queda bajo sus pies.

A veces confuso, Del caminar sobre hielo es la bitácora de un doble acto de resistencia: el acto ritual del hombre caminado en soledad para ganarle un tramo a la Parca, y el testimonio de una odisea privada para guardar los retazos del recuerdo de un inexorable olvido. Ahí su belleza, ahí su posibilidad de salir del ámbito de lo privado, su primera forma, y llegar a nosotros como libro.

Alcanzar lo público, entrar en la circulación de los hombre, será su gesto para con la muerte y el olvido enfrentados mediante una escritura, bajo el frío del invierno, en una batalla perdida desde el vamos.

Herzog se detiene en paisajes de hielo y páramos, describiendo cómo el paisaje se transforma al pasar del territorio germano al galo, cruzándolo al igual que los dialectos, y donde aún se mantiene un mundo bucólico que lo reconoce como un extraño:

“Una mujer mayor, rechoncha y pobre, que está juntando leña, me dirige la palabra, enumera a sus hijos, cuando nacieron, cuando murieron. Como siente que quiero seguir viaje, habla el triple de rápido, resume destinos enteros, saltea la muerte de tres chicos, pero después las recupera porque no quiere que queden ignoradas: y todo esto en un dialecto que me hace difícil seguirla. Tras el deceso de toda su generación de hijos sólo dijo sobre sí misma que ella juta leña, todas las mañanas; habría querido quedarme más tiempo con ella.”

Por caminos que recuerdan antiguos imperios y que guardan huellas de grandes guerras no tan antiguas, las notas avanzan, se detienen en lo minúsculo, en el detalle de las minifaldas de las adolescentes (acto de resistencia de la erótica contra el frío de la Mitteleuropa), en caminos con nombres impronunciables, los campesinos, los animales (vacas tan reflexivas como poéticas) y árboles que humean como seres vivos.

Recuerdos de peregrino que llegan a nosotros como viaje imaginado.

Herzog deja ver un brillo de esperanza casi religiosa en esta bitácora, donde cada palabra sabe que en ese caminar es en sí un potlach, un sacrificio tan gratuito como excesivo e inútil. Una escritura que de tan banal se vuelve mística, lo que le permite lograr, mejor que en sus plúmbeas películas, entregar el retrato de esa resistencia de la que hablaba Deleuze, citando a Malraux.

Las esquelas fragmentadas del breve libro, publicado por Entropía, le dan forma a algo tan frágil como como el hielo que se quiebra bajo sus pies. Y así lo perduran.

El título de esta nota es una cita de Nietzsche, que se podría traducir, aproximadamente, como: di tu palabra y quiébrate.


Solo eso quería decir.

viernes, julio 10, 2015

Supersticiones de otras centurias

El testimonio azorado de sus narradores hermana las tres nouvelles que componen el libro de Muzzio, ambientado entre fines del siglo XIX y comienzos del XX.



Por Maximiliano Crespi para Revista Ñ.

Hay un cierto encanto de lo anacrónico en Las esferas invisibles. Este radica no sólo en el hecho de que el texto devuelva al lector a un territorio genérico que se presumía agotado; sino en el mérito de que en él se lo cultive con discreta elegancia, sin ínfulas transgresivas y sin la demanda de “actualización” que grilla la imaginación literaria del presente. Los tres relatos que componen el libro se sitúan estratégicamente entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, en el momento previo a la afirmación formal del ideario moderno que cimentará el Estado-nación burgués. Trabajan con pareja fortuna sobre el conjunto de supersticiones que sucede a la devastación producida por la epidemia de la fiebre amarilla que a partir de 1871 diezmó a la población porteña. “El intercesor” es un típico relato gótico. Su trama se desarrolla en un espacio de frontera donde las funciones y la fe racionalista vacilan ante la presencia latente de lo sobrenatural. Un joven médico castigado por traición es destinado a un olvidado fortín criollo, muy cercano al salitral donde su desdentada tropa deberá enfrentar ciega la fuerza destructora de lo inexplicable.

“El ataúd de ébano” es un relato de fantasmas que retrotrae sin duda a ciertas páginas de M. R. James, donde lo diabólico y lo milagroso anudan para dar lugar a la redención. En él, dos desertores que sobreviven delinquiendo en los márgenes de la ciudad asediada por la peste transforman su destino fascinados por la imagen espectral de una niña.

“La ruta de la mangosta” es un relato de corte fantástico. Cruza el tímido aprendizaje de un ayudante de relojería en las artes de la fotografía mortuoria con el delirio alucinado que desata el humo negro del opio. La trama crece entre la desesperación del enfermo y el miedo a la muerte, y deriva en la pesadilla macabra de una eternidad condicionada a la lúmina.

Las tres nouvelles se encuentran unidas tanto por el escenario como por una fórmula estereotipada (la de la confesión) y por un registro persistente (el del testimonio azorado). La uniformidad no es necesariamente provechosa. Los tres narradores (el médico que se confiesa en el primero, el narrador omnisciente del segundo, y el que escribe su vida en el tercero) hablan igual, con los mismos rodeos morosos y estilizados, con una misma sintaxis nítida (sobria pero a la vez elaborada), y con una competencia lexical que en ciertos casos atenta contra el propio verosímil. Pero así como Muzzio permanece fiel a la tradición moderna en la manera en que teje sus relatos, también lo es en el orden que criba su fabulación. Como las mejores piezas del género, sus fábulas presentan lo sobrenatural siempre envuelto en una bruma de sospecha y vacilación, en ese umbral donde la percepción y la lógica entran en desacuerdo, y donde lo desconocido y lo incierto se confunden. Pero también dejan abierto ese pequeño resquicio a partir del cual, aunque rebuscada, la explicación natural de los hechos se presenta todavía como posible.

La dialéctica entre lo racional y lo pulsional, entre la luz y la oscuridad, entre la civilización y la barbarie se mantiene en suspenso. En esa suspensión lábil, la literatura germina como una resistencia vital.


''Es mi íntimo homenaje a mi padre''

Entrevista a Damián González Bertolino por Mariana Kozodij para Diario Registrado



Este cuento largo comienza con una dedicatoria a su padre Carlos. Cuando uno bucea un poco, en la vida de González Bertolino, nota que los puntos de contacto entre ficción y realidad se mezclan agradablemente en un cóctel literario que funciona.

El increíble Springer tiene la particularidad de preparar al lector desde el mismo título; el personaje narrador nos introduce a su nuevo amigo Gastón Springer, un niño enfermizo de una familia adinerada francesa que llega a Punta del Este en 1957. Al comienzo parece más una de esas típicas historias de verano en la costa pero resulta imposible dejar de pensar en la cualidad de lo "increíble". Y ahí es cuando Bertolino sorprende retomando una anécdota escolar de su padre.

Con una prosa limpia con imágenes bellas a la hora de crear espacios- que remiten en precisiones poéticas a Morosoli-; esta nouvelle tiene el encanto de la literatura que no se queda encerrada en un sólo posible público lector. Los diálogos y personajes conviven de manera apacible sacudidos por momentos que juegan con la idea de "estar creciendo" en su sentido más amplio.

- ¿Cómo llegó la oportunidad de publicar de este lado del Río de la Plata?

Damián González Bertolino (DGB)- Directamente desde los editores de Entropía, movidos a su vez por la recomendación de "El increíble Springer" que les había hecho Elvio E. Gandolfo.


- Originalmente "El increíble Springer" tenía otro relato (Threesomes) cuando fue editado ¿sentís que el texto cierra igual sin su compañero?

DGB- Sí. "Threesomes" es una historia bastante diferente a la de "El increíble Springer", ambientada en otra época de Punta del Este, con personajes distintos y hasta escrita con otra técnica. El marco de "El increíble..." es el del Punta del Este que los argentinos recién descubrían sobre mediados de los '50; el de "Threesomes", un campo de golf en los '90, frecuentado por los nuevos ricos del 1 a 1 del Menemismo.

