Las esferas invisibles, de Diego Muzzio en Bazar Americano
Por Sergio Frugoni.
Los tres relatos largos o nouvelles que integran Las esferas
invisibles de Diego Muzzio conforman un intento arriesgado de revitalizar los
tópicos más reconocibles de la literatura fantástica en versión gótica. La
novedad del caso es el escenario que elige el autor para desplegar su
repertorio de espectros, ambiguos tratos con el más allá y horrores infernales.
Los sucesos extraordinarios que se cuentan tienen su centro en la epidemia de
fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en el siglo XIX. Un episodio clave en la
historia de la ciudad, que cambió definitivamente su fisonomía y su política
urbana. Hay un antes y un después de la gran peste. Luego de esos años, la aldea
semirural de entonces se iba a convertir en una urbe moderna preocupada en
seguir las reglas de la ciencia positivista y el higienismo a la manera de las
ciudades europeas.
La epidemia tuvo lugar en Buenos Aires durante los primeros
meses de 1871 y el pico de mortalidad se dio el 10 de abril. Se cree que la
peste llegó a la ciudad desde Asunción, de la mano de los soldados argentinos
que habían peleado en la Guerra de la Triple Alianza. De inmediato se vio que
Buenos Aires no estaba preparada para recibir una epidemia y que las prácticas
de prevención y respuesta del sistema de salud pública no estaban a la altura
de las circunstancias.
La ciudad infectada, repleta de muertos que no encuentran
sepultura, al borde del caos social, desviada de su destino de ser una “isla de
civilización” es para Muzzio la ocasión ideal para la emergencia de los
horrores sobrenaturales. Y lo hace con eficacia y precisión narrativa. En los
relatos, Buenos Aires no es una urbe cosmopolita sino una aldea semirural de
orillas barrosas, con pulperías, carromatos y ovejas que todavía pastorean en
la plaza Mayor. Tal vez uno de los logros del libro sea revisitar en clave de
terror la topografía imaginaria de una Buenos Aires cuyos límites con la Pampa
bárbara todavía son difusos. Un gótico agauchado, criollo, en donde los
horrores del desierto y los de la ciudad infectada forman un continuo
inquietante que a lo largo del libro va adquiriendo sentidos históricos y
políticos evidentes.
Hay una extensa bibliografía teórica que ha leído en la
emergencia del gótico una crítica a los valores de la razón iluminista. “El
castillo gótico fue una gangrena en el costado del Iluminismo” escribió con
elocuencia María Negroni. Las fantasías deformes y oscuras de los relatos
góticos del siglo XVIII y XIX, iniciadas por El castillo de Otranto de Horace
Walpole y continuadas por Bram Stoker y el Frankenstein de Shelley, representan
el reverso de esas otras fantasías de orden racional y progreso humano que
sostenían los filósofos de las luces y luego los militantes de la ciencia
positivista.
En la primera de las nouvelles, la más lograda de las tres,
el castillo gótico sufre una metamorfosis reveladora. En los confines de la
frontera con el indio, un fortín repleto de dementes y criminales es el escenario
de sucesos horrorosos.
“El intercesor” abre el libro auspiciado por una cita de El
corazón de las tinieblas, de Conrad. Muzzio declara su profesión de fe sin
resquemores ya que la nouvelle cuenta la historia de un verdadero viaje
infernal al corazón del desierto pampeano. Un sacerdote joven, auxiliar de la
iglesia de San Telmo y dedicado a atender a los apestados, recibe la visita de
una vieja que le pide asistencia para su hermano “que había vuelto del desierto
como muerto, con el cuerpo y el alma mutilados”. El cura accede y eso da inicio
a un relato enmarcado en donde nos enteramos de los terribles sucesos que
sufrió Francisco Vidal en el fortín Desolación, en la frontera sur de la Pampa.
Vidal, un nombre con claras resonancias de criollismo borgeano, con el que el
relato tiene muchos puntos de contacto, es desterrado a la frontera por obra
del “Tirano”. Muzzio escribe:
Antes del amanecer, el baqueano y yo dejamos atrás los
escuálidos ranchos que rodeaban al fuerte y, embozados en nuestros ponchos, nos
internamos en la bruma. Los caballos progresaban al paso, nerviosos,
enceguecidos a causa de esa blancura sucia que ocultaba la tierra. Estirando
los cogotes, los animales embestían la niebla con sus cabezas alargadas, y
luego la brecha volvía a cerrarse tras nosotros y la neblina a engullirnos como
si fuésemos algo irreal o provisorio.
