miércoles, octubre 14, 2015

Militantes de la Peter Pan (dos)

Revista Crisis sobre Scalabritney de Martín Zícari

Por Mariano Canal - Alejandro Galliano - Hernán Vanoli

Novelas de jóvenes escritores, a veces no tan jóvenes, publicadas en 2014. Escritos que permiten trazar un panorama sobre la fiesta, el ocio y la experiencia urbana durante los años en que se forjó la ideología estatista socialdemócrata, sustentada en el consumo de tecnologías blandas, que hoy goza de un consenso casi total. Las capas medias se narran a sí mismas durante el kirchnerismo, pero: ¿qué kirchnerismo sucedió para las capas medias?





Los flaneurs
Lo primero que hay que decir sobre Sacalabritney de Martín Zícari es que, a diferencia de Merca o de Electrónica, no es una novela ni una nouvelle, sino una colección de monólogos breves y desordenados que parecen compartir un narrador. El libro se vincula con Electrónica por una cierta exploración de la condición gay. También debido a cierto sistema de referencias vinculado a lo camp, en su yuxtaposición con la estética de derecha autodenominada hipster, un rosario de alusiones a la cultura indie y a consumos que siempre deben ser explorados, marcados subjetivamente. En medio de un pantano de diminutivos que pasan de resultar un recurso fácil en las primeras páginas a tomar al lector por tonto al final de las ochenta carillas que tiene la obra, el narrador declara que “La tristeza es ontológica, la única solución creo yo es usar máscaras todo el tiempo”. Un diagnóstico y un conjuro.
Las máscaras, entonces, van a ser utilizadas en el trabajo –una de las escenas o monólogos sucede en situación laboral; es un solo día, y realmente el narrador lo toma como una excursión más al Tigre-, en las salidas con amigos, en los paseos en bici por la ciudad. La tristeza ontológica, por su parte, queda muy al fondo. Tan al fondo y tan ontológica es la tristeza que termina devorada por un infantilismo premeditado, con ciertos momentos de romanticismo en la contemplación de la naturaleza o de los bellos cadetes que navegan la ciudad en sus rodados. Justamente la ciudad, con sus bicisendas, es un espacio de circulación pero también de disfrute. La sintaxis de los monólogos de Scalabritney construye a lo urbano como un escenario caótico y frondoso, en permanente transformación. Los niños que hacen dibujitos y se emborrachan mientras fuman porro en la novela han aprendido a no dejarse avasallar por la policía; sin embargo no se animan a ir al baño de su propia facultad porque consideran que esa es la única excursión peligrosa de todas las que se plantean en el libro. Si un extranjero leyese Scalabritney probablemente pensaría que Buenos Aires es un lugar apasionante y eso es un mérito de la escritura de Zícari; también pensaría que es una inmensa incubadora de kidults con una definida tendencia hacia la perversión polimórfica.  Una ciudad sin lugar para los viejos: “Al lado del chico acostado dibujé una fogata y un grupo de nenes y nenas que bailan en ronda mientras las llamas cocinan la cabeza decapitada de un adulto. Ardían sus bigotes, ardían sus arrugas, las bolsas abajo de sus ojos y todas las marcas de vejez, ardían en la fogata mientras nosotros bailábamos y cantábamos alrededor”.
La celebración de la amistad se produce como un sistema de comunidades de éxtasis y rituales efímeros de donde el narrador entra y sale no sin cierta incomodidad. El narrador de Scalabritney, sin embargo, no es ingenuo. Su deriva va sembrando preguntas; pocas veces las responde. Conciente de que las reuniones a fumar porro no pueden horadar la tristeza y que la infantilización deliberada de la experiencia tiene un techo demasiado bajo y quizás también demasiado sórdido, cuestiona sus propias verdades. Por ejemplo, en un viaje en colectivo, empieza a bailar para “pervertir géneros y experimentar con los límites entre la esfera pública y la privada”; de hecho, la interrogación por los límites del cuerpo y cierta animalización provista por la importancia del baile en los espacios de ocio es un tropo recurrente. Este viaje a través de la tristeza, de las máscaras, del baile y de lo gregario, estratos que se superponen como las capas de una ciudad con múltiples fisonomías –la ciudad como lo real- concluye con la gran utopía de la clase media hippie. En el penúltimo capítulo, Scalabritney se permite trazar una alegoría onírica que describe una relación conflictiva entre la técnica, el arte, el hombre y la naturaleza, a través de la historia de un strandbeest, una bestia-máquina que funciona como mascota y también como proyección del inconciente del narrador, que imagina su propia muerte. Esta iluminación imaginativa choca sin embargo con la inexorable certeza cínica de que la expresividad sirve para sobrevivir en un mundo hostil, y jamás para cambiarlo. Así, la utopía final de Martín, narrador de la novela, es formar un centro cultural donde “todo el tiempo pasen cosas”: “Pensé que sería genial tener toda la plata del mundo, e instalar ahí un centro de arte donde vivamos tipo internos todos los que hacemos algo copado y organicemos ciclos, festivales, recitales y fiestas. Y todos tengamos nuestros talleres ahí y ese sea nuestro hogar”. Queda la agridulce sospecha de que Martín no se sentirá cómodo ni siquiera en este contexto, o de que quizás se olvide pronto del centro cultural, durante su próxima ronda de baile y de porro, contada otra vez desde un monólogo errático y lleno de diminutivos. 
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