Pero también son historias muy uruguayas. Entre una y otra, a pesar de las diferencias que marqué, creo que hay una propuesta. Miro ese libro y pienso que en el fondo no deja de hablar acerca de lo que el tiempo hizo con el lugar en el que nos criamos mi padre y yo. Así y todo, "El increíble Springer" habla por sí mismo.

  
- Una de las menciones que se repiten entre la crítica uruguaya sobre tu escritura es que "sabés hacer que lo extraño irrumpa en lo cotidiano" ¿Cómo manejás esos universos a la hora de narrar, en especial cuando decís que te interesan "los individuos como historias"?

DGB- Apenas publiqué mi primer libro, uno de los  aspectos que se me señaló fue ese, justamente, el de la extrañeza. Y entonces vienen aparejadas ciertas filiaciones literarias que en cierto modo yo evito, no porque esos autores no me interesen, sino porque siempre pienso que esa extrañeza para mí es más vital que literaria. La vida es demasiado extraña e incomprensible, y nuestros sueños forman parte de la realidad. No hay más vueltas. Lo viví desde niño con las historias que me contaban, con lo que ocurría a mi alrededor, etcétera. La propia historia de "El increíble Springer", la del niño que crece extraordinariamente, fue algo que le ocurrió a mi padre con uno de sus amigos de la infancia en los mismos escenarios que yo recreo en el texto. Creo que en esas experiencias inusuales uno halla algo también inusual del personaje.


- En una entrevista que te hizo Mario Delgado Aparaín contaste la anécdota de tu padre, de niño, dándole un vaso de agua a un exPresidente e inmediatamente esa imagen me llevó a tu texto. En "El increíble..." una tortuga, Mirtha Legrand, una bicicleta o un gato forman parte de escenas poderosas que nutren la trama ¿Cómo es tu proceso de escritura?, ¿Trabajás con memorias emotivas?

DGB- Para escribir una historia puedo partir de cualquier cosa: una imagen de un sueño, algo que le oí a mis padres o a los vecinos, situaciones que veo en la calle, lo que sea... De todas formas, creo que en un libro tiene que haber, ya sea visible o no, una propuesta, una pregunta o la respuesta a esa pregunta. Contar una historia porque sí, por vistosa que sea, no es suficiente. Debería proponer algo con respecto a la vida. Si siento que lo que escribo no «propone» algo, no me siento confiado o cómodo. A veces lo encuentro en la marcha, como cuando escribí «El fondo». Otras cosas quedaron en el camino porque eran pura vanidad o porque eran como una sucesión de chistes, y porque no me decían nada sobre la vida.
En cuanto a la memoria, es cierto; tiene para mí su preeminencia. Entre mi niñez y mi adolescencia conocí una cantidad sorprendente de personas vinculadas a diversas actividades y de distintas clases sociales. Hubo situaciones que viví o que presencié y que para mí constituyen una explicación del dolor o de la alegría de las personas que me rodearon. Volver sobre esas situaciones a través de la memoria y la escritura me ayuda a conocerme y a rescatar lo que ya no existe. Nada nuevo bajo el sol. Pero qué importa que no sea nuevo si te ayuda a respirar.
  
- Otro dato que se cuela en la nouvelle, y que se une a tu historia personal,  es tu infancia en un barrio humilde frente a un campo de golf. Infancia y lugar de los que elegiste remarcar la resistencia como cualidad aprendida ¿sentís que esa experiencia propia  puede leerse en "El increíble..."?

DGB-Sí, por supuesto. La escritura de “El increíble Springer” es mi íntimo homenaje a mi padre, a quien considero un sobreviviente en el sentido más amplio del término. El lector del libro no tiene porqué saberlo; no hace falta, quizás, porque la historia debería leerse independientemente de lo que la haya suscitado. Lo que yo busqué y encontré en mi intimidad al escribir el relato es, justamente, algo muy mío, y en su publicación el texto debería valerse, en cambio, por otros atributos. Con esto quiero decir que, de todo lo que he escrito, “El increíble Springer” es el relato del que menos me podría afectar un comentario desfavorable, porque en esa escritura yo siempre voy a estar con mi padre.
Sin embargo, tengo que decir que escribí esa historia más por lo que desconocía que por lo que sabía de la infancia de mi padre. Escribir, imaginar fue una manera de conocer o completar una parte de la vida de mi padre de la que no se hablaba mucho.


- Hay cierta visión infantil- más allá del personaje- en tu texto ¿Cómo manejás el lenguaje para que tu mirada adulta en retrospectiva no se cuele?

DGB- No lo sé bien. Quizás lo que me ocurre es que esa "mirada adulta en retrospectiva" no es tan adulta y tiene lo suyo de infantil, también. A veces me descubro observando con cierto rechazo el mundo adulto y sus prácticas, incluso las más triviales, esas que revelan el peso de una convención social, etcétera. No quiero decir que me niego a crecer ni nada por el estilo. Nada que ver. Lo que sí noto es que muchas veces me encuentro observando a los adultos, los adultos como yo, del mismo modo en que los podría observar un niño. Ese asombro en la mirada contribuye a la escritura.

- ¿Creés que formás parte de una "literatura del mar"?

DGB- El término «literatura del mar» es controversial en Uruguay, porque sacando algunos casos aislados y muy valiosos (pienso en Carlos María Domínguez), parecería que nuestras letras están de espaldas al mar o que lo utilizan, llegado el caso, como algo funcional. Para escribir sobre el mar también hay que conocerlo, así como la vida que lo rodea. En mi caso, nunca navegué, no me interné jamás mar adentro; pero crecí a su lado y tengo algunos familiares más o menos directos que han desempeñado oficios relacionados con el mar.
De hecho, uno de mis bisabuelos paternos solía integrar a principios de siglo XX las expediciones que se hacían desde Punta del Este a la Isla de Lobos para matar lobos marinos a mazazos y comercializar después su pelaje. Así que en varias de las cosas que he escrito aparece el mar como un escenario natural para los personajes. no creo que forme parte de una literatura del mar, pero me gusta la idea de haber contribuido aunque sea un poco a su visibilidad en nuestra narrativa.


- Luego de tu celebrada novela "El fondo" llegó "Los trabajos del amor" ¿Qué podés contarnos de esta novela negra?

DGB-Curiosamente, es lo primero que escribí; antes de "El increíble Springer", "El fondo" y otras cosas. Se publicó recién en 2015 porque estuve dándole vueltas durante mucho tiempo. Es la historia de dos delincuentes (o más bien "malandros", como les llamamos acá) que tienen que cumplir con la tarea que les asigna su nuevo jefe: transportar el cadáver de un hombre que falleció en un motel hasta su hogar y dejarlo allí sin que su familia se entere. Sin embargo, la historia excede lo argumental. Me interesaba más una cuestión de la mirada, de la perspectiva. La novela se publicó aquí como un policial, más precisamente en una colección de ese género. Pero lo cierto es que nunca se me pasó por la cabeza escribir un policial, aunque entiendo que pueda ser leído desde las marcas del género.
Lo que quise hacer fue escribir una historia ateniéndome sólo a los personajes y su mirada de la realidad, como una exploración de un tipo humano, que es el del "malandro". En ese sentido, por cómo está dada la perspectiva, siempre vi "Los trabajos del amor" más cerca de la picaresca que del policial.

- Hace poco me preguntaste sobre el valor de los libros en Buenos Aires y remarcaste la diferencia con Uruguay ¿qué otras diferencias encontrás en los universos literarios y/ o editoriales entre ambos polos de escritura?