“El intercesor” despliega los artificios del imaginario
gótico para revisitar un tópico clave de la literatura argentina: el binomio
“civilización y barbarie”. En el final del viaje al corazón de la Pampa bárbara
lo espera un locus horroroso, un castillo gauchesco metamorfoseado en fortín.
El capitán ha desaparecido misteriosamente y Vidal se ve obligado a asumir el
mando de una tropa de locos y asesinos digna de Herzog. Pronto se da cuenta de
que en ese antro perdido en la inmensidad del desierto, a donde ni siquiera los
indios llegan, hay una autoridad tácita que lo desafía. La soldadeja responde a
Francisco Tumbo, conocido como Negro Tumba, un esclavo asesino y ladrón que ha
huido de una familia cordobesa para refugiarse en las tolderías. Tumbo se
revela como un practicante de magia negra que conduce rituales extraños en el
desierto. Vidal, agente del incipiente orden estatal no puede hacer nada con su
contraparte, la suma de todos los temores: un negro esclavo que ha vivido con
los indios, que practica la nigromancia y somete a la tropa a sus rituales. De
ahí en más el relato lleva al lector por un repertorio eficaz de horrores que
tiene su epicentro en un episodio realmente memorable en una salina cercana al
fortín. Sitio de revelaciones sobrenaturales, Vidal no volverá a ser el mismo
luego del encuentro con el horror.
El segundo relato sucede enteramente en la ciudad apestada y
retoma elementos clásicos de los relatos de fantasmas al estilo de Henry James.
En “El ataúd de ébano” dos malandras, Sosa y Vega, aprovechan el caos de la
ciudad y el faltante de ataúdes para saquear los cementerios y revender los
preciados féretros al mejor postor. En uno de los viajes se encuentran con un
niña que los llama desde un inmenso caserón aparentemente abandonado. La chica
les reclama los féretros para su padre y su hermana, que han muerto a causa de
la peste. Tiene una rara autoridad y habla como un adulto, usando cada tanto
palabras en francés. Sosa, supersticioso y elemental, cae rendido a sus pies.
Vega, taimado, ve la oportunidad de aprovecharse de las riquezas que pudiera
haber en el caserón. Los planes no van a salir como pensaban y Vega termina
envuelto en una historia sobrenatural en donde el objetivo será cumplir con las
exigencias de la niña. Sus parientes muertos van a descansar sólo cuando puedan
ser enterrados en un féretro adecuado.
Un confuso episodio en el que Vega mata a un viejo en la
recova del Paseo de la Alameda da inicio a un trip por la ciudad enlodada y
semi rural en la que asistimos a la perspectiva alucinada del personaje. La
angustia inexplicable que siente Vega se va materializando en visiones oníricas
con picos intensos de horror: “Unos dedos le rozaban la mejilla. Fijó su atención
en un detalle: el mechón de pelo de una joven hundiéndose en la boca de un
viejo.”
Como en el primer relato aquí tampoco hay desajustes
narrativos. Como una máquina narrativa implacable, Muzzio lleva a sus
personajes hasta los confines del horror, la contemplación de la verdad y la
redención tal como exige el canon de la representación gótica.
Las esferas invisibles se cierra con la nouvelle más
ambiciosa pero tal vez menos lograda de las tres. Diego Muzzio ha dicho que el
orden de las historias respeta la fecha en que fueron escritas. Pero además las
tres forman una interesante serie que le da unidad al libro. Si la primera era
un viaje al corazón del desierto en época de Rosas y la segunda contemporánea a
la epidemia de fiebre amarilla, esta tercera nouvelle recorre un arco temporal
que va desde 1871 hasta el final de la Primera Guerra Mundial y desde los
parajes oscuros de una Buenos Aires aldena hasta París y las grandes ciudades
europeas. En ese periplo por “la Era del Imperio” el relato va recorriendo con
minuciosidad los conflictos bélicos que destruyeron las fantasías de progreso
de la Europa de fin de siglo, hasta llegar a la batalla del Somme, en pleno
corazón de la guerra mundial, donde las fuerzas aliadas perdieron la mayor
cantidad de vidas.
