Por Gonzalo León para Perfil
Vladimir Maiakovski fue una figura protagónica de las
vanguardias que electrizaron al siglo XX. La reciente reedición de un libro de
crónicas y la próxima aparición de su obra poética en editoriales argentinas
son la ocasión ideal para volver a su legado.
Maiakovski tenía 18 años, dieciséis dientes podridos, dos
hermanas y un solo lector. Escribía poesía lírica pero roncaba como un poeta
épico”, así empieza Prohibido entrar sin pantalones, del español Juan Bonilla,
una estupenda novela biográfica del poeta georgiano nacido un 7 de julio de
1893. Y líneas más adelante agrega: “Tenía todos los libros de Gorki, algunas
novelas de Dostoievski, un libro de cuentos de Gógol y un solo lector”. Ese
lector era David Burliuk, a quien Maiakovski conoció en la Escuela de Bellas
Artes en Moscú; una noche, Burliuk, mientras caminaban, le pidió que recitara
un poema y Maiakovski le soltó un par de versos; comenzaba esa noche la carrera
del poeta futurista, del provocador, del dramaturgo, del bolchevique que creía
que la Revolución Rusa debía tener una revolución en las artes. En un mes casi
la mitad de su obra estará nuevamente disponible en las librerías argentinas,
de la mano de Poesía lírica, que editará en septiembre Blatt & Ríos, y de
Mi descubrimiento de América, que Entropía publica por estos días. Por eso
resulta pertinente determinar quién fue este escritor y su importancia.
En el prólogo de la antología Poemas, de Maiakovski, publicado
por la editorial española Ediciones 29 en 1977, el poeta argentino Federico
Gorbea explica que en un primer momento Maiakovski se hizo importante “no tanto
por lo que escribe, todavía poco seguro en su expresión, como por sus modales y
declaraciones”. El componente teatral de sus declamaciones lo van haciendo
conocido en bares futuristas, esta teatralidad es fomentada por su amigo
Burliuk, con quien, como aparece en Prohibido entrar sin pantalones, “leían
juntos los letreros de las tiendas, bocadillos a cinco kopeks, los mejores
bocadillos de Moscú, pruebe la nueva navaja de afeitar de la casa Phillips”. En
1923, al fundar la revista del Frente Izquierdista del Arte, LEF –que pese al
escaso tiraje consigue gran impacto–, se convence de la importancia de la
consigna, de la publicidad. “La publicidad”, decía, “es la poesía de la más
alta coherencia”. De ahí que dos años después creara una agencia de publicidad,
en la que dibujaba carteles, hacía las etiquetas y escribía los textos.
Maiakovski fue un escritor vanguardista, que incursionó en
la actuación tanto en cine como en teatro. Según la esposa de Máximo Gorki,
“habría sido un magnífico actor si se hubiera dedicado al teatro”. Sin embargo,
la teatralidad le servía para encarnar el futurismo, que no era una tendencia
literaria para él, sino una forma de vida. Pero este escritor además acompañará
a la Revolución Bolchevique desde los inicios con distinta suerte: en 1908, con
14 años, se afilia al partido bolchevique, y poco después pasa once meses en la
Cárcel de Reading; en 1915 se enrola en el ejército pero no va al frente de
batalla; desde 1913 y aun después de la revolución bolchevique da conferencias
por toda la Unión Soviética.
Es precisamente después de su estadía en la Cárcel de
Reading cuando abandona su militancia política y se da cuenta de que no había
necesidad de adherirse al partido, porque entre otras cosas el futurismo y la
revolución tenían un enemigo en común: el pasado inmediato. En esa época
empieza a leer a esos delicados simbolistas rusos, a quienes años más tarde
combatirá hasta los golpes, por considerarlos representantes de la burguesía;
lee también a Shakespeare, a Byron, a Tolstoi y a Pushkin. “La novedad formal
me excitaba –recuerda en su autobiografía–. Pero lo sentía ajeno. Los temas,
las imágenes de esos autores no pertenecían a mi vida”. Laura Estrin, en el
prólogo de Poesía lírica, dice que continuó el “romanticismo que traía del
simbolismo ruso, un romanticismo con un afán pedagógico, con un intento de
educación de las masas y del arte mismo, evidente en las vanguardias”. Pero
además “se supo blasfemador, sarcástico, combativo, armador de una obra que
había procurado desagradar, injuriar”.