DGB- Sacando la cuestión del precio de los libros, es obvio que para un escritor uruguayo el mercado argentino ofrece posibilidades mucho más amplias en cuanto a la difusión. Por otra parte, en cuanto a los universos literarios entendidos como "el mundillo literario", sé muy poco. No conozco mucho el ambiente ni del lado de Buenos Aires y tampoco el de Montevideo en el sentido de "estar ahí"y formar parte de las idas y vueltas. Vivo a cierta distancia de Montevideo y lo miro todo de lejos. Aunque, claro, estoy más o menos al tanto de lo que se publica en un lado y otro. Creo, en cambio, que en Buenos Aires, desde los medios, existe una promoción mucho más fuerte o marcada de los narradores argentinos que la que se efectúa acá sobre los uruguayos. 

- ¿A quiénes leés?

DGB- No tengo una fijación en especial con ningún autor. Siempre me encuentro leyendo cosas diversas y por lo tanto suelo tener períodos en los que me concentro en ciertos autores. En los últimos tiempos: Francois de Chateaubriand, Elias Canetti y V.S. Naipaul. Sin embargo, ahora mismo estoy con cuatro lecturas que se complementan bien: "Escribir", de Marguerite Duras; "La muerte del padre", de Karl Ove Knausgard; "Mecánica", de Francois Bon y "Como si fuera poco", de Roberto Appratto. 

- ¿Cuáles son los libros más preciados de tu biblioteca?, ¿Cómo te llevás con los libros digitales?

DGB- Las obras completas de Juan José Morosoli. Una edición autografiada de "Estambul", de Orhan Pamuk (me resbalan los autógrafos, pero Pamuk es un grande). Tres tomos con correspondencia de Pierre Teilhard de Chardin: sus cartas de viaje, las de Hastings y París y las de Egipto. Un tomo con las obras de Cyril Connolly. Los apuntes de Elias Canetti...

También tengo en gran estima un ejemplar de "El proceso", de Kafka, que me llegó en un paquete junto a otros libros que un socio del club de golf, dueño de librerías en Buenos Aires, me enviaba de regalo todos los años. Yo era adolescente. Un verano le pedí "El proceso", entre varios libros. Más o menos en abril, como cada año, me llegaba el paquete a mi casa. Cuando llegó el verano y el socio volvió al club, me preguntó si había recibido el paquete aquel año. Le respondí que sí y luego me contó que en la librería nunca supieron si el cadete que llevaba el envío hasta la agencia de correos había cumplido con la tarea. Nunca regresó a la librería. En el camino, fue asaltado y baleado por unos ladrones. Murió en el acto. Estaba casado. Tenía tres hijos pequeños. Lo último que hizo en su vida fue enviarle un paquete con libros a alguien que no conocía. Cuando veo esos libros en mi biblioteca, en especial "El proceso", porque era uno de los que yo más deseaba leer en esos días, no puedo dejar de emocionarme y pensar que un día me gustaría conocer a la familia que quedó destruida por esa muerte. 
Por otro lado, me llevo muy bien con los libros digitales. Tengo un Kindle y leo mucho más desde que me lo compré, porque, incluso, hasta me permite leer comiendo, así como otra gente mira televisión, lo que es casi imposible de hacer con un libro de papel.
  
- ¿Ya estás trabajando en un nuevo texto? 

DGB- Desde hace un tiempo estoy con dos novelas, una más avanzada que la otra, aunque lo que me tiene más ocupado por estos meses es un libro autobiográfico que espero finalizar pronto y que se llama "El origen de las palabras". Como lo adelanta el título, es un libro en el que la presencia del lenguaje y su construcción tienen una presencia central. En cierto modo, cuenta cómo fue que empecé a interesarme por escribir y cómo ese interés se cruza con la historia de mi familia y en particular con el sacrificio que mis padres hicieron para que mis hermanos y yo saliéramos de la pobreza.

El gran Werner necesita caminar

Por José Miccio para Bazar Americano




1
Esto escribió Herzog en el punto número siete de su Declaración de Minnesota, un manifiesto acerca de la verdad y los hechos en el documental: “El turismo es pecado y el viaje a pie, virtud”. No es la única ocasión en la que hizo referencia a lo que en su vida y su cine significa caminar. Anoto otras tres. 1) En una larga entrevista realizada por Hervé Aubron y Emmanuel Bordeau en 2008, publicada con el título de Manual de supervivencia, considera que caminar es una experiencia tan decisiva como pasar hambre y estar preso. 2) En una de las declaraciones reunidas por Paul Cronin en Herzog por Herzog dice: “El volumen, la intensidad y la profundidad del mundo son cosas que solo experimentan los que viajan a pie”. 3) En el autorretrato de media hora que filmó a mediados de los 80 afirma que sus películas nacen de apuntes que toma mientras camina. Herzog es el Bruce Chatwin de los cineastas. Una de sus frases más famosas dice: Filmar películas es un asunto atlético, no estético.

Del caminar sobre hielo es un diario de viaje a pie: el que Herzog hizo de Munich a París a fines de 1974 para ver a Lotte Eisner, entonces muy enferma. O mejor dicho: no para verla sino para salvarla, como si sus pasos pudieran demorar los de la muerte. Un acto absoluto de amor absoluto. Eisner no era solo una mujer a la que Herzog quería, y a la que por quererla le dedicó su esfuerzo y El enigma de Kaspar Hauser. Escribió un estudio clásico sobre el cine expresionista (La pantalla diabólica), fundó junto a Henry Langlois la Cinemateca de Francia e impulsó el Nuevo Cine Alemán. Una anécdota ilustra su importancia cultural y el papel que cumplió en la vida de Herzog. Fritz Lang le dijo una vez que no creía que se volvieran a filmar películas alemanas. Eisner le contestó que ya había una: Señales de vida, el debut en el largometraje de un jovencito llamado Werner.

El librito -cien páginas, tamaño chico- se inscribe perfectamente en la filmografía de Herzog. Hay en él nubes, obstinación, energía, misterio, humor, onirismo, riesgo, visión. Imposible para quien tenga la fortuna de haberlas visto no recordar durante la lectura imágenes de sus películas. La materialidad hiriente de la nieve y el frío, por ejemplo, es tan palpable como la selva amazónica de Aguirre, el volcán de La Soufrière o las montañas de Grito de piedra. La visión de un tren que arde en el espacio y de estrellas y planetas que colapsan difiere en contenido pero no en vigor poético de las visiones del pastor Hias en Corazón de cristal. Incluso algunas personas que se cruza en el camino, y que ocupan apenas unos renglones, parecen salidas de sus películas. Ahí están la mujer que perdió a todos sus hijos y junta leña y el molinero al que su esposa y el amante de su esposa encerraron durante años en el altillo, y que aceptó su suerte con conmovedora entrega: “Lo taponaron con tablas y él no se resistió, porque le alcanzaban sopa para comer”. El propio Herzog es un personaje de Herzog: un tipo que se traza un objetivo titánico y no se detiene hasta alcanzar la locura, el éxtasis o una derrota a la vez épica y ridícula. Escribe casi al comienzo del diario: “Cuando yo camino, camina un bisonte”. Y también: “Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito”.



2

Herzog escribe maravillosamente, tal como muestran Del caminar sobre hielo y Conquista de lo inútil, el diario de filmación de Fitzcarraldo que Entropía editó en 2008, también con traducción de Ariel Magnus. Los dos libros se pueden leer con independencia del cine: tienen una vida propiamente literaria, y por eso son tan buenos. El estilo fragmentario y veloz de Del caminar sobre hielo, en ocasiones casi fotográfico pero ligado siempre a lo que Herzog llama paisajes interiores, trae a la memoria versos y poetas, además de palabras no muy confiables y alemanísimas, como romántico y expresionista. (Curiosamente, es casi imposible no pensar en el primer Girondo cuando se leen cosas como esta: “Cornejas que se pelean por algo y una que cae al agua. Sobre una pradera mojada yace olvidada una pelota de fútbol de plástico. Los troncos de los árboles humean como seres vivos”). Un autor inevitable teniendo en cuenta el tema del que hablamos es Robert Walser, de quien Herzog es una encarnación punk. (“Mientras cagaba, un conejo me pasó a un manotazo de distancia, sin verme”). Otro es Kerouac. El modo en que la lluvia, los animales, los hombres y las montañas comparten en el diario nivel ontológico es admirable, y está en sintonía con algunos textos del gran beat, como los reunidos en Viajero solitario (un título muy herzoguiano, por cierto).