“La ruta de la mangosta” cuenta la historia de Lisandro
Martinez, quien en su lecho de muerte hace un racconto de los sucesos
extraordinarios que le tocó vivir. De joven ingresó como ayudante de un
fotógrafo que se ocupaba de retratar a los muertos por la peste. “Fije la
sombra antes de que la sustancia se desvanezca” prometía Thomas Sheridan. El
procedimiento consistía en someter a los cadáveres a una puesta en escena
bizarra para que aparezcan “con la semblanza de la vida”, como fotografiarlos
sobre un caballo o en poses que simulaban un cuerpo vivo.
Aquí los recovecos oscuros y ominosos del castillo gótico
toman la forma del caserón en donde vive Sheridan. Una de las alas es
inaccesible para el joven ayudante. Allí vive una misteriosa mujer que hace su
aparición cada tanto y que será el vehículo para que Lisandro Martínez se tope
con un orden sobrenatural. Sheridan además es opiómano. El relato avanza
entonces con una hipótesis científica interesante como motor de la trama, que
recuerda a las invenciones de Quiroga en relación al “cinematógrafo”, como en
el extraordinario cuento “El vampiro”, con el que esta nouvelle no tiene pocos
puntos de contacto. Las fotografías de los muertos son usadas por Sheridan para
producir una extraña sustancia llamada lúmina, que al ser mezclada con opio
adquiere propiedades para rejuvenecer y eventualmente garantizar la vida
eterna. La pipa de opio es el medio por el que la “magia” de la tecnología
representada por la cámara fotográfica se une con las propiedades pseudocientíficas
de la lúmina para esquivar la muerte. La pipa en cuestión “era de marfil -un
marfil ya amarillento por el uso-, salvo el hornillo, fabricado en plata.
Estaba labrada en toda su longitud, representando un fantástico animal que, a
medida que se enroscaba en el eje de la pipa, se metamorfoseaba en otro, sin
que el observador pudiera afirmar a ciencia cierta en qué momento tal cambio
empezaba a operarse y cuándo culminaba para dejar paso al nacimiento de una
nueva bestia. Dicho animal tenía su origen en la cabeza de una mangosta -sus
ojos eran dos rubíes encastrados en marfil-, y se iba transformando en pez,
tigre, caballo y serpiente, para terminar como había comenzado, en la cola de
una mangosta. Aquella pipa delirante rezumaba algo atroz; pues a pesar de ser
bien real, era imposible comprender su factura, y uno tendía a pensar que no
había sido hecha por manos humanas o que era la continuación de un sueño.”
La precisa descripción de la pipa también es la exposición
de una poética. Los relatos góticos suelen exhibir su autoconciencia de
artefactos, tal vez ese sea uno de sus rasgos más interesantes. Muzzio retoma
ese legado para inscribir su poética en una tradición reconocible que intenta
resignificar.
“La ruta de la mangosta”, dijimos, recorre de la mano de sus
personajes, las guerras imperialistas del cambio de siglo, desde las guerras
boers en Sudáfrica hasta la devastación de las no man´s land en el frente de
guerra occidental europeo. Cuando los muertos de la fiebre amarilla en una
ciudad perdida del fin del mundo ya no alcanzan, los personajes de la historia
van a buscar a la Europa en guerra nuevos cadáveres de los cuales extraer
lúmina. La técnica fotográfica que permite la utopía de la vida eterna se alía
entonces con los horrores producidos por la tecnología puesta al servicio del
asesinato masivo y la destrucción. En esa inflexión de la trama, la nouvelle
encuentra su zona más potente como metáfora de los fundamentos de destrucción
sobre las que se asienta la modernidad capitalista.
Como en su origen, aquí el gótico es mucho más que un
repertorio de artificios para producir terror. Es también un modo delirante e
imaginativo de reflexionar sobre los recovecos más atroces del imaginario
occidental moderno.
La lectura de las tres nouvelles deja la sensación de
transitar un espacio familiar, reconocible en su narrativa clásica y en los
tópicos de la imaginación gótica. Sin embargo, y esta es una virtud del libro,
nunca se pierde esa ansiedad que provoca el género. Muzzio conoce a la
perfección los hilos de los relatos clásicos y construye sus tramas con
eficacia y conciencia de los materiales con los que trabaja. Eso le permite
también esquivar los caminos más fáciles y explorar todo lo que el gótico tiene
todavía para decir dentro de la literatura argentina.
(Actualización julio – agosto 2015/ BazarAmericano)
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