Debido a esa convicción uno de sus primeros libros fue víctima de la censura,
apareciendo con seis páginas de puntos suspensivos, pero no le importó porque
era un rupturista que empezó reemplazando el nosotros que los simbolistas rusos
usaban por el Yo, como se llamó su primera recopilación de poemas. Su tercera
publicación fue una obra de teatro que un error de imprenta quiso que se
llamara Vladimir Maiakovski. Como relata Juan Bonilla, ésta era “una tragedia
carcajeante en la que el poeta cargaba con las lágrimas de todos los ciudadanos
que vivían en la ciudad agotada y angustiada que terminaba con estos versos: He
escrito todo esto de vosotros, pobres ratas. Siento no tener pechos para
amamantaros como una nodriza”. Y concluía con: “Me llamo Vladímir Maiakovski,
como todo el mundo”. Maiakovski y el grupo de futuristas rusos al que también pertenecían
Viktor Shklovski (precursor del formalismo ruso), Boris Pasternak (autor de Dr.
Zhivago, donde Maiakovski aparece como personaje, y que ganaría el Premio Nobel
de Literatura), Kamenski, Jliébnikov y Burliuk, estaban en contra de quien era
considerado el fundador del futurismo, Filippo Tommaso Marinetti. Para
Maiakovski, era un aristócrata y un mendaz. De ahí que cuando anuncia una
visita Rusia su grupo decide hacer algo.
Fue en un teatro de Petersburgo donde Maiakovski desafía a
pelear a Marinetti; los organizadores protegen al fundador del futurismo,
quien, como consigna la novela Prohibido entrar sin pantalones, “no sabía por
dónde huir, trataba de imponer la calma, de sosegar a sus atacantes, en una
actitud muy poco futurista para quien había declarado que la guerra era la sola
higiene del mundo y quien había dicho que nada hay más poético que la violencia
de los puños devorando un rostro hermoso”. Al final llegó la policía, que se
llevó al grupo de Maiakovski a una celda y a Marinetti a un lugar seguro.
Mientras estuvieron en esa celda decidieron una cosa más: hacer cine, no para
representar a la realidad, sino para cambiarla.
Las tensiones con el poder –Lenin sabía quién era, de hecho
Maiakovski escribió un largo poema a su muerte– fueron conocidas, o más bien el
poder puso el ojo en el autor de Poesía lírica. Federico Gorbea escribe que le
pesa su “falta de ‘experiencia de arte’” y le preocupa su ignorancia a tal
grado de que si se queda en el partido, “deberé pasarme a la ilegalidad”. Y la
ilegalidad implicaba “no aprender nada”. Para Maiakovski, el arte no se podía
ordenar, o en palabras de Estrin: “Ese Estado que fue por el arte fue también
por la ciencia y por la vida”. Laura Estrin señala que Trostski lo retrataba de
este modo: “Llega por el camino más corto, la bohemia rebelde perseguida. Y eso
lo ve en las metáforas y en las imágenes del poeta en evidente comunión con las
ciudades, los paisajes”. La poeta Juan Bignozzi dice que pese a ser un poeta
que hace más de cincuenta años que no lee, aún recuerda versos de memoria,
“sobre todo porque correspondían a nuestras discusiones de ese tiempo.
Recuerdo: Venerables camaradas de los tiempos venideros/revolviendo la mierda
endurecida del presente”. Agrega que en la poesía joven argentina nunca escucha
nombrar a Maiakovski “tal vez porque los venerables camaradas cambiaron para
siempre en la segunda mitad del siglo XX”.
La obra de Maiakovski está compuesta además de la poesía
lírica, por las poesías épicas, teatro/cine/circo y Mi descubrimiento de
América y un poema escrito en prosa. Para Damián Ríos, uno de los editores de
Blatt & Ríos, el interés por editar a Maiakovski se debió a un contexto en
que la editorial está saliendo con varias colecciones nuevas, y dentro de eso
hay una colección de rescates, “en ese marco nos encontramos con la prologadora
del libro, Laura Estrin, que además es profesora de lenguas eslavas en la UBA,
y con los traductores Julio Franchi y una traductora rusa que tenían este
trabajo y, como las traducciones disponibles eran pocas y en particular de este
libro muy gallegas y dispersas, decidimos publicarlo”. La idea entonces fue
arrancar esta colección de rescate con un clásico que no circula hace mucho
tiempo y darle un lugar. Entre las razones que esgrime Ríos es que “gran parte
de la poesía argentina está muy influida por el modernismo anglosajón, es
decir, todo lo que es poundiano, T.S. Eliot, Wallace Stevens, y rescatar este
clásico es poner en discusión esa influencia y hacer circular otro tipo de
relación con la lengua poética”.