De todos modos, Herzog es fundamentalmente un director de cine, y es en sus películas que podemos encontrar las claves de su modo de entender la naturaleza, la cultura y el lugar que ocupa el hombre en ese desastre infinitamente cruel e infinitamente cómico que llamamos universo. Se puede notar en casi toda su obra: bajo cualquier orden o contrato hay caos, y si algo falta en este mundo es armonía, proporción y sentido. Las acciones mayúsculas que acometen tantos de sus personajes son intentos por gobernar lo ingobernable, absurdos y gloriosos. El Stroszek de Señales de vida lanza un desafío cósmico que nadie escucha, y su visión no consigue más que un burro muerto. Aguirre quiere ser Cortez y termina monologando con un mono. Fitzcarraldo –el conquistador de lo inútil, tal su hermoso epíteto– cruza un barco por una montaña después de descomunales esfuerzos y al día siguiente el río lo devuelve al lugar del que partió. No todo es derrota (si es que en verdad la hay). El ingeniero de El diamante blanco logra volar sobre la selva de Guyana en su globo después de que un documentalista perdiera la vida en el intento. El atleta de El éxtasis del escultor de madera Steiner es campeón mundial de salto en esquí. El propio Herzog siempre vuelve de sus aventuras con una película. Pese a estos triunfos (si es que lo son), el universo permanece fuera de quicio. Es algo que de una manera u otra terminan por saber tanto los mesurados como los megalómanos, dos modos de ser que conviven en el propio Herzog, aunque su fama prefiera solo el segundo. Del caminar sobre hielo deja ver algo con claridad: lo que Herzog comparte con sus protagonistas no es lo que persiguen sino la voluntad con la que tratan de alcanzarlo, y en ocasiones el riesgo. Por recurrir a su película más famosa: para llegar a El Dorado o al cine es necesario sobreponerse a una naturaleza que demuele y asusta, pero eso no significa que el loco Aguirre sea el loco Herzog. Sucede más bien al contrario: no hay personaje que le sea más ajeno. Aguirre quiere oro y poder, y reduce a nada todo lo que se interpone entre él y su objetivo. Es un conquistador: la selva es solo un obstáculo a vencer. Herzog quiere imágenes verdaderas y conmovedoras. Es un cineasta: la película no está más allá de la selva sino en su mismo corazón cruel.

El fracaso o la victoria son meros resultados, lo que importa no pasa por ahí. El ralenti magistral con el que Herzog filma el salto de Steiner es equivalente a las palabras del aviador alemán que se incorporó a la fuerza aérea estadounidense porque quería volar, no importaba la bandera ni la ideología. (Su historia se cuenta en El pequeño Dieter necesita volar. El verbo del título es más adecuado que querer). Es el hecho de estar en el aire, la suspensión del tiempo y el universo que significa una acción absoluta lo que le interesa a Herzog. El instante en el que alguien se despoja de todo lo que lo ayuda o somete, y alcanza entonces el éxtasis, la locura o cualquier forma de revelación. Aguirre, Fitzcarraldo, Gesualdo, Stroszek, Dieter, Steiner, Kinski, Woyzeck, Cobra Verde: las películas de Herzog que tienen un nombre propio en el título (siempre de varón, para quienes quieran acusarlo de algo) son las que ilustran mejor este punto. El clímax de Nosferatu es un verdadero drama de absolutos: el amor de una mujer que se entrega al vampiro para salvar a su esposo y la delectación del propio vampiro, perdido para siempre en un cuello blanco y prerrafaelita.

La excepcionalidad de los personajes de Herzog puede nacer del arrebato o de la disciplina más estricta, pero siempre acceden a un lugar que no existe más que para ellos. En esa tierra de revelaciones, Fitzcarraldo, Aguirre y Dieter tal vez se crucen al menos por un instante con otras criaturas igual de herzoguianas: las que en vez de sobrepasar ciertos límites se mantienen siempre ajenas a ellos. El ejemplo más acabado es Kaspar Hauser, que no acepta ninguno de los modos de comprender propios de la civilización, y cuya existencia termina por alterar los fundamentos de la sociedad, la lógica y la religión. Contra sus maestros, Kaspar dice: Dios no puede haber creado todo de la nada, la ventana de una torre es más grande que la torre, hay voluntad en la manzana, la polis es peor que la mazmorra en la que viví hasta los dieciséis años. El cine es un instrumento para indagar en los límites de la experiencia. Lo que está más allá o más acá de la percepción y la cultura: a eso apunta Herzog. Su filmografía es una ciudad poblada por condenados a muerte, sordociegos, atletas, hombres-oso, hombres del bosque, asesinos, sobrevivientes, místicos. Hay algo inexplicable en todos ellos, incluso algo monstruoso, pero de ningún modo inhumano. Sean quienes sean. La dulcísima sordociega Fini Straubinger (protagonista de la notable País del silencio y la oscuridad) tiene una experiencia del mundo a la que no podemos acceder, y que ella misma no puede comunicar a pesar de intentarlo con palabras que recuerdan a las iluminaciones románticas (y que probablemente haya escrito el mismo Herzog). El artista-asesino Gesualdo, que mató a su esposa, al amante de su esposa y compuso una música infinitamente triste que parece prefigurar a Wagner, es un misterio para todos los que hablan de él, no importa si son eruditos, cocineros o fantasmas.



3

Del caminar sobre hielo es Herzog en estado puro. Esto es, un lugar para la maravilla. Lo primero que salta a la vista es qué significa caminar: no una actividad calma y contemplativa sino un esfuerzo, un gasto de energía, un trato permanente con el dolor. Ampollas en los talones y en los dedos gordos, un tobillo hinchado, molestias en las rodillas y el tendón de Aquiles, en las piernas y en la ingle. En dos momentos Herzog se pregunta: “¿Cómo puede doler tanto caminar?” También el clima pone el cuerpo en primer plano. Alguna vez hay sol y brisa. Pero la regla es otra: niebla, viento, nieve, tormenta, granizo y aire constantemente húmedo. Es casi invierno. Herzog duerme en casas vacías o en reparación, en casas rodantes, en graneros, alguna vez en un hotelito o como invitado de una familia generosa. Se cansa, tiembla, está intranquilo. Tiene que ser así, se dice. No hay otro modo. Necesidad es capricho más visión. Cuando se siente débil piensa herzoguianamente: “En viejas fotos marrones, los últimos navajos marchan, agazapados sobre sus caballos y envueltos en mantas en la tormenta de nieve, hacia la extinción; la imagen no se me va de la mente y aumenta mi resistencia”. Como el aviador Dieter, que en la selva de Laos huyó y huyó de sus captores hasta que la misma muerte decidió dejarlo, Herzog parece poseído por una fuerza tenaz e inevitable. La conciencia duda, la voluntad no. Un automovilista lo levanta en la ruta, bajo una lluvia total: “Viajé con él más de cuarenta kilómetros, luego se levantó en mi un terco orgullo y volví a caminar bajo el aguacero”.

