Por Gabriel Baigorria para Indie Hoy
Lotte Eisner ocupa uno de los lugares más importantes en la
historia del cine alemán y mundial. Fue crítica y teórica, fundadora de la
Cinemateca Francesa, coleccionista y recuperadora de filmes. En palabras del
mismísimo Herzog, es a través de ella que se le concedió legitimidad al cine
alemán y a su generación de directores.
Pero en el caso de Del caminar sobre hielo (Entropía, 2015),
poco importan estos datos. Porque aquí, Lotte Eisner es una excusa. O más bien,
su posible muerte.
Al enterarse de que está muy enferma y probablemente muera, Werner
Herzog toma una decisión desesperada: viajar inmediatamente de Munich a París
para verla. Lo extraño (o no tanto, si revisamos un poco la locura con la que
encaró algunos de sus proyectos, empresas disparatadas, rozando a veces la
insanía) es que decide hacerlo a pie, con la firme convicción de que eso
alargará la vida de su amiga, hasta que él llegue. Así que agarra un bolso, una
campera, una brújula, se calza unas botas nuevas y transforma lo que podrían
ser noventa minutos en avión en una travesía de 20 días a pie, 830 kilómetros
en las peores condiciones, caminando bajo el invierno más crudo, asolado por
tormentas de nieve, lluvias, barro y granizos.
Apenas comienza la aventura ya se dice a sí mismo “Solo si
fuera una película creería que esto es real”. Avanza y se convence: “Tras estos
pocos kilómetros a pie sé que no estoy cuerdo”. Le escapa a la poca gente con
la que se cruza, campesinos sobre todo, “para no tener que mirarlas a la cara”
por la vergüenza que le da su aspecto.
Solo puede adivinar los días de la semana, sin saber si su
amiga ya murió, y por las noches fuerza la entrada de casas de vacaciones para
dormir, embarrado y congelado hasta la médula.
La sed se vuelve insoportable. Las ampollas en los pies y
los dolores en las pantorrillas, intolerables. La locura y los cuervos
revoloteándolo como sombras, esperando que su mente y su cuerpo caigan
rendidos, atravesados en el camino.
Praderas, bosques, miradores, cosechas, niebla, nieve,
lluvias. Los paisajes van cambiando a cada paso. Y sus impresiones también. La
importancia de las cosas parecen ir reduciéndose a planos detalle: ahora el
verdadero valor se encuentra en la sal gruesa de los pretzels, en un remolino
de papeles en el viento o en las primeras vacas que divisa cruzando la frontera
con Francia.
Del caminar sobre hielo es un diario de viaje, el de un
hombre con su animalidad a flor de piel, que parece accionar por impulso, que
hace sin pensar mucho previamente, pero piensa mucho sobre lo que está
haciendo. Un diario que sabe que la peor soledad es la que te obliga a estar
con uno mismo. Un diario que plantea una incógnita: ¿Qué es lo que lleva a un hombre
a internarse en la soledad más absoluta y en las peores condiciones, luego de
enterarse que una amiga va a morir? Incógnita que, por suerte, no termina de
responder.
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