Hacia mitad de los años 20 empiezan los viajes al exterior
del autor de Poesía lírica. La revolución de 1917 provocaba interés entre
intelectuales y artistas del resto de Europa, por lo que su figura, su ira,
captan la atención de ellos. En París conoce a Louis Aragón, al pintor Robert
Delauney, pero como no maneja ningún idioma con excepción del ruso, siempre se
ve obligado a recurrir a un intérprete. París es parte de su plan de dar la
vuelta al mundo. De ahí continúa en vapor a La Habana, donde hace una pequeña
escala, y luego a México, desembarcando en Veracruz y prosiguiendo camino por
tren hasta Ciudad de México, donde lo espera Diego Rivera. Después de una breve
estancia continúa hasta Laredo, ciudad fronteriza, donde la policía de
inmigración estadounidense lo detiene.
El libro que retrata este periplo es Mi descubrimiento de
América, donde entre muchas peripecias y agudas observaciones relata la
historia de un argentino que ingresó como hijos a Estados Unidos a seiscientas
personas a cambio de doscientos cincuenta dólares cada uno. La impresión que se
lleva de Estados Unidos es la de un imperio con ciento diez millones de
habitantes, donde unos pocos tienen el beneficio de las ganancias y donde los
afroamericanos (doce millones) son el más bajo peldaño de la escalera social, a
ellos los invita a leer a dos escritores de orígenes africanos: a Pushkin y a
Dumas. Se pregunta: “¿Por qué no pueden los negros considerar a Pushkin un
escritor propio?”. Como contraparte, se sorprende de la cantidad de blancos
miembros del Ku Klux Klan (entre cuatro y cinco millones). En los tres meses
que Maïakovski permaneció ahí, Estados Unidos ayudó a derrocar un gobierno en
Venezuela, amenazó a Gran Bretaña y a Francia para que pagaran sus deudas
contraídas durante la Primera Guerra. Fue en esta época en la que el presidente
Coolidge formalizó “la palabra americano en algo exclusivo para los estadounidenses”.
A diferencia de la traducción de Blatt & Ríos, la de
Entropía apareció hace unos años en la editorial española Gallo Nero. Pese a
ello, Sebastián Martínez Daniell, editor y responsable de este libro, dice que
no es lo mismo leer a Maïakovski en 2015 que hacerlo en 1930 ni tampoco en
Estocolmo que en Managua: “Leer es presenciar la colisión de dos subjetividades
al interior de un lenguaje personal”. De ahí que despegue la vigencia de este
autor y en particular de este libro de crónicas de cualquier coyuntura: “Mi
descubrimiento de América es un texto que puede leerse, disfrutarse y
discutirse conociendo o desconociendo la relación entre Maïakovski y el
movimiento futurista; conociendo o desconociendo la relación entre Maiakovski y
el régimen soviético (del cual fue, en distintas etapas, férreo defensor,
víctima y prenda de utilización propagandística)”. Ahora por qué publicar este
texto hoy y en la Argentina, la respuesta está en la colisión de esas dos
sensibilidades: la de Maiakovski y la forma “en que esa sensibilidad se
transforma en escritura” y la de los editores “que han tenido la suerte de que
el texto llegara a sus manos”.
Es durante estos meses en Estados Unidos en los que se
entera de que Ediciones del Estado no se haría cargo de la edición de sus obras
completas, ni de ningún poeta vivo; el editor le dice que se queje con otro
georgiano que había sido nombrado secretario general del Partido un año antes
de la muerte de Lenin en 1924: Stalin. Se acerca el fin del viaje alrededor del
mundo. En 1926, pese a los inconvenientes editoriales, publica en Rusia Mi
descubrimiento de América. Sin embargo, esto no impide que cuatro años más
tarde se suicide de un balazo en el corazón. Su nota suicida en verso, según
Juan Bonilla, decía: “Estoy en paz con la vida”.
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