La prosa de Herzog compite con sus propias películas en fortaleza material y poder alucinatorio. Su propio lenguaje piensa a veces en el cine: “Pasa caminando un hostal de montaña” / “Entran en cuadro las piedritas” / “Mirar cómo se tambalean los abetos sacudidos en cámara lenta”. En Conquista de lo inútil Herzog sugiere que sus textos pueden ser leídos no como informes de filmación sino como paisajes interiores nacidos del delirio de la jungla. En Del caminar sobre hielo podría decir: esto no es un diario, son visiones que vienen del frío y de los pies. “Primeros problemas con las botas, todavía son tan nuevas que me aprietan” / “Pensar flamígeramente en hielo hace que el hielo se forme con la rapidez del pensamiento. Siberia se creó de esa manera, las aureolas boreales constituyen sus últimos fogonazos. Esa es la explicación”. Como el de su cine, el espacio que va de Munich a París es al mismo tiempo material y mental, físico y metafísico. Caminar es una actividad aeróbica pero sobre todo un modo de conocimiento sensible. El pensamiento es iluminación y zapatos: “Tras estos pocos kilómetros a pie sé que no estoy cuerdo; la certeza me viene desde las suelas”.

No solo en la literatura y el cine se sostiene Herzog. En su autorretrato de 1986 muestra algunas pinturas de Caspar David Friedrich, entre ellas El caminante sobre el mar de nubes, su obra más famosa. La soledad, el paisaje alucinado, las dimensiones de la naturaleza y el ser humano: todo lo que se ve en el cuadro tiene relación con Del caminar sobre hielo. Ahí arriba, en el borde, solo ante los elementos, grande y pequeño, orgulloso, el hombre de Friedrich bien podría ser Herzog. Habría que cambiarle la ropa, demasiado dandy, por una camiseta de fútbol y una capa de plástico, y habría que dotar a la imagen de humor, o buscar un segundo cuadro, igual pero burlón, tal vez con esta talla, tomada del punto diez de la Declaración de Minnesota: “La Madre Naturaleza no llama, no te habla, aunque de tanto en tanto un glaciar se tire un pedo”. El humor de Herzog –tan fundamental en su obra– no reniega del espíritu de trascendencia: lo protege de sus malos sacerdotes, empeñados en desconocer cuánto le debe al ridículo con el que marcha. En un momento de Del caminar sobre hielo escribe, abismado: “Comiendo un sándwich me tragué por error la punta de la bufanda”.



4

Herzog caminó de Munich a París en 1974, veintidós días, entre el 23 de noviembre y el 14 de diciembre. Lotte Eisner, cuya vida estaba en riesgo, murió nueve años después, cerca de los noventa. Explicaciones posibles: o el diagnóstico estaba errado, o Eisner era un búfalo, o los pies de Herzog la salvaron. En la Laudatoria con la que termina el libro, pronunciada en 1982 con motivo de la entrega a Eisner del premio Helmut Käutner, Herzog le dice a su amiga: “Tiene permiso para morir”. En Herzog por Herzog cuenta más extensamente: “Yo caminaba contra la muerte de Lotte. Sabía que si viajaba a pie ella estaría viva cuando llegara. Unos años después de aquella caminata mía estaba casi ciega, no podía caminar ni leer ni tampoco ir al cine, y me dijo: ‘Werner, estoy bajo un hechizo que no me deja morir. Estoy cansada de la vida. Ahora sería un buen momento para mí’. Y yo le dije en broma: ‘De acuerdo, Lotte, aquí y ahora te libero del hechizo’. Lotte murió tres semanas después”.

No habría que desestimar esta historia entregándola a la probabilidad o la suerte. Estamos hablando de Herzog. En un momento, agotadísimo, con dificultades para sostenerse en pie, escribe en el diario: “Transformo un caer hacia adelante en caminar”. Debería haber memes con su cara como los que hay con la de Mascherano.
 Cuando Herzog se corta sangra el cuchillo.

(Actualización julio – agosto 2015/ BazarAmericano)


Castillos pampeanos

Las esferas invisibles, de Diego Muzzio en Bazar Americano
Por Sergio Frugoni.



Los tres relatos largos o nouvelles que integran Las esferas invisibles de Diego Muzzio conforman un intento arriesgado de revitalizar los tópicos más reconocibles de la literatura fantástica en versión gótica. La novedad del caso es el escenario que elige el autor para desplegar su repertorio de espectros, ambiguos tratos con el más allá y horrores infernales. Los sucesos extraordinarios que se cuentan tienen su centro en la epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en el siglo XIX. Un episodio clave en la historia de la ciudad, que cambió definitivamente su fisonomía y su política urbana. Hay un antes y un después de la gran peste. Luego de esos años, la aldea semirural de entonces se iba a convertir en una urbe moderna preocupada en seguir las reglas de la ciencia positivista y el higienismo a la manera de las ciudades europeas.

La epidemia tuvo lugar en Buenos Aires durante los primeros meses de 1871 y el pico de mortalidad se dio el 10 de abril. Se cree que la peste llegó a la ciudad desde Asunción, de la mano de los soldados argentinos que habían peleado en la Guerra de la Triple Alianza. De inmediato se vio que Buenos Aires no estaba preparada para recibir una epidemia y que las prácticas de prevención y respuesta del sistema de salud pública no estaban a la altura de las circunstancias.

La ciudad infectada, repleta de muertos que no encuentran sepultura, al borde del caos social, desviada de su destino de ser una “isla de civilización” es para Muzzio la ocasión ideal para la emergencia de los horrores sobrenaturales. Y lo hace con eficacia y precisión narrativa. En los relatos, Buenos Aires no es una urbe cosmopolita sino una aldea semirural de orillas barrosas, con pulperías, carromatos y ovejas que todavía pastorean en la plaza Mayor. Tal vez uno de los logros del libro sea revisitar en clave de terror la topografía imaginaria de una Buenos Aires cuyos límites con la Pampa bárbara todavía son difusos. Un gótico agauchado, criollo, en donde los horrores del desierto y los de la ciudad infectada forman un continuo inquietante que a lo largo del libro va adquiriendo sentidos históricos y políticos evidentes.   

Hay una extensa bibliografía teórica que ha leído en la emergencia del gótico una crítica a los valores de la razón iluminista. “El castillo gótico fue una gangrena en el costado del Iluminismo” escribió con elocuencia María Negroni. Las fantasías deformes y oscuras de los relatos góticos del siglo XVIII y XIX, iniciadas por El castillo de Otranto de Horace Walpole y continuadas por Bram Stoker y el Frankenstein de Shelley, representan el reverso de esas otras fantasías de orden racional y progreso humano que sostenían los filósofos de las luces y luego los militantes de la ciencia positivista.

En la primera de las nouvelles, la más lograda de las tres, el castillo gótico sufre una metamorfosis reveladora. En los confines de la frontera con el indio, un fortín repleto de dementes y criminales es el escenario de sucesos horrorosos.

“El intercesor” abre el libro auspiciado por una cita de El corazón de las tinieblas, de Conrad. Muzzio declara su profesión de fe sin resquemores ya que la nouvelle cuenta la historia de un verdadero viaje infernal al corazón del desierto pampeano. Un sacerdote joven, auxiliar de la iglesia de San Telmo y dedicado a atender a los apestados, recibe la visita de una vieja que le pide asistencia para su hermano “que había vuelto del desierto como muerto, con el cuerpo y el alma mutilados”. El cura accede y eso da inicio a un relato enmarcado en donde nos enteramos de los terribles sucesos que sufrió Francisco Vidal en el fortín Desolación, en la frontera sur de la Pampa. Vidal, un nombre con claras resonancias de criollismo borgeano, con el que el relato tiene muchos puntos de contacto, es desterrado a la frontera por obra del “Tirano”. Muzzio escribe:

Antes del amanecer, el baqueano y yo dejamos atrás los escuálidos ranchos que rodeaban al fuerte y, embozados en nuestros ponchos, nos internamos en la bruma. Los caballos progresaban al paso, nerviosos, enceguecidos a causa de esa blancura sucia que ocultaba la tierra. Estirando los cogotes, los animales embestían la niebla con sus cabezas alargadas, y luego la brecha volvía a cerrarse tras nosotros y la neblina a engullirnos como si fuésemos algo irreal o provisorio.

“El intercesor” despliega los artificios del imaginario gótico para revisitar un tópico clave de la literatura argentina: el binomio “civilización y barbarie”. En el final del viaje al corazón de la Pampa bárbara lo espera un locus horroroso, un castillo gauchesco metamorfoseado en fortín. El capitán ha desaparecido misteriosamente y Vidal se ve obligado a asumir el mando de una tropa de locos y asesinos digna de Herzog. Pronto se da cuenta de que en ese antro perdido en la inmensidad del desierto, a donde ni siquiera los indios llegan, hay una autoridad tácita que lo desafía. La soldadeja responde a Francisco Tumbo, conocido como Negro Tumba, un esclavo asesino y ladrón que ha huido de una familia cordobesa para refugiarse en las tolderías. Tumbo se revela como un practicante de magia negra que conduce rituales extraños en el desierto. Vidal, agente del incipiente orden estatal no puede hacer nada con su contraparte, la suma de todos los temores: un negro esclavo que ha vivido con los indios, que practica la nigromancia y somete a la tropa a sus rituales. De ahí en más el relato lleva al lector por un repertorio eficaz de horrores que tiene su epicentro en un episodio realmente memorable en una salina cercana al fortín. Sitio de revelaciones sobrenaturales, Vidal no volverá a ser el mismo luego del encuentro con el horror.

El segundo relato sucede enteramente en la ciudad apestada y retoma elementos clásicos de los relatos de fantasmas al estilo de Henry James. En “El ataúd de ébano” dos malandras, Sosa y Vega, aprovechan el caos de la ciudad y el faltante de ataúdes para saquear los cementerios y revender los preciados féretros al mejor postor. En uno de los viajes se encuentran con un niña que los llama desde un inmenso caserón aparentemente abandonado. La chica les reclama los féretros para su padre y su hermana, que han muerto a causa de la peste. Tiene una rara autoridad y habla como un adulto, usando cada tanto palabras en francés. Sosa, supersticioso y elemental, cae rendido a sus pies. Vega, taimado, ve la oportunidad de aprovecharse de las riquezas que pudiera haber en el caserón. Los planes no van a salir como pensaban y Vega termina envuelto en una historia sobrenatural en donde el objetivo será cumplir con las exigencias de la niña. Sus parientes muertos van a descansar sólo cuando puedan ser enterrados en un féretro adecuado.  

Un confuso episodio en el que Vega mata a un viejo en la recova del Paseo de la Alameda da inicio a un trip por la ciudad enlodada y semi rural en la que asistimos a la perspectiva alucinada del personaje. La angustia inexplicable que siente Vega se va materializando en visiones oníricas con picos intensos de horror: “Unos dedos le rozaban la mejilla. Fijó su atención en un detalle: el mechón de pelo de una joven hundiéndose en la boca de un viejo.”

Como en el primer relato aquí tampoco hay desajustes narrativos. Como una máquina narrativa implacable, Muzzio lleva a sus personajes hasta los confines del horror, la contemplación de la verdad y la redención tal como exige el canon de la representación gótica.  

Las esferas invisibles se cierra con la nouvelle más ambiciosa pero tal vez menos lograda de las tres. Diego Muzzio ha dicho que el orden de las historias respeta la fecha en que fueron escritas. Pero además las tres forman una interesante serie que le da unidad al libro. Si la primera era un viaje al corazón del desierto en época de Rosas y la segunda contemporánea a la epidemia de fiebre amarilla, esta tercera nouvelle recorre un arco temporal que va desde 1871 hasta el final de la Primera Guerra Mundial y desde los parajes oscuros de una Buenos Aires aldena hasta París y las grandes ciudades europeas. En ese periplo por “la Era del Imperio” el relato va recorriendo con minuciosidad los conflictos bélicos que destruyeron las fantasías de progreso de la Europa de fin de siglo, hasta llegar a la batalla del Somme, en pleno corazón de la guerra mundial, donde las fuerzas aliadas perdieron la mayor cantidad de vidas.

“La ruta de la mangosta” cuenta la historia de Lisandro Martinez, quien en su lecho de muerte hace un racconto de los sucesos extraordinarios que le tocó vivir. De joven ingresó como ayudante de un fotógrafo que se ocupaba de retratar a los muertos por la peste. “Fije la sombra antes de que la sustancia se desvanezca” prometía Thomas Sheridan. El procedimiento consistía en someter a los cadáveres a una puesta en escena bizarra para que aparezcan “con la semblanza de la vida”, como fotografiarlos sobre un caballo o en poses que simulaban un cuerpo vivo.

Aquí los recovecos oscuros y ominosos del castillo gótico toman la forma del caserón en donde vive Sheridan. Una de las alas es inaccesible para el joven ayudante. Allí vive una misteriosa mujer que hace su aparición cada tanto y que será el vehículo para que Lisandro Martínez se tope con un orden sobrenatural. Sheridan además es opiómano. El relato avanza entonces con una hipótesis científica interesante como motor de la trama, que recuerda a las invenciones de Quiroga en relación al “cinematógrafo”, como en el extraordinario cuento “El vampiro”, con el que esta nouvelle no tiene pocos puntos de contacto. Las fotografías de los muertos son usadas por Sheridan para producir una extraña sustancia llamada lúmina, que al ser mezclada con opio adquiere propiedades para rejuvenecer y eventualmente garantizar la vida eterna. La pipa de opio es el medio por el que la “magia” de la tecnología representada por la cámara fotográfica se une con las propiedades pseudocientíficas de la lúmina para esquivar la muerte. La pipa en cuestión “era de marfil -un marfil ya amarillento por el uso-, salvo el hornillo, fabricado en plata. Estaba labrada en toda su longitud, representando un fantástico animal que, a medida que se enroscaba en el eje de la pipa, se metamorfoseaba en otro, sin que el observador pudiera afirmar a ciencia cierta en qué momento tal cambio empezaba a operarse y cuándo culminaba para dejar paso al nacimiento de una nueva bestia. Dicho animal tenía su origen en la cabeza de una mangosta -sus ojos eran dos rubíes encastrados en marfil-, y se iba transformando en pez, tigre, caballo y serpiente, para terminar como había comenzado, en la cola de una mangosta. Aquella pipa delirante rezumaba algo atroz; pues a pesar de ser bien real, era imposible comprender su factura, y uno tendía a pensar que no había sido hecha por manos humanas o que era la continuación de un sueño.”

La precisa descripción de la pipa también es la exposición de una poética. Los relatos góticos suelen exhibir su autoconciencia de artefactos, tal vez ese sea uno de sus rasgos más interesantes. Muzzio retoma ese legado para inscribir su poética en una tradición reconocible que intenta resignificar.

“La ruta de la mangosta”, dijimos, recorre de la mano de sus personajes, las guerras imperialistas del cambio de siglo, desde las guerras boers en Sudáfrica hasta la devastación de las no man´s land en el frente de guerra occidental europeo. Cuando los muertos de la fiebre amarilla en una ciudad perdida del fin del mundo ya no alcanzan, los personajes de la historia van a buscar a la Europa en guerra nuevos cadáveres de los cuales extraer lúmina. La técnica fotográfica que permite la utopía de la vida eterna se alía entonces con los horrores producidos por la tecnología puesta al servicio del asesinato masivo y la destrucción. En esa inflexión de la trama, la nouvelle encuentra su zona más potente como metáfora de los fundamentos de destrucción sobre las que se asienta la modernidad capitalista.

Como en su origen, aquí el gótico es mucho más que un repertorio de artificios para producir terror. Es también un modo delirante e imaginativo de reflexionar sobre los recovecos más atroces del imaginario occidental moderno.

La lectura de las tres nouvelles deja la sensación de transitar un espacio familiar, reconocible en su narrativa clásica y en los tópicos de la imaginación gótica. Sin embargo, y esta es una virtud del libro, nunca se pierde esa ansiedad que provoca el género. Muzzio conoce a la perfección los hilos de los relatos clásicos y construye sus tramas con eficacia y conciencia de los materiales con los que trabaja. Eso le permite también esquivar los caminos más fáciles y explorar todo lo que el gótico tiene todavía para decir dentro de la literatura argentina.


(Actualización julio – agosto 2015/ BazarAmericano)


martes, julio 07, 2015

Poesía para las masas

Por Gonzalo León para Perfil



Vladimir Maiakovski fue una figura protagónica de las vanguardias que electrizaron al siglo XX. La reciente reedición de un libro de crónicas y la próxima aparición de su obra poética en editoriales argentinas son la ocasión ideal para volver a su legado.

Maiakovski tenía 18 años, dieciséis dientes podridos, dos hermanas y un solo lector. Escribía poesía lírica pero roncaba como un poeta épico”, así empieza Prohibido entrar sin pantalones, del español Juan Bonilla, una estupenda novela biográfica del poeta georgiano nacido un 7 de julio de 1893. Y líneas más adelante agrega: “Tenía todos los libros de Gorki, algunas novelas de Dostoievski, un libro de cuentos de Gógol y un solo lector”. Ese lector era David Burliuk, a quien Maiakovski conoció en la Escuela de Bellas Artes en Moscú; una noche, Burliuk, mientras caminaban, le pidió que recitara un poema y Maiakovski le soltó un par de versos; comenzaba esa noche la carrera del poeta futurista, del provocador, del dramaturgo, del bolchevique que creía que la Revolución Rusa debía tener una revolución en las artes. En un mes casi la mitad de su obra estará nuevamente disponible en las librerías argentinas, de la mano de Poesía lírica, que editará en septiembre Blatt & Ríos, y de Mi descubrimiento de América, que Entropía publica por estos días. Por eso resulta pertinente determinar quién fue este escritor y su importancia.

En el prólogo de la antología Poemas, de Maiakovski, publicado por la editorial española Ediciones 29 en 1977, el poeta argentino Federico Gorbea explica que en un primer momento Maiakovski se hizo importante “no tanto por lo que escribe, todavía poco seguro en su expresión, como por sus modales y declaraciones”. El componente teatral de sus declamaciones lo van haciendo conocido en bares futuristas, esta teatralidad es fomentada por su amigo Burliuk, con quien, como aparece en Prohibido entrar sin pantalones, “leían juntos los letreros de las tiendas, bocadillos a cinco kopeks, los mejores bocadillos de Moscú, pruebe la nueva navaja de afeitar de la casa Phillips”. En 1923, al fundar la revista del Frente Izquierdista del Arte, LEF –que pese al escaso tiraje consigue gran impacto–, se convence de la importancia de la consigna, de la publicidad. “La publicidad”, decía, “es la poesía de la más alta coherencia”. De ahí que dos años después creara una agencia de publicidad, en la que dibujaba carteles, hacía las etiquetas y escribía los textos.
Maiakovski fue un escritor vanguardista, que incursionó en la actuación tanto en cine como en teatro. Según la esposa de Máximo Gorki, “habría sido un magnífico actor si se hubiera dedicado al teatro”. Sin embargo, la teatralidad le servía para encarnar el futurismo, que no era una tendencia literaria para él, sino una forma de vida. Pero este escritor además acompañará a la Revolución Bolchevique desde los inicios con distinta suerte: en 1908, con 14 años, se afilia al partido bolchevique, y poco después pasa once meses en la Cárcel de Reading; en 1915 se enrola en el ejército pero no va al frente de batalla; desde 1913 y aun después de la revolución bolchevique da conferencias por toda la Unión Soviética.
Es precisamente después de su estadía en la Cárcel de Reading cuando abandona su militancia política y se da cuenta de que no había necesidad de adherirse al partido, porque entre otras cosas el futurismo y la revolución tenían un enemigo en común: el pasado inmediato. En esa época empieza a leer a esos delicados simbolistas rusos, a quienes años más tarde combatirá hasta los golpes, por considerarlos representantes de la burguesía; lee también a Shakespeare, a Byron, a Tolstoi y a Pushkin. “La novedad formal me excitaba –recuerda en su autobiografía–. Pero lo sentía ajeno. Los temas, las imágenes de esos autores no pertenecían a mi vida”. Laura Estrin, en el prólogo de Poesía lírica, dice que continuó el “romanticismo que traía del simbolismo ruso, un romanticismo con un afán pedagógico, con un intento de educación de las masas y del arte mismo, evidente en las vanguardias”. Pero además “se supo blasfemador, sarcástico, combativo, armador de una obra que había procurado desagradar, injuriar”.

Debido a esa convicción uno de sus  primeros libros fue víctima de la censura, apareciendo con seis páginas de puntos suspensivos, pero no le importó porque era un rupturista que empezó reemplazando el nosotros que los simbolistas rusos usaban por el Yo, como se llamó su primera recopilación de poemas. Su tercera publicación fue una obra de teatro que un error de imprenta quiso que se llamara Vladimir Maiakovski. Como relata Juan Bonilla, ésta era “una tragedia carcajeante en la que el poeta cargaba con las lágrimas de todos los ciudadanos que vivían en la ciudad agotada y angustiada que terminaba con estos versos: He escrito todo esto de vosotros, pobres ratas. Siento no tener pechos para amamantaros como una nodriza”. Y concluía con: “Me llamo Vladímir Maiakovski, como todo el mundo”. Maiakovski y el grupo de futuristas rusos al que también pertenecían Viktor Shklovski (precursor del formalismo ruso), Boris Pasternak (autor de Dr. Zhivago, donde Maiakovski aparece como personaje, y que ganaría el Premio Nobel de Literatura), Kamenski, Jliébnikov y Burliuk, estaban en contra de quien era considerado el fundador del futurismo, Filippo Tommaso Marinetti. Para Maiakovski, era un aristócrata y un mendaz. De ahí que cuando anuncia una visita Rusia su grupo decide hacer algo.
Fue en un teatro de Petersburgo donde Maiakovski desafía a pelear a Marinetti; los organizadores protegen al fundador del futurismo, quien, como consigna la novela Prohibido entrar sin pantalones, “no sabía por dónde huir, trataba de imponer la calma, de sosegar a sus atacantes, en una actitud muy poco futurista para quien había declarado que la guerra era la sola higiene del mundo y quien había dicho que nada hay más poético que la violencia de los puños devorando un rostro hermoso”. Al final llegó la policía, que se llevó al grupo de Maiakovski a una celda y a Marinetti a un lugar seguro. Mientras estuvieron en esa celda decidieron una cosa más: hacer cine, no para representar a la realidad, sino para cambiarla.

Las tensiones con el poder –Lenin sabía quién era, de hecho Maiakovski escribió un largo poema a su muerte– fueron conocidas, o más bien el poder puso el ojo en el autor de Poesía lírica. Federico Gorbea escribe que le pesa su “falta de ‘experiencia de arte’” y le preocupa su ignorancia a tal grado de que si se queda en el partido, “deberé pasarme a la ilegalidad”. Y la ilegalidad implicaba “no aprender nada”. Para Maiakovski, el arte no se podía ordenar, o en palabras de Estrin: “Ese Estado que fue por el arte fue también por la ciencia y por la vida”. Laura Estrin señala que Trostski lo retrataba de este modo: “Llega por el camino más corto, la bohemia rebelde perseguida. Y eso lo ve en las metáforas y en las imágenes del poeta en evidente comunión con las ciudades, los paisajes”. La poeta Juan Bignozzi dice que pese a ser un poeta que hace más de cincuenta años que no lee, aún recuerda versos de memoria, “sobre todo porque correspondían a nuestras discusiones de ese tiempo. Recuerdo: Venerables camaradas de los tiempos venideros/revolviendo la mierda endurecida del presente”. Agrega que en la poesía joven argentina nunca escucha nombrar a Maiakovski “tal vez porque los venerables camaradas cambiaron para siempre en la segunda mitad del siglo XX”.

La obra de Maiakovski está compuesta además de la poesía lírica, por las poesías épicas, teatro/cine/circo y Mi descubrimiento de América y un poema escrito en prosa. Para Damián Ríos, uno de los editores de Blatt & Ríos, el interés por editar a Maiakovski se debió a un contexto en que la editorial está saliendo con varias colecciones nuevas, y dentro de eso hay una colección de rescates, “en ese marco nos encontramos con la prologadora del libro, Laura Estrin, que además es profesora de lenguas eslavas en la UBA, y con los traductores Julio Franchi y una traductora rusa que tenían este trabajo y, como las traducciones disponibles eran pocas y en particular de este libro muy gallegas y dispersas, decidimos publicarlo”. La idea entonces fue arrancar esta colección de rescate con un clásico que no circula hace mucho tiempo y darle un lugar. Entre las razones que esgrime Ríos es que “gran parte de la poesía argentina está muy influida por el modernismo anglosajón, es decir, todo lo que es poundiano, T.S. Eliot, Wallace Stevens, y rescatar este clásico es poner en discusión esa influencia y hacer circular otro tipo de relación con la lengua poética”.

Hacia mitad de los años 20 empiezan los viajes al exterior del autor de Poesía lírica. La revolución de 1917 provocaba interés entre intelectuales y artistas del resto de Europa, por lo que su figura, su ira, captan la atención de ellos. En París conoce a Louis Aragón, al pintor Robert Delauney, pero como no maneja ningún idioma con excepción del ruso, siempre se ve obligado a recurrir a un intérprete. París es parte de su plan de dar la vuelta al mundo. De ahí continúa en vapor a La Habana, donde hace una pequeña escala, y luego a México, desembarcando en Veracruz y prosiguiendo camino por tren hasta Ciudad de México, donde lo espera Diego Rivera. Después de una breve estancia continúa hasta Laredo, ciudad fronteriza, donde la policía de inmigración estadounidense lo detiene.

El libro que retrata este periplo es Mi descubrimiento de América, donde entre muchas peripecias y agudas observaciones relata la historia de un argentino que ingresó como hijos a Estados Unidos a seiscientas personas a cambio de doscientos cincuenta dólares cada uno. La impresión que se lleva de Estados Unidos es la de un imperio con ciento diez millones de habitantes, donde unos pocos tienen el beneficio de las ganancias y donde los afroamericanos (doce millones) son el más bajo peldaño de la escalera social, a ellos los invita a leer a dos escritores de orígenes africanos: a Pushkin y a Dumas. Se pregunta: “¿Por qué no pueden los negros considerar a Pushkin un escritor propio?”. Como contraparte, se sorprende de la cantidad de blancos miembros del Ku Klux Klan (entre cuatro y cinco millones). En los tres meses que Maïakovski permaneció ahí, Estados Unidos ayudó a derrocar un gobierno en Venezuela, amenazó a Gran Bretaña y a Francia para que pagaran sus deudas contraídas durante la Primera Guerra. Fue en esta época en la que el presidente Coolidge formalizó “la palabra americano en algo exclusivo para los estadounidenses”.

A diferencia de la traducción de Blatt & Ríos, la de Entropía apareció hace unos años en la editorial española Gallo Nero. Pese a ello, Sebastián Martínez Daniell, editor y responsable de este libro, dice que no es lo mismo leer a Maïakovski en 2015 que hacerlo en 1930 ni tampoco en Estocolmo que en Managua: “Leer es presenciar la colisión de dos subjetividades al interior de un lenguaje personal”. De ahí que despegue la vigencia de este autor y en particular de este libro de crónicas de cualquier coyuntura: “Mi descubrimiento de América es un texto que puede leerse, disfrutarse y discutirse conociendo o desconociendo la relación entre Maïakovski y el movimiento futurista; conociendo o desconociendo la relación entre Maiakovski y el régimen soviético (del cual fue, en distintas etapas, férreo defensor, víctima y prenda de utilización propagandística)”. Ahora por qué publicar este texto hoy y en la Argentina, la respuesta está en la colisión de esas dos sensibilidades: la de Maiakovski y la forma “en que esa sensibilidad se transforma en escritura” y la de los editores “que han tenido la suerte de que el texto llegara a sus manos”.


Es durante estos meses en Estados Unidos en los que se entera de que Ediciones del Estado no se haría cargo de la edición de sus obras completas, ni de ningún poeta vivo; el editor le dice que se queje con otro georgiano que había sido nombrado secretario general del Partido un año antes de la muerte de Lenin en 1924: Stalin. Se acerca el fin del viaje alrededor del mundo. En 1926, pese a los inconvenientes editoriales, publica en Rusia Mi descubrimiento de América. Sin embargo, esto no impide que cuatro años más tarde se suicide de un balazo en el corazón. Su nota suicida en verso, según Juan Bonilla, decía: “Estoy en paz con la vida”.

jueves, julio 02, 2015

Del caminar sobre hielo

Por Gabriel Baigorria para Indie Hoy



Lotte Eisner ocupa uno de los lugares más importantes en la historia del cine alemán y mundial. Fue crítica y teórica, fundadora de la Cinemateca Francesa, coleccionista y recuperadora de filmes. En palabras del mismísimo Herzog, es a través de ella que se le concedió legitimidad al cine alemán y a su generación de directores.

Pero en el caso de Del caminar sobre hielo (Entropía, 2015), poco importan estos datos. Porque aquí, Lotte Eisner es una excusa. O más bien, su posible muerte.

Al enterarse de que está muy enferma y probablemente muera, Werner Herzog toma una decisión desesperada: viajar inmediatamente de Munich a París para verla. Lo extraño (o no tanto, si revisamos un poco la locura con la que encaró algunos de sus proyectos, empresas disparatadas, rozando a veces la insanía) es que decide hacerlo a pie, con la firme convicción de que eso alargará la vida de su amiga, hasta que él llegue. Así que agarra un bolso, una campera, una brújula, se calza unas botas nuevas y transforma lo que podrían ser noventa minutos en avión en una travesía de 20 días a pie, 830 kilómetros en las peores condiciones, caminando bajo el invierno más crudo, asolado por tormentas de nieve, lluvias, barro y granizos.
Apenas comienza la aventura ya se dice a sí mismo “Solo si fuera una película creería que esto es real”. Avanza y se convence: “Tras estos pocos kilómetros a pie sé que no estoy cuerdo”. Le escapa a la poca gente con la que se cruza, campesinos sobre todo, “para no tener que mirarlas a la cara” por la vergüenza que le da su aspecto.

Solo puede adivinar los días de la semana, sin saber si su amiga ya murió, y por las noches fuerza la entrada de casas de vacaciones para dormir, embarrado y congelado hasta la médula.

La sed se vuelve insoportable. Las ampollas en los pies y los dolores en las pantorrillas, intolerables. La locura y los cuervos revoloteándolo como sombras, esperando que su mente y su cuerpo caigan rendidos, atravesados en el camino.

Praderas, bosques, miradores, cosechas, niebla, nieve, lluvias. Los paisajes van cambiando a cada paso. Y sus impresiones también. La importancia de las cosas parecen ir reduciéndose a planos detalle: ahora el verdadero valor se encuentra en la sal gruesa de los pretzels, en un remolino de papeles en el viento o en las primeras vacas que divisa cruzando la frontera con Francia.


Del caminar sobre hielo es un diario de viaje, el de un hombre con su animalidad a flor de piel, que parece accionar por impulso, que hace sin pensar mucho previamente, pero piensa mucho sobre lo que está haciendo. Un diario que sabe que la peor soledad es la que te obliga a estar con uno mismo. Un diario que plantea una incógnita: ¿Qué es lo que lleva a un hombre a internarse en la soledad más absoluta y en las peores condiciones, luego de enterarse que una amiga va a morir? Incógnita que, por suerte, no termina